Relato en el tanatorio

Carnaval Isekai

Capítulo 8: Relato en el tanatorio


Es sorprendente como el vulgo relaciona los aromas hasta emparejarlos, defecto del vicio de no poner un pie más allá del burgo protegido por gruesas murallas.

No frunció el ceño ante el olor de la tierra húmeda del bosque, no hubo recuerdos de la granja donde se crió porque el aroma del lodo y las hojas en putrefacción del sotomonte eran diferentes.

Su gesto duro fue como un escudo ante la certeza de lo que descubriría.

—Allá esta la cueva, Antonious. Los restos del ogro siguen en el lugar, ni animales o aves de carroña se acercaron. Saca los escarabajos.

—Menos mal que no nos topamos con el demonio a medio camino. ¿Cómo le llamaremos?

—Creo que el demonio bufón, es un nombre apropiado.

—Sí, sus vestiduras me recuerdan a esos chistes humanos. Ten, ya los activé.

A falta de no poder emplear magia alguna que le revelara la presencia de entes en el interior de la tierra como podía hacerlo el fallecido Huron, recurrieron a un artefacto mágico: un buscador. Chuchería mágica según magos de alto nivel, pero que a Malleta le sirvieron de mucho en sus búsquedas de criminales y escoria humana diversa.

—Subamos la ladera, no quiero que nos sorprenda algo que venga tras la negrura.

—Prefiero parapetarme tras esos árboles. Así tendríamos el efecto de un ataque por ambos flancos.

La mujer aceptó, subió a las rocas y una vez allí, el viejo caballero mandó a los artefactos mágicos a que hicieran su trabajo de reconocimiento de los laberintos del subsuelo.

Los segundos parecieron extenderse, la tensión fue solo rota por el cercano chillido de las aves del bosque, de la cavernosa boca salieron el cuarteto de diminutas maquinarias semejantes a insectos.

Se mantuvieron quietas, señal inequívoca de falta de presencia viva tras la entrada de la caverna.

—Bien, no hay peligro —dijo el hombre, agarró a los escarabajos color beige y los metió en un saco.

—Hay que entrar, solo un par de metros. El hechizo de Huron seguro comprometió todo el interior, no quiero morir aplastada.

—Ni yo, ¿a dónde crees que fue el demonio bufón?

—No tengo la menor idea, es una lástima que no hayamos conseguido un mago que pudiera efectuar un hechizo de rastreo demoniaco. Con esto la pista de este nuevo demonio se enfría.

—Yo espero que no haya más.

Malleta no le contestó, ocupada en prender las antorchas, simples elementos ahora que no necesitaba emplear cosas más complicadas.

Las suposiciones de ambos fueron acertadas, el hechizo derrumbó varias secciones de la caverna e incineró toda presencia de lo que fue un novel grupo de aventureros rango plata. Solo los restos de Lavinia pudieron apreciarse en un rincón oscuro, triste remedo de una digna tumba.

—¿Qué piensas? —le dijo el hombre que tomó las antorchas para iluminar mejor el piso a su comandante.

—No creo que pueda sacar más de lo que sabemos. Este demonio, como el anterior, posee una fuerza descomunal.

—Lamento que no lo hayan logrado, eran tan jóvenes y con tanto porvenir.

—El negocio de ser aventureros siempre es riesgoso, no todos llegan a la mediana edad, y aun así, no logran grandes riquezas o proezas. Maldita profesión que embauca con sus promesas de glamur y oro.

—Tenemos que enterrarla.

—Sí, te daré una mano, toda ella esta desecha.

Finalizada su labor piadosa, retrocedieron tras sus pasos, en todo el trayecto por el bosque no intercambiaron palabras, pero la presencia de aldeanos afanosos en los campos de labranza les forzó a expresar sus ideas.

—¿Qué haremos? Sigo con mi idea de abandonar todo esto.

—Pensaba lo mismo, viejo amigo