Ojos Verdes

Las calles de la capital solían ser un lugar que conocía muy bien. Ahí era capaz de ocultarme de los matones y autoridades. Me las había arreglado bien hasta entonces, robando algunos pedazos de comida, algo de abrigo; lo que necesitara. Y fue por eso mismo que terminé siendo parte de esa situación.

Era de noche, la nieve comenzaba a caer y los ciudadanos del barrio salían a comer o se abrigaban en sus casas. Había intentado tomar algo, aunque fuera alguna baratija, que valiera lo suficiente como para comprarme un vaso de agua caliente. «Y quizá con alguna verdura o algo para saboriza'».

Reconocí los sonidos de una golpiza que se estaba llevando a cabo antes de entrar al callejón. Mi cuerpo reaccionó por su cuenta, ocultándose entre dos contenedores e inmediatamente me cubrí la boca con ambas manos. «Que no me haya vi'to, que no me haya vi'to...».

Hubo un gruñido y todo quedó de nuevo en silencio. Oí el escupitajo y luego el paso de las botas. No me atreví a levantar la vista, simplemente contemplé los pies cubiertos por unas botas antes de que desapareciera en la calle. Salí de mi escondite con cuidado, mirando en ambas direcciones. En cuanto sentí que estaba segura, me aventuré un poco más y me detuve abruptamente frente al cuerpo.

El hombre, en su último aliento, había sido abandonado en uno de mis callejones favoritos para dormir. Inmediatamente tuve que acercarme, quería estar segura de que el hombre de las botas no estuviera de regreso pronto. Mis manos, torpes por el frío del invierno, sacaron los broches del abrigo y los metieron en el bolsillo de mi ropa. La idea de por fin conseguir mi bebida caliente me subió el ánimo.

Una mano helada se cerró sobre mi muñeca. Separé mis labios para gritar, pero algo se metió en mi boca antes de que pudiera emitir algún sonido. Me aparté. Boqueando por aire, intentando sacarme lo que fuera que tuviera atorado en la garganta. Choqué contra la pared con la espalda.

Caí de rodillas al suelo.

La presión seguía allí.

Tuve arcadas, pero no pude vomitar.

Tan pronto como aquello comenzó, paró. Eché una última mirada al cuerpo antes de ponerme de pie como pude y corrí lo más lejos que pude. Giré en la esquina contraria a la de la calle, lista para correr hacia los callejones de la zona baja. No di más que un paso cuando sentí que chocaba contra algo, no tan duro como una pared, pero suficiente como para dejarme algo perdida.

—Uf...

Retrocedí a gatas, pateando la nieve, como si con ello pudiera alejarme más rápido. Cualquier queja que hubiera sentido en mi cuerpo por el impacto quedó olvidada en cuanto vi a quién tenía en frente.

Vestido con el uniforme blanco y dorado de la Iglesia, un soldado divino me miraba desde arriba. Inmediatamente agaché la cabeza y mis pezuñas quedaron clavadas en el suelo helado. No intenté correr, sabía que sería cuestión de dos pasos hasta que él me agarrara y me moviera cual trapo olvidado. Escuché el sonido de las medallas chocando entre ellas, tentándome, y luego una mano enguantada que me levantaba la barbilla. Los ojos azules, fríos como la nieve que empezaba a caer, se clavaron en los míos.

—¿Creíste que podrías escaparte, ratoncita? —Negué con la cabeza—. Respóndeme.

—N... No, se... señor —logré decir en cuanto me agarró los cachetes. Mi corazón latía desbocado en mi pecho.

—Bien, así me gustan los ratones, obedientes —dijo, agarrándome todos los botones que había guardado en mi bolsillo—. Y me aseguraré de que no salgas de la cárcel, asesina y ladrona.

Las lágrimas empezaron a acumularse en mis ojos al mismo tiempo que el miedo se desataba en mi interior. Intenté zafarme, pero el agarre era firme. Me retorcí, una y otra vez, esperando a que algo de suerte tuviera y pudiera contar con un día más de vida.

