La previa al partido
Corazón grande, corazón pequeño
Capítulo 3: La previa al partido
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¿No encuentran curiosa la sensación de tener mucho sueño, pero no poder dormir debido a que parece que los pulmones olvidaron cómo respirar? Pues esa fue la sensación de Joselyn, sensación que la obligó a abrir los ojos de pronto y ver un techo desconocido; olió un aroma familiar, el de aceite de motor y smog.
Lo que no sintió familiar fueron dos brazos jóvenes proyectándose hacia la mampostería del techo, tenían un rasgo llamativo: juventud.
Enderezó el tronco lo mismo que si hubiera sido activado por un resorte interno. Puso los pies en el frío suelo sin importarle ponerse los zapatos e hizo algo que no hacía desde que era una niña pequeña: dar saltitos de lo nerviosa y emocionada que estaba.
«¡Un espejo, lo necesito pronto! ¿Mi cara es tersa?», pensó cuando el tacto de la palma de las manos le reveló aquello que los ojos no podían.
Corrió por la habitación, lo hizo con torpeza, derribando una palangana que por fortuna no contenía agua, pero de todas formas hizo un ruido intenso. Por el rabillo del ojo vio su más reciente anhelo y fue directo hacia su deseo.
El espejo, clavado contra la pared pintada otrora con esmero, pero ahora descascarándose un poco, o estaba muy alto o ella era muy bajita.
Vio un cajón cuya madera estaba ennegrecida por los años y el uso, y lo usó para poder mirarse.
—¡Soy una jovencita! ¡Una niña! —gritó calculando que el rostro que le devolvía la mirada desde el espejo un tanto gastado era el de una niña de cinco años de piel blanca, rubia y de ojos azules.
La puerta de la habitación se abrió de pronto, una mujer joven sostenía el pomo de la puerta con fuerza, miraba a Joselyn con intensidad, la intensidad de una madre que se puso a llorar.
—¡Mi bebé! ¡Te recuperaste de la fiebre! —exclamó y fue a abrazarla, luchando contra el impulso de aplicar mucha fuerza al demostrar su alivio y amor. La cubrió de besos—. No llevas tus zapatos, regresa a la cama o te va a dar una recaída. ¡Hamilton!, ¡Hamilton! ¡Joselyn acaba de despertar!
«¿Joselyn? ¿Acaso la niña tiene mi nombre?», pensó y no pudo cavilar aquello porque al cuarto entró un hombre alto y de gran reciedumbre.
Rubio al igual que la hija; aparte del cabello, fueron los ojos zarcos, el rasgó que heredó a su retoño; de la madre, el agraciado rostro y la estrechez de cintura.
—Joselyn, mi amor. ¿Nuestro bebé se despertó? ¡Es un milagro de los dioses de la confraternización y del viento!
«Coincidencia de nombres. La señora, la niña y yo nos llamamos Joselyn. Seguro el cielo tiene que ver algo con esto».
Hamilton se sumó al abrazo de Joselyn y ambos cubrieron de mimos a la pequeña Joselyn, cuyo apellido a partir de entonces fue Sackville.
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Las ocupaciones matutinas pasaron hace un buen par de horas, el desayuno fue grato y abundante, no obstante, tanto la jovencita y el padre, estuvieron dispuestos a tomar tazas de café y ricos emparedados de carne de cerdo una vez llegaran al estadio y se acomodaran en los asientos de cemento.
—¿No crees que vamos muy temprano, papá? ¿Qué vamos a hacer hasta que comience el partido? —preguntaba Joselyn con diez años. Su traje era más primoroso que un día cualquiera, pero no tanto como el que usaba los días en que debía ir a la iglesia donde se adoraba a los dioses de la confraternización y el viento. La falda de color azul combinaba con los ojos; el brillo del cabello, resplandeció con el sol. Hacía un poco de calor y le vino el deseo de llevar un sombrero de hongo similar al que llevaba su padre, quien, pese al calor, llevaba un terno con grandes botones; el pantalón, con la raya del planchado muy marcada, ambos confeccionados con tela gruesa y pesada, moda similar a la que llevaban las personas que iban al tranvía.
—Más tarde todo el mundo irá al estadio y habría que entrar a empujones. Podremos elegir con calma los asientos. Sujeta mi mano, vamos a subir.
Se subieron al vagón impulsado por carbón. Su padre tenía razón, el tranvía, por lo general, estaba atestado de personas en todos los horarios, sin embargo, a esa hora, hasta logró hallar un asiento disponible para su hija.
—Siéntate aquí, te vas a cansar. Seguro alguien se va a bajar, apenas vea un lugar vació y me siento.
