Noche Dorada

El Virtuoso debe cumplir con el castigo.

Agitó la copa con vino, admirando cómo los reflejos de la luz bailaban sobre la superficie rojiza de su bebida. Suspiró, alzando la mirada hacia el ventanal a su derecha, donde podía ver las siluetas de los edificios, estructuras más o menos enteras que se recortaban contra el cielo crepuscular. Dio un pequeño sorbo a su bebida, sin prestarle mucha atención al amargo sabor, mientras se acercaba a la ventana, donde bajó la mirada hacia sus pies. Los peatones, apenas visibles desde donde estaba, pasaban como pequeñas manchas, pequeños insectos que podía aplastar. Se entretuvo viendo el caminar sin sentido de aquellas manchas, ignorando el cada vez más creciente bullicio a sus espaldas. Fuera lo que fuese la causa, probablemente se debía a uno de los tantos humanos que se creían lo suficientemente listos como para enfrentarse a ellos.

«Ingenuos» pensó y dio otro sorbo a la copa.

—¿Un renegado? ¿A quién se le ocurriría tal cosa?

Como si sus oídos se hubieran destapado, empezó a escuchar los murmullos como si fuera un mar de comentarios, desde escandalizados hasta confundidos. Miró sobre su hombro, notando cómo los otros invitados se encontraban juntando sus cabezas, cuchicheando, o estirando sus cuellos para poder ver lo que causaba la conmoción. Frunció el ceño, girándose por completo. Notó un ligero tirón en su estómago, una sensación de inquietud que le recorría su cuerpo de pies a cabeza.

Sintió que le tocaban el brazo; apenas algo más que una caricia para llamarle la atención. Contuvo el escalofrío que le recorrió el cuerpo y vio de reojo a Ilana-Bibo, cuyo vestido se ajustaba a su silueta, cubriendo casi todo su cuerpo. Notó la palidez del rostro, resaltando las rayas que adornaban su piel. Tenía los ojos abiertos de par en par, con la mirada fija en el gentío. Sin saber cómo, supo que la yraa estaba conteniendo el aliento y al ver a la mujer de reojo, se encontró con su expresión pálida, los ojos abiertos de par en par y tomando grandes bocanadas de aire. Frunció el ceño, preguntándose qué podría alterarla de tal forma.

—¡Que me suelten, pedazos de mierda! —gritó una voz femenina, aumentando los comentarios y los cuchicheos.

Se sintió palidecer a la vez que notaba que cualquier rastro de vino abandonaba su cuerpo. «Tiene que ser una pesadilla» negó con la cabeza. Sin embargo, lo que vio le hizo saber que, si era una pesadilla, era una de las peores. Ignoró el sonido de los cristales que se partían a sus pies, rebotando contra sus pezuñas. Dio un paso tentativo hacia el frente, luego otro, y otro más; pronto se encontró dando ligeros saltos y estirando el cuello mientras intentaba ver mejor. Aquella cabellera negra con mechones blancos, la figura bien dotada y el traje que ella misma se había confeccionado, ese que le había enseñado con tanto orgullo semanas atrás... Cuanto más veía, más parecía que alguien empezaba a apretar su corazón en un puño. Intentó abrirse paso entre el gentío, el cual no paraba de soltar quejas y protestas ante su avance. «Por favor, que no sea Rija, que no sea Rija», se repetía en su cabeza como un mantra. No importaba cuánto empujara, cuánto intentara abrirse paso, sentía que seguía en el mismo lugar, que sus pies se movían sobre la misma baldosa. Podía ver los ojos pálidos de Rija, apenas perceptibles a esa distancia, que miraban a la multitud. Tenía esa expresión desafiante que ponía cuando se encontraba ante un obstáculo, lista para sacar las garras.

Estaba en el medio del salón, donde usualmente alguno que otro yraa se paraba para hacer un pequeño acto, interpretar alguna canción o dar un anuncio importante. Allí la habían puesto, pateándole la parte posterior de las piernas, obligándola a quedarse de rodillas y con las manos en la espalda. Escuchaba los insultos, quejas y juramentos que Rija pronunciaba, cada vez más y más fuertes, elevándose sobre los cuchicheos de la multitud.

