Sombras asesinas
Duro de matar, el isekai
Capítulo 6: Sombras asesinas
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Bañaban los rayos con luz azul el interior del dormitorio, la luminosidad era intranquilizadora los pocos segundos que duraba, como parida y estrangulada por un látigo, más si se toma en cuenta la escena de violencia ejercida contra una mujer indefensa.
Trató de liberarse, se retorció como un gato en plena pelea desesperada, pero todo fue inútil; sostenida por brazos y piernas, no pudo evitar que una de las sombras acallara sus cada vez más quedos intentos de suplicar piedad.
Las sábanas se humedecieron al rendirse su esfínter, Sanae, la gentil sanadora, no vería el fin de la tormenta. El olor del orín y el miedo impregnó todo menos a las sombras.
Finalizado el execrable acto, los negruzcos atacantes salieron al corredor sin iluminar; sin mediar palabra alguna, giraron al mismo tiempo el rostro hacia la habitación de al lado. Por ser sombras, sus pasos no se escucharon, sin embrago, igual hubiera dado que pisaran fuerte como borrachos, la tormenta con su rugir acallaba todo sonido.
Los goznes de la puerta no gimieron por la triste oxidación, de esa forma entraron y vieron la silueta de una mujer dormida debajo de las sábanas. El fuego de la chimenea ya moría, como presintiendo el destino de la fémina.
Sombras que desaparecían entre las sombras, visibles solo por los relámpagos que, en sus estertores, revelaban el horror que cada vez más se acercaba al borde de la cama.
Lo que parecieron hojas libres de otoño, volaron hacia los asesinos, incordiándoles. Luego de esquivar furiosos manotazos, fueron y revolotearon sobre la cara de la mujer.
Quiso preguntar el motivo para que sus invocaciones la despertaran de esa manera, sin embrago, por el rabillo del ojo vio a las sombras y su cerebro se aceleró debido a la alarma del miedo.
No hubo tiempo ni de gritar, solo reacciones musculares de pánico que le ordenaron huir a toda prisa.
—¡Auxilio, ladrones! ¡Ayúdenme!—gritó por instinto apenas salió al corredor golpeando las paredes y las puertas.
Las sombras salieron, pero también lo hicieron las otras chicas.
La mayoría solo atinó a sacarse las lagañas, pero Gamba estaba lista para cualquier cosa.
—¡Chela! ¡¿Qué carajos?! —gritó la guerrera. No esperó respuesta a su interrogante, fue rápida hacia las sombras en paños menores y descubrió para su alivio, que esas cosas, aunque no podían sangrar, si se las podía enviar de vuelta al infierno del cual salieron.
Se recuperaron rápido del sopor y ayudaron a Gamba en su lucha.
—¡Ya era puta hora! —dijo Briana a Tania, quien fue la última en ponerse en acción.
—Perdón, la puta tormenta me confundió, creí que me lo imaginaba todo. ¡Toma esto, cabrón! Perdón por ser la última en salir.
Las sombras fueron acorraladas y se desvanecieron en llamaradas tan oscuras como ellos y en un parpadeo. Nada quedó que atestiguara su presencia.
—¡¿Qué mierdas eran esas cosas?! —gritó Claes, pero nadie pudo responder excepto Chela:
—Estaba dormida y, y mis pajarillos me despertaron, apenas pude salir y grité, creí que iba a morir —dijo y rompió en llanto. Alaure la abrazó.
—Tranquila, ya, ya, todo pasó.
—Mejor nos vestimos y bajemos a la entrada. Pelear aquí no es lo mejor —sugirió Dora y todas asintieron.
—¡Esperen! ¡¿Dónde está Sanae?! —preguntó Ramsay.
Cruzaron miradas y, sin decir una sola palabra, corrieron a la habitación de la sanadora dando gritos para llamarla.
Igual que el corredor, la habitación a oscuras veló toda vista, pero el rayo les mostró a su amiga, yaciente sobre la cama.
—¡Sanae! —gritó Noa, quedándose clavada en ese sitio por la impresión, llevándose las manos a la boca.
Las otras chicas fueron donde el cuerpo de su amiga y le gritaron; la zarandearon, pero aceptaron entre lloriqueos lo inevitable.
—Acomodemos a Sanae y bajemos a la planta baja, no es bueno pelear aquí como dijo Dora —sugirió Gamba y las otras aceptaron.
Le arreglaron el vestido, lo mismo que los cabellos y juntaron sus manos como en gentil oración. Las lágrimas carcomieron mejillas, supieron que debían irse, pero sus pies las clavaron en el sitio.
—Vamos, chicas, vámonos —dijo Dora, tomando con gentileza los hombros de Noa.
De nuevo trataron de sacar leña de la corteza de los árboles, labor fatigosa, pero bien recibida, sus mentes querían alejarse de la muerte de su amiga.
—Esto no sirve, iré por mi otra espada —dijo Tania.
—Ten cuidado, apúrate —dijo Noa.