—No fue la niña.

Ambos miramos hacia la derecha. Una mujer de pelo rojizo, también uniformada, se encontraba agachada sobre el cuerpo. Se levantó, murmurando algo antes de volver a prestarnos atención. Intenté aprovechar la distracción del hombre de ojos azules, quizás de escaparme de su agarre. No había dado ni siquiera dos pasos cuando me agarró de la muñeca y volvió a levantarme en el aire. Traté de que me soltara, pero nada ocurría.

—... los botones —escuché que decía el de ojos azules, dándome un tirón. Un calor creció dentro de mí. El frío que había sentido desapareció al instante.

«¿Confías en mí?»

—Por la Gracia —masculló él. Mi brazo se había convertido en una especie de sierra. Grité e inmediatamente desaparecieron los dientes de un color metálico.

—Imbécil, ¡¿qué no consideras posibilidades?!

«¡Oye, tranquila, tranquila!», decía la voz en mi cabeza. Tapé mis oídos.

—¡No hice nada! —grité, las lágrimas me congelaron las mejillas. Mis ojos ardían.

El mundo había dejado de importarme. Mis pezuñas sacudieron la nieve, y todo mi alrededor se volvió un caos. De nuevo, algo me agarraba por la garganta, ahorcándome. «¡Tranquilízate o me aseguro que es la última vez que me haces perder el tiempo, niñata!», gritó la misma voz, casi como un trueno. Era de hombre. "¡No fui yo!" quería decir, pero las palabras jamás salieron de mis labios. «Eso ya lo sé». Caí de rodillas, tocándome la garganta, en busca de la mano que había estado agarrándome. «Necesito que me ayudes a reparar algo». Me habría gustado ser más valiente, más atrevida, escupir y decirle que se fuera al Infierno. «Hazme el favor de encontrar a Lujuria, en cuanto la encuentres, te diré qué más tenemos que hacer».

Su tono y una sensación de poder dejaba en claro que no había lugar para réplicas.

—¿Castidad?

Mi cuerpo reaccionó sin que supiera bien porqué. Giré hacia ellos y ambos soldados se quedaron quietos en el lugar. La de pelo rojo fue la que se atrevió a dar un paso hacia mí, estirando su mano.

—La llevaremos a sus aposentos.

La Iglesia quedaba a unas pocas cuadras de dónde estábamos. En mis cortos ochos años de vida, no había siquiera pensado en poner la punta de mis pezuñas en aquel lugar. Temblaba. Quería dar media vuelta y correr a los barrios bajos, ocultarme debajo de la caja de cartón más cercana. Varios de los soldados me miraron con malos ojos al pasar, escrutando mi aspecto de la misma forma que yo buscaba una salida, girando mi cabeza en todas las direcciones. Todas las grandes ventanas, llenas de imágenes de nuestra historia sagrada, estaban custodiadas por dos guardias al menos.

—¿Qué significa esto? —El Mensajero apareció frente a nosotros, con su túnica bordó apenas ocultando sus piernas de cabra. Sin pensarlo, me incliné frente a él.

—Hellman fue asesinado en la calle de Luistha, la niña es la nueva portadora de Castidad —dijo la mujer pelirroja. No me atrevía a levantar mi cabeza del suelo.

—Eso lo veremos... Que las Pruebas decidan su suerte —fue todo lo que dijo el Mensajero antes de marcharse con el sonido de sus pasos resonando por toda la bóveda del lugar—. Ven, niña.

Me puse de pie de un salto, caminando con mi cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo. Lo seguí a través de una puerta que daba a un pasillo oscuro. Nada más que nuestros pasos se podían escuchar en el lugar.

—¿Nombre?

—Catad, su Divino Mensajero —respondí, todavía con la cabeza gacha. El Mensajero no dijo nada.

Abrió una puerta, dejando a la vista una sala llena de mesas y, con un simple "entra", nos encerró en aquel lugar.


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