Horrorizado, contempló cómo se acercaba el sicario, con su rostro parcialmente cubierto por el paño rojo, con sus manos lanzando chispas al mover los dedos. La simple visión de estas hizo que el estómago de Astac se retorciera.

Quería verla a los ojos. Quizás con eso podría encontrar algunas respuestas a las tantas preguntas que se arremolinaban en su mente.

O quizás habría sido mejor permanecer oculto en la multitud.

Astac supo exactamente qué estaba pensando ella en el instante en el que lo vio. Justo cuando notó la presión de unos pequeños y delgados dedos que se aferraron a su brazo. El aroma del perfume, ahora tan fuerte como el de una rosa marchita, lo embriagó. Rija tenía una expresión decepcionada, una que atravesaba su pecho como una garra, revolviéndose en su interior para causarle más daño.

Sus pies se quedaron plantados en el suelo, incapaz de avanzar incluso cuando vio cómo las llamas comenzaban a consumir el cuerpo de su amada. Fue incapaz de girar la cabeza, de bajar los ojos o siquiera girar sobre sus talones. La vio arder, al comienzo silenciosa, soportando las llamas con orgullo. Incluso cuando echó la cabeza para atrás, con las mejillas brillando y su piel pálida que iba desapareciendo.

—¡Adúltero, hijo de la gran puta! ¡Ojalá que los dioses te aten a una existencia tan podrida como la mía! —Las lágrimas daban un brillo a sus mejillas justo antes de que el último rayo de luz se extinguiera.

Astac sintió que su corazón había dejado de latir. Oyó un golpe seco, pero seguía viendo al frente, allí donde el cuerpo de Rija terminaba de consumirse, dejando una pila de cenizas humeantes. El tiempo dejó de transcurrir, como si alguien hubiera decidido que su tortura debía durar para siempre, viendo a la mujer que tantas cosas le había causado, tantas noches que podría haber pasado con ella...

Notó el ardor en sus ojos demasiado tarde, cuando ya no quedaban nada más que las cenizas y un tenue hilo de humo verde que ascendía hacia el techo.

En la hora donde la vida da paso a la muerte, el peso del amor se convierte en ancla.

Dio un paso. Jadeó, volviendo en sí por un momento, dejando que el tiempo retome su ritmo habitual.

Notó las miradas escandalizadas, el grito de terror de Ilana-Bibo a sus espaldas, los comentarios cada vez más desesperados y el pánico que se iba apoderando de la muchedumbre. Vio muecas de asco, algunas más disimuladas que otras, junto con las de espanto, de indiferencia e incluso mórbida curiosidad. Frunció el ceño, bajando la mirada.

Y no le quedó ninguna duda de que se encontraba en una pesadilla.

Sentía el grito atascado en su garganta, listo para salir. Negó con la cabeza, intentando encontrar a alguien en la multitud que hiciera algo. Era imposible que ese fuera su cuerpo.

Estiró una mano, desesperado por alcanzar a alguien. Recién entonces, pareció encontrar la forma de pronunciar algo.

—¡Ayuda! ¡Que alguien me ayude! —empezó a chillar, estirando la mano hacia Ilana-Bibo. En cuanto iba a cerrar sus dedos sobre la muñeca, se encontró agarrando aire.

Sintió frío.

Veía el lugar donde él había querido agarrar, el cual Ilana-Bibo se había llevado al pecho, como si quisiera hacerlo entrar en calor. Cayó de rodillas al suelo, con los ojos fijos en la nada. Miró sus manos, todavía sólidas para sus ojos. Es más, no había rastro alguno de sus ropas, nada más que su brazo desnudo. Bajó la mirada, comprobando que todo su cuerpo se veía al descubierto, y aun así nadie se fijaba en él; bueno, en lo que parecía ser su propia persona. En un parpadeo, vio cómo un hilo verde reptaba hasta enredarse en sus muñecas. Gritó, sacudiendo sus manos para quitarse lo que fuera esa cosa, y aun así sintió cómo ese hilo empezó a crecer, a solidificarse, cubriendo su ser como si fuera una especie de agua. Sacudió los brazos de un lado a otro, en vano, atravesando a varias personas que soltaban quejas sobre una corriente helada.

—¡¿Qué mierda es esto?! ¡A mí no me tienen que atar, hijos de puta! ¡Yo soy la condenada víctima! —gritaba una voz lejana.

