El corazón de un Svartr
—¿No te parece cruel? —preguntó Amanda. Daren la miró con una sonrisa de medio lado.
—Nah, para nada —dijo, revolviendo su café sin mucho interés, asegurándose de desarmar el ridículo dibujo que le habían hecho en la espuma—. A veces es mejor ser clara.
—Sí, pero... —la chica de rasgos hindúes apretó los labios, bajando la vista hacia su capuccino, donde todavía estaba el dibujo de una plantita que parecía estar llena de corazones—. Un poco de tacto no hace mal a nadie, Dari.
Daren no aflojó la sonrisa, simplemente no valía la pena. Ella conocía sus razones, por mucho que Amanda no lo hiciera. Por lo que cambió el tema, olvidando por completo cómo había dejado a un muchacho plantado, echando al fondo de su mente las palabras que habían pasado por su cabeza. Por eso regresó a su casa, sintiendo el vacío de su pecho como un frío conocido, un frío seguro.
Cerró los ojos, respirando hondo. Disfrutando del silencio que apenas era interrumpido por el sonido de la música, suave, lejana, baja. Acarició el vidrio de la ventana con el dorso de su mano, con los ojos fijos en la lejanía mientras su cabeza se iba a otro sitio. Recordaba un palacio en las profundidades de la tierra misma, donde no llegaba ninguna luz y olía a azufre. Un sitio donde la lava corría como agua y las casas eran talladas de las piedras mismas. Veía cabelleras tan blancas como la suya, ojos rojos que ardían en la oscuridad, rodeados de tez tan oscura como el carbón, pero se sentía lejano, a través de una pared de cristal.
Un pinchazo recorrió su corazón, haciendo que abriera la ventana y fuera a por un cigarro. Lo encendió con manos temblorosas, dando una calada que bien podría haber quemado todo el tabaco de una vez, y soltó la humareda al cielo. No le haría nada, para su desgracia, ningún peligro de cáncer de pulmón, nada de dientes y dedos amarillos por la nicotina. Ni siquiera el sabor le agradaba, pero había algo interesante en el aspirar y exhalar, ser una chimenea. Control.
Daren decidía cuándo el humo entraba y cuándo salía de sus labios y nariz. Podía elegir si iba a relajarse o simplemente dejar que las tres cajas de cigarros del mes se consumieran tan rápido como lo harían los caramelos en un cumpleaños infantil. Tiró la colilla por la ventana, viendo de reojo dónde caía.
Se llevó una mano al pecho, sintiendo el latir de aquel órgano donde se suponía que estaban todas las porquerías que le arruinaban la vida. Ese montón de músculos iluso e imbécil donde todavía podía ver a la niña que se quedaba contemplando al resto con ojos acuosos, preguntándose por qué la habían dejado en la casa de unos extraños, por qué la habían tirado en un mundo donde no encajaba. De no ser porque lo había prometido por su meñique, sus brazos se habrían vuelto a llenar de cicatrices, ocultas bajo largas mangas. Aunque ahora tenía tatuajes, casi invisibles, pero estaban.
Pensó en la cita, en su vida amorosa en general. Le iba tan bien como podía irle a un changeling, a un ser que suponía un mito que explicaba el autismo. Qué gracioso. Autismo no era algo que ella tuviera, a menos que el sentir todo como si el océano mismo la revolcara en una tormenta, contara como signo de tal cosa. No, Daren sabía demasiado bien que ella era una Svartr, un ridículo elfo de la oscuridad, que había sido echado de la casa materna antes de descubrir que tenía manos. ¿Cómo alguien así iba a amar? Todos la abandonarían, la echarían, porque ni siquiera su madre la había querido a su lado.
Pero el corazón era imbécil al cuadrado, porque seguía saltando cuando veía una sonrisa bonita, cuando le dejaban una flor, cuando le invitaban a un café. No, idiota, ella no podía sentir, sentir era abrir la puerta al dolor, a la burla, al rechazo. Sentir era para débiles.
PIN.
