Belinda
El Aquelarre ha sido claro a lo largo de los siglos, han resaltado la importancia de la sangre nefilim pura, dejando a todos los demás por fuera de su querido Círculo. Hemos sobrevivido a la Caza de Brujas del siglo XVI, hemos creado nuestro Edén cuando los humanos así lo decidieron, pero ya hora de que los visite la Serpiente en su paraíso.
- Memorias de la Serpiente Blanca, Belinda Pantucci.
Londres tenía algo en su aire que podía resultar encantador para algunos. En mis ocho años de residencia en aquellas calles neblinosas, había tenido la sensación de respirar paz, de que quizás ser una humana no sea algo tan desagradable. Por supuesto, las cosas jamás terminan bien para quien tiene que mirar sobre su hombro constantemente, sospechando de cada rata que pasa entre tus pies. La casa donde estaba parando era una de las tantas que habían decidido convertirse en una especie de departamento que me recordaba a las residencias de mis tiempos de universidad, solo que más responsable.
Dejé todo a un costado, recostándome en la cama, contemplando el techo, decidida a dormir un poco antes de cocinar algo.
Hay arañas que saben tejer sus redes muy bien.
La muerte sería un castigo demasiado amable para tí.
Solté un suspiro, deseando, no por primera vez, deseando no tener que escuchar aquellos susurros. Y ya podía dar por perdido mi deseo de descansar, por lo que me quité el uniforme del trabajo para cambiarlo por ropa de mi preferencia. Tomé los jeans desgastados y la camisa a cuadros rojo y negro. Quité la coleta que mantenía mi cabello en una apretada coleta, haciendo que suspirara de alivio al no sentir que me tironeaban de las raíces constantemente. Contemplé de reojo el blanco en mis rizos que alguna vez me había llenado de orgullo, pero en ese momento me hacía retorcer las entrañas. Junto a mi cajonera estaba el último pote de tintura negra que había querido usar, pero el blanco insistía en absorberlo todo.
Porque no te vas a librar, víbora asquerosa. Paga, paga, ¡paga!
Solté un suspiro, decidida a salir a dar una vuelta, considerando que mi contrato terminaba pronto y ya me había quedado demasiado tiempo en la misma zona de Londres. Abandoné el cuarto, intentando ignorar el retortijón de mi estómago y la impresión de que hilos rozaban mis dedos, pidiendo que tirara de ellos. Salí, decidida a evitar cualquier parque o pub donde el tirón fuera más insistente, donde la magia fuera más insistente.
Y ese fue mi primer error.
Caminaba por las calles, cada vez más concentrada en no sentir a los hilos que se enroscaban en mis dedos, tirando de la marca que ocultaba por debajo de las largas mangas y pulseras gruesas. Tan concentrada estaba que no noté la trampa hasta que mis pies se hundieron en la tierra sin previo aviso, tragándome. Por instinto, cerré los ojos, rogando que las sacudidas y la eterna sensación de caída parara pronto, odiando saber muy bien qué era lo que me estaba conduciendo a Dios sabría dónde.
La salida de un agujero de gusano es caótica, siempre, por lo que cuando me encontré rodando por una colina, incapaz de distinguir norte de sur, un brazo del otro, no me preocupé. Gruñí cuando pude parar, sintiendo todos los raspones contra mi piel, clavándose en mi espalda, así como la sensación de tener tierra en mi boca. Escupí, pero fue inútil.
—¿Te escupió la tierra o es al revés?
Aquella voz hizo que me congelara. Temía darme vuelta, mirar sobre mis hombros, y encontrar con que era una alucinación, un producto de mi cabeza y de los susurros. Despacio, rogando estar equivocada. No había cambiado, ni un poco. Aquel peinado afro que sabía usar con elegancia, como si los 80s siguieran de moda, y la sonrisa que irradiaba amabilidad. Todavía llevaba aquellas ropas con lentejuelas, el maquillaje colorido y los pantalones acampanados.
—Mel —dije en un susurro, sintiendo que las lágrimas empezaban a caer por mis mejillas. Con torpeza, me puse de pie, corriendo para darle un abrazo a mi hermana mayor, gesto que ella devolvió con gusto. No me costó reconocer el ligero apretón que ella solía utilizar cuando mamá y papá discutían, como diciendo "todo está bien, ya estamos juntas"—. Oh, Mel, te extrañé tanto.
—Yo también. Estuve buscándote día y noche —comentó, sin soltarme. Más lágrimas cayeron por mis mejillas, sintiendo que el corazón se me estrujaba de culpa. Una risa nerviosa escapó de mis labios, sin saber cómo explicarle el miedo que me había dado el usar la magia, tirar de los hilos y convocar a la tierra, todo para no tirar una bengala al Aquelarre—. ¿No tienes Instagram o Twitter? Intenté incluso por WhatsApp y Facebook.