Tania no bajó.
—¡Tania! ¿Qué pasa? ¿Por qué diablos no baja? —preguntó Briana.
—Voy a subir, las demás...
—No vas a subir tú sola —Claes interrumpió a Gamba—, yo te acompaño.
—Está bien.
—Yo también iré —dijo Ramsay.
Trataron de recordar los consejos de las instructoras en la academia, pero fue inútil, agarraron con más fuerza de la necesaria a sus armas; con cada paso, sintieron agarrotarse sus dedos.
El pábilo de la vela ofrecía una luz que mal iluminaba todo, aquello fue debido al temblor de la mano de Ramsay.
—Perdón, no puedo evitarlo.
—Oigan, ¿qué es eso? —preguntó Claes con asco.
Gamba se acuclilló delante de la puerta de Tania.
—Mierda. —Levantó lo que al principio las otras dos creyeron era una tela sanguinolenta. Era la piel de la mujerona, la parte que correspondía a su hombro derecho, donde estaba su amplio tatuaje.
»La llave de su puerta está en la cerradura, pero está rota, no la puedo sacar ni girar.
—¿Crees que esté adentro? ¿Crees que este...?
—Muerta, sí, eso me temo —le contestó a Claes. Ramsay maldijo por lo bajo una y otra vez.
Bajaron y les dijeron a las demás lo que encontraron.
—¿Cómo es que alguien tan grande como Tania haya muerto? ¿Qué va a ser de nosotras? —preguntó Alaure.
Se juntaron lo más posible, mirando atemorizadas a todos lados.
—Tenemos que salir de aquí. No sabemos qué eran esas cosas, no sabemos qué diablos le pasó a Tania, tampoco sabemos si el cuidador está involucrado —dijo Gamba.
—¿Será? —dijo Noa.
—¿Importa? Sea quien sea, ¿quieren enfrentarlos con esto? —levantó su espada, cualquiera diría que era de juguete por haber perdido el filo, la punta estaba roma.
Tragaron saliva y como no querían separarse, fueron cuarto tras cuarto a excepción del de Tania y se abrigaron lo mejor que pudieron.
De estar en paños menores, pasaron a verse como los habitantes de las regiones del ártico. La nevada continuaba copiosa y todas se amedrentaron.
—Dora, tú nos guías, confiamos en ti —dijo Chela, quien conjuró una luz continua en su báculo de aprendiz. Tenía un aspecto lamentable la pobre, era muy cierto que su debilidad era el frío.
No supieron dónde estaba el camino y se internaron en la arboleda, querían apurar el paso, nevaba tanto, que creyeron se iban a convertir en muñecos de nieve de detenerse tan solo un momento.
«Vamos, eres la exploradora del grupo, no defraudes a las demás», pensó con furia, yendo por delante y buscando un indicio para salir de la ratonera natural en la que estaban.
—Chicas, creo que encontré algo. —Por su garganta brotó la sangre: un oso acababa de salir de la arboleda dándole un zarpazo.
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La nieve era profunda, dificultaría el avance de hombres o bestias, pero Pasmado era tan poderoso, que avanzaba con relativa rapidez. Pegó su fea carota a la ventana, las pequeñas llamas de la chimenea iluminaron el interior.
Fue a la puerta y golpeó con fuerza: nadie le respondió.
Puso su manaza en el picaporte y comprobó que las mujeres no echaron llave a la puerta.
—Hola, ¿hay alguien? —Los árboles que trajo estaban en el piso.
»Traje hachas, para los árboles, para que hagan leña, ¿hola?
Subió las gradas y recorrió el corredor con timidez. Dio golpecitos a las puertas y nadie le respondió; al llegar al cuarto de Sanae, vio la puerta abierta, un relámpago le reveló el cuerpo de la mujer.
Pasmado puso cara de susto, comprendiendo que las chicas no estaban, bajó deprisa, casi se cae cuando Orville, su gato, decidió pegarse contra sus pantorrillas de elefante.
—Amiguito, ¿qué haces aquí?, te estaba buscando. ¿Me dices dónde se fueron las chicas?
Puesto que el gato no le respondió (algo obvio), bajó al minino y salió de la mansión. Luego de unos pasos se dio una palmada en la frente.
«¡Las hachas!», pensó enojado y regresó.
Salió otra vez de la mansión.
«¡La puerta!», pensó otra vez enojado consigo mismo y luego de darse otra palmada en la frente regresó tras sus pasos y cerró con llave la entrada.
«Princesas, no desesperen, voy en su ayuda», pensó dando rapidez a sus pasos de buey, agitando las hachas que llevaba, gruñidos amenazadores por el esfuerzo. No se parecía en nada a un caballero en brillante armadura, de hecho, se veía como un asesino sanguinario de una película slasher de los ochentas; Orville, su amado gato, le miró alejarse, dio un maullido y puso su patita en el vidrio como para desearle buena suerte.
CONTINUARÁ...
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