—Ni que fuera tan viejo, despreocúpate y siéntate. Si veo a alguien levantarse, iré a sentarme —dijo Hamilton, quien, en efecto, parecía ser mucho más joven que el resto de las personas. Pese a la gran reciedumbre, consideró no llevar ni barba ni bigote, no fuera que, con su gran altura y corpulencia, intimidara sin querer a los vecinos.
Hablando de los pasajeros del tranvía, todos lucían los mejores peinados para sus barbas o los lustrosos bigotes, es más, Joselyn tuvo que suprimir una risa al ver dignos exponentes de un concurso de vello facial.
Todos eran de un estilo que en su mundo natal pasó de moda hace más de un siglo, en la época de sus bisabuelos o tatarabuelos, cuando, lo mismo que en su nuevo mundo, la gente iba de un lado a otro en carretones.
La predicción del padre no se materializó, al tranvía subieron muchas personas. Todos pensaron lo mismo que el gentil proveedor de la familia: los dioses de la confraternización y el viento, ayudan al que madruga.
—¡Parada, estadio! —gritó el voceador del tranvía y todos se empujaron para bajar lo más rápido que podían— ¡Cuidado al salir! Espere hasta que el tranvía se detenga. —Vanos fueron sus esfuerzos y lo sabía, no obstante, era su obligación dar siempre la misma instrucción por políticas de la compañía. Los abogados picapleitos era una constante en todos los mundos y todas las épocas.
—Un momentito, por favor, denme paso —dijo un anciano con un particular bigote, parecía surgir de las fosas nasales. Joselyn tuvo que morderse el dedo para no reírse del viejecito. El padre tuvo más autocontrol, pero igual le temblaron las comisuras de los labios.
A parte de padre e hija, ningún pasajero reparó en bigote o barba alguno, todos concentrados en ir al estadio y ocupar los mejores lugares.
La idea del padre fue la acertada, pese a que era temprano, las filas estaban formándose frente a las ventanillas de las boleterías.
—Vendame unos veinte boletos —dijo un sujeto con una gabardina tan gastada, que se situaba en el límite entre vestir distraído y usar ropa astrosa. Las solapas estaban levantadas para cubrirle el rostro.
—¿Por qué ese señor compra tantas entradas?
—Porque de seguro las venderá después a un precio más alto, es un revendedor —dijo frunciendo el ceño. Frunció los labios y se unió al rechifle de silbatinas que denunciaban el hecho vituperable. Si el sujeto se avergonzó, no se podía decir puesto que agachó la cabeza y se cubrió más con las solapas de la vieja gabardina para retirarse lo más rápido que pudo sin necesidad de correr.
—¡¿Por qué le dan boletos al revendedor?! —Fue el reclamo justo de uno de los que esperaban en la fila, pero nadie más dijo algo, conformándose solo con negar con la cabeza porque la fila avanzaba.
Fueron a la boletería y compró dos boletos, oyeron a sus espaldas a un hombre reclamarle al boletero:
—Ustedes están en contubernio con los revendedores, es una vergüenza.
No prestaron oídos a la conversación que cada vez se escuchaba más lejana y apresuraron los pasos al interior del estadio.
Entregaron el boleto y el recepcionista lo partió en dos, quedándose con una parte y entregándole a Hamilton el comprobante.
—Gracias —fue lo único que dijo el padre de familia al del boleto y al hombre junto al boletero, su labor era cargar montón de plastoformo de hojas delgadas y cortadas en un patrón cuadrado que servirían de colchón sobre los asientos fríos de cemento.
Subieron las graderías y en un corredor vieron algo que Joselyn esperaba con ansias.
—Mira, papá. ¿Me compras un emparedado?
—Está bien. Vamos a ver, ¿no hay café cerca? —dijo el hombre mirando a los costados, pero no pudo divisar al vendedor, por lo que solo compró dos emparedados de carne de cerdo—. El mío con salsa picante, por favor. Gracias, aquí tiene.
Le devolvieron el cambio y fueron directo a la zona que miraba el campo de juego. La gente se acomodaba según sus preferencias e hicieron lo propio. Encontraron un buen lugar, pusieron los plastoformo y se sentaron sobre aquellos.
El estadio era colosal, empequeñecía a los más grandes de su mundo natal, el motivo: podía verse a simple vista.
Los Sackville, padree hija, estaban sentados en la parte de los trabajadores, la plebe, según algunos decían; al frente,cruzando el campo de juego, estaban otro tipo de asientos, no eran de cemento,sino butacas de color plomizo. No era esa su única característica, lo másllamativo es que eran enormes, no podía ser de otra manera, personas conaspecto casi idéntico a su padre y a los demás adultos, ocupaban esa secciónmás cara: gigantes.
CONTINUARÁ...
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