Wilhelmina

El olor de la cafetería se sentía a lo lejos, incluso en medio del bosque. Caminaba sin producir ni un sonido que alertara a quien fuera, presa o no, de su presencia, pero no podía decirse lo mismo de su pelaje blanco. El frío había hecho aquello, le había vuelto hasta su preciada cabellera pelirroja más blanca que las sábanas de un hotel de cinco estrellas. Y el hambre que le hacía gruñir el estómago como si fuera un inmenso dragón en una caverna, pero lo peor eran las noches de luna llena.

Bufó, recordando sus años de secundaria, cuando se había sentido enferma de solo ver un trozo de carne cruda en el supermercado. Ni qué decir de las incontables discusiones y burlas que había recibido en su familia porque no toleraba la idea de tener un trozo de una pobre vaca en frente de sus ojos. Pero en ese instante, todo lo que podía pensar era en el olor del reno que se metía más y más en lo profundo del bosque siberiano.

Olfateó el aire, cansada de esperar, y se lanzó a correr, moviendo las patas con una agilidad que no era la suya, con una facilidad que no había tenido tres meses atrás. Lo odiaba. Oh, cómo lo odiaba y el reno iba a ser quién iba a pagar el precio. Porque alguien tenía que pagar por la miseria de vida que le habían dado.

Por arruinarle todos sus planes.

Saltó y cerró los dientes sobre el cuello del animal, derribándolo.

Si no hubiera salido con Cameron. Si no hubiera ido a ese ridículo campamento. Si no, si no, si no...

Arrancó la carne, saboreó el gusto metálico de la sangre mientras sus patas sostenían el resto del cuerpo contra la hojarasca. Comió todo cuanto pudo, dejando lo menos posible antes de alejarse. Quería escupir el sabor metálico en la lengua. Enjuagarse la boca con una pasta dental que supiera que no había sido testeada en ninguna clase de animal, fingir que no estaba con unas patas peludas y un pelaje que disimulaba su presencia en la nieve que pronto caería. No tanto ahora que tenía la barbilla y parte del pecho y patas rojas.

Iba sin rumbo, sintiendo que la cabeza tenía ganas de clavar los dientes en otro cuello, de desgarrar la carne hasta que no quedaran más que huesos pelados al sol. Elevó la cabeza hacia el cielo despejado, donde la luna se asomaba cálidamente en medio de aquel cielo. Gruñó, como si así pudiera deshacer lo que le habían tirado encima.

Wilhelmina caminó entre los árboles, rumiando una y otra vez el sentimiento de querer ir a donde vivía el muchacho. Lo deseaba muerto, arrancaría la carne de su yugular con la misma fuerza con la que mataba a sus presas en los paseos al bosque. Y por eso lo buscaba, lo perseguía porque quería arrancarle el corazón a dentelladas. Sí, por eso mismo lo buscaba entre los árboles, lo perseguía en sueños, lo esperaba en las paradas de colectivo. No estudiaba cada rostro que se asemejara a él porque se le estrujaba el pecho con cada hombre que tenía una apariencia ligeramente similar a él.

No. Lo quería muerto. Desangrándose.

Un aullido la detuvo en medio de unos pinos. El corazón le dio un salto y un fuego abrasador empezó a consumirla por dentro. Gruñó y corrió en dirección al sonido, mucho más rápido que cuando había perseguido al reno. No aulló en respuesta, ni siquiera se le ocurrió que quizás no era él, que la llamada no era para ella. Que, muy probablemente, fuera un lobo siberiano más.

No, Wilhelmina sabía. Por eso corría como si la muerte estuviera pisándole los talones. Los árboles pasaban como manchones a su alrededor. Un salto la hizo caer encima del lobo de un café claro, revolcándose en la nieve en medio de gruñidos.

Se removió, intentando clavarle los dientes en el cuello, de volver a quedar sobre su espalda, pero pronto se encontró bufando contra las hojas, el corazón latiendo desbocado en el pecho y los ojos que amenazaban con desenfocarse por las lágrimas. El sollozo que escapó de su garganta la sorprendió, dejando que las lágrimas se derramaran sin que pudiera evitarlo. Sintió un contacto cálido en su mejilla, seguido de un gimoteo. Estiró el rostro hacia él, poniéndose de pie tambaleante.

Las lágrimas salieron sin control, el cuerpo entero le dolía, el alma misma parecía estar queriendo salir de su cuerpo. Él parecía estar igual, lamiendo las lágrimas a la vez que le caían de él.

Abrió los ojos, tocando sus mejillas a la vez que sentía que el corazón se le retorcía como un cuchillo al reconocer la habitación de su departamento, al mirar hacia el costado y no sentir ningún rastro de Cameron. Como ya era costumbre. Quería gritar, pero la garganta se le anudó, estrangulando cualquier sonido que quisiera salir, dejando pasar únicamente a las lágrimas.

—¿Dónde estás? —musitó, encogiéndose, pensando que, si se hacía pequeña, el corazón dejaría de latir y lastimarse. Si se empequeñecía, el dolor dejaría de lacerar su cuerpo. Y, como siempre, tendría que levantarse, acomodar su cabello blanquecino y salir a la calle.

Con suerte, pensaba con una gastada ilusión, se encontraría a Cameron.

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