Dejó salir un suspiro, tomando el teléfono con pocas ganas, casi segura de que sería Amanda o alguna de las chicas.
—¿Qué mierda? —masculló al ver que era un número desconocido. De foto de perfil, el sujeto tenía dos pares de alas blancas sobre un fondo negro y rojo. "M. Roosevelt" rezaba en la identificación del contacto. Le escribía pidiéndole un turno, que había escuchado de sus servicios como terapeuta—. Mentiroso —murmuró, sintiendo que el vacío empezaba a llenarse de una sensación pesada como una piedra. Leyó varias veces el mensaje antes de dejar caer la cabeza, maldiciendo su ética de trabajo, y fue a por su agenda, indicándole cuándo tenía un momento disponible.
Apoyó el teléfono sobre su escritorio, sintiendo que el aire se le atascaba en el pecho, cual piedra. Sentía las piernas temblando, notaba cómo tomaba bocanadas de aire, esperando estirar sus costillas y así quitarse el obstáculo sobre su pecho. Entrecerró los ojos sintiendo que el apellido le sonaba de algún sitio, aparte de un presidente americano.
—Mierda... —soltó al recordar un festival, una tarde donde había salido a pasear con las chicas, aburrida como siempre, hasta que apareció El Raro. Ese chico no tenía nada extraordinario, hasta que abría la boca y el sentido del humor se hacía presente. La madre que la parió, ¿cómo diablos había conseguido su teléfono? No le había ni siquiera pasado su Instagram, tampoco que lo usara mucho. Pero era difícil que fuera él, era un extranjero, y no estaba allí para pasar el rato, eso lo sabía.
Cuando recibió un "ok" no pudo parar de caminar por su habitación y departamento en general. El pecho se le sentía lleno de cables eléctricos, la cabeza estaba silenciosa y llena de imágenes que iban de un lado a otro a la vez. Frenó en seco cuando un pensamiento cruzó por su cabeza.
—No. No, no, no, no —repitió soltándose el pelo, sacudiendo la cabeza. Imposible, no podía ser, no.
Miró su reflejo, donde su piel tenía un tono ligeramente azulado, donde sus ojos mostraban ese brillo rojizo que no podían ver los simples mortales. Tocó sus orejas ligeramente puntiagudas, disimuladas por los aros que solía comprarse desde la temprana adolescencia. Respiró hondo, sintiendo que ardía, que estaba helada.
Temblaba.
No podía estar cayendo de nuevo, no tan pronto. No podía, no estaba lista. No debía sentir. El aire no pasaba, las lágrimas caían despacio por sus mejillas, su cabeza daba vueltas. Sus dedos intentaron cerrarse sobre aquel maldito órgano que quería seguir latiendo cual ave enjaulada. «¡Cállate! ¡Deja de sentir!» quería gritar, por más que sus vecinos probablemente la llamarían loca.
Gimoteó antes de prender la ducha y quitarse la ropa en lo que el agua se calentaba. No. No iba a sentir. No iba a caer como imbécil. Eso lo había decidido, iba a mantener su puta promesa. Nadie podía entenderla, nadie podía sentir como ella lo hacía, nadie iba a aceptar a una elfa, no cuando ni siquiera su propia madre la había despreciado. No.
Lloró. El llanto, patético, salió de sus labios, se mezcló con el agua, el champú y el jabón. Imbécil, patética. Cerró el agua con bronca, se secó el pelo como si quisiera arrancárselo, se restregó el cuerpo con la toalla como si pudiera quitarse el color. Y su reflejo la miró con odio, con los ojos rojos que amenazaban con consumirlo todo como brasas.
—Prohibido sentir —se dijo, y se imaginó poniendo una coraza de metal alrededor del pecho, aplastando todo lo que tenía dentro—. No sientas.
Porque en el vacío se podía tener el control. En el frío hueco es que se podía evitar el dolor. En la soledad es donde ella podía estar tranquila. La sonrisa burlona de su espejo le hizo salir del baño con un portazo. Sí, mentir se le daba de maravillas. Matarse por dentro, se le daba mejor.
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