Me aparté, sonriendo de medio lado, respirando hondo para poder controlarme.
—Necesitaba un perfil muy bajo —contesté, limpiando las lágrimas con mi manga—. ¿Y tú? ¿Cómo has estado?
Mel se encogió de hombros, quitando importancia con un gesto de su mano. Por un momento me pareció ver un destello blanco y violeta.
—Ocupada. El trabajo exige bastante —respondió, con una sonrisa que me hizo tensar la espalda. De inmediato me encontré con los hilos rozando las yemas de mis dedos, el corazón empezando a palpitar con fuerza contra mis costillas—. Ya sabes, investigar, buscar información... buscar gente.
Mi sonrisa murió por completo, la alegría se convirtió en cenizas que se llevaba el viento. La tierra empezó a temblar bajo mis pies al dirigir mi mirada hacia sus manos, sintiendo que el estómago se me contraía al ver cómo lo que alguna vez habían sido preciosas marcas como tela de araña, ahora parecían más garras que se metían en sus venas. Mi mano derecha picó cuando tensé los dedos, preparando los hilos.
—¿Qué significa esto, Melania? —pregunté con un hilo de voz.
—¿Tú qué crees, hermanita? —replicó, haciendo que retrocediera un paso—. El Gran Aquelarre fue muy claro: ningún mestizo sale de aquí.
Mi brazo se movió antes de que mi cabeza pudiera procesar de todo las palabras. La tierra se movió a mi comando, atacando como serpiente. Las hierbas crecieron, protegiendo a Melania.
Huí.
Corre, inmundicia.
¡Ten piedad!
¡Pagarás por esto, traidora!
Quería gritar que se callaran, decirles que se apartaran de mi camino. «¿Cómo apartas fantasmas?» Corrí hacia el bosque, odiando reconocer los árboles, y odiando mucho más saber que Melania lo conocía tan bien como yo.
Tropecé, cayendo de bruces contra el suelo. Hierbas me tomaron de las manos y pies, moviéndome como una simple marioneta hasta dejarme boca arriba. Melania caminaba sin prisa, cual araña contemplando a su cena. Para mi horror, criaturas de todos los tamaños, con múltiples patas, avanzaban a su alrededor, rodeándome con sus tenazas de raíces, contemplando todo con sus ojos iluminados por magia que no quería volver a ver. Sentía su roce sobre mi piel, queriendo quemar mi marca.
—Lo lamento, pero no se aceptan fallos, Belinda —dijo Melania con sorna ante mi pseudónimo, sacando un puñal de entre sus ropas.
—¡Déjate de joder, Melania! Ya viste lo que hacen, ¡¿qué mierda te pasa?! —grité, intentando sacarme las esposas, pero era imposible. Un relámpago de dolor me recorrió el cuerpo, haciendo que apretara los dientes. Mi hermana seguía caminando sin prisas, sin inmutarse. Cuando volvió a verme, caí en la cuenta.
Por supuesto.
No eres más que un perrito faldero del Aquelarre.
En cuanto dejen de encontrarte útil, te harán lo mismo que tú me haces.
Ojalá jamás tengas que ver lo que te harán.
Traidora, víbora mal parida.
No tenía hermana, no tenía familia. Había escapado al plano de los humanos porque bien sabía lo que me esperaba. ¿No decían que todo vuelve en la vida? Reí amargamente, dejando caer la cabeza hacia atrás a la vez que mi cuerpo estallaba. Siseé, ignorando el dolor de mis huesos al cambiar de lugar, ignorando cualquier cosa menos lo que tenía dentro.
Melania retrocedió, sus ojos mostrando momentáneamente un rastro de pavor.
Era la Serpiente del Edén, la maldita que sabía muy bien el veneno que tenía. Y ese veneno se lo dejé a ella al cerrar mis fauces sobre su cuerpo todavía paralizado. Mordí hasta dejar todo dentro de su cuerpo y la solté, apartándome con la velocidad que solo una víbora conocía.
Huí. Corrí hacia el bosque, sabiendo que Melania no me seguiría. Sabiendo que no le quedaban más que unos minutos de vida.
Dejé que mi cuerpo volviera a su forma normal, cayendo desnuda sobre la hojarasca. Lágrimas caían a raudales, intentando vaciar todo de las memorias, de los recuerdos. No tenía hermana, no tenía hogar...
No era más que una serpiente rastrera. Y que el Aquelarre iba a sentir de nuevo mi veneno.
Asesina.
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