—¿Rija? —el nombre se le atoró en la garganta. Notó que caía sentado de nuevo y no pudo volver a levantarse.

El Pecador se deja llevar por el dolor.

De sus dedos no quedaban más que guanteletes de una especie de metal lleno de grabados que brillaban con un tono verdoso. Respirar se estaba volviendo una tarea casi imposible de realizar. Escuchó el sonido de metal chocando contra metal y algo pesado que se arrastraba.

—¿Entiende que no puede sentir nada? —La voz que le habló sonaba ominosa, como si estuviera frente a una inmensa boca llena de dientes afilados. Levantó la mirada, apenas siendo capaz de ver algo más que una silueta borrosa, inmensa y de lo que parecía ser de un color rojizo y blanco. Un sonido sibilante resonó en sus oídos antes de que un chasquido, como si fueran miles de tiras de cuero azotando el aire, cortara tal sonido. Por alguna razón, le pareció que lo que tenía enfrente sonreía con una diversión macabra—. Ciego a las verdades salvo una. Ya veo, ya veo...

Una risa macabra hizo eco en sus oídos. Quiso levantarse, ponerse de pie, pero se sentía incapaz de levantar algo más que su torso, quedando en una incómoda posición de cuatro patas.

—¿Qué...?

—Descarnada salvo por su mayor atributo, obligada a ser quien condene a los suyos... ¿y quién mejor para traicionarla que su mayor dolor? ¿No suena interesante?

Intentó sacudir la cabeza, negar, algo, pero fue en vano.

—No quiero verte. ¡No te costaba ni un poco al menos pensar en nosotros! —Escuchó que alguien gritaba, a los lejos, como si estuviera viéndolo al otro lado de la multitud. Apretó los dientes, obligándose a ponerse de pie.

—Rija...

—Ah, ah, ah —canturreó la voz, rodeándolo como si fuera un depredador—. Para ver necesitas un par de ojos, ¿no te parece? Sería ridículo que intentes leer sin tal cosa.

—Tengo ojos.

—¿Los tienes? ¿Puedes ver cómo es la Verdad en realidad? ¿Eres capaz de comprender por qué tienes que arrastrar con esa armadura? ¿Conoces tu lugar en el mundo? —preguntó la voz, no sin cierto tono burlesco, acercándose tanto que Astac temió poder ver algo más aterrador. Pero todo lo que vio fue una mancha roja y blanca—. No, no puedes ver —dijo, canturreando antes de apartarse—. Las reglas ya las conoces, ahora... Veamos cuánto tardas en aplicarlas, Castidad.

El mundo se volvió un estallido de color dorado, encegueciéndolo de tal forma que lo único claro frente a sí eran unas líneas negras y un fondo de colores cambiantes. Giró la cabeza hacia un costado, divisando una silueta negruzca, la cual apenas podía distinguir entre tanto resplandor. Avanzó, estirando la mano.

«Necesitas ojos para poder ver» repetía la voz ominosa en su cabeza, cual mantra que lo hacía sentir un hambre voraz, una necesidad de rascarse la piel, de respirar sin problemas.

Un movimiento repentino a su izquierda, una ligera mancha de un verde opaco, llamó su atención. Sintió un tirón en su estómago, en toda su piel, y no se resistió a caminar, causando todo un ruidaje de metal al avanzar. «Hay que Ver para percibir a la Verdad» decía en su cabeza antes de meterse en la mancha oscura.

Estaba en un callejón, todo sucio y maloliente, con el corazón latiendo como si hubiera estado corriendo una maratón. «La castidad es quien debe vencer a la lujuria por medio del perdón» pensó, ignorando los gritos espantados que resonaban en el fondo de su cabeza.

No pasó mucho tiempo hasta que se encontró con unos hombres vestidos con uniformes blancos y dorados. Al verlo hicieron una profunda reverencia, murmurando palabras que no le interesaban.

Sólo había una cosa que le importaba, y estaba seguro que esos payasos no eran la solución. Miró hacia el cielo y esbozó una ligera sonrisa.

Tenía que ser en el crepúsculo...

Y en las bodas de oro, el príncipe caerá como caballero;

La princesa, castrada, caerá con el príncipe;

Noche de oro, día de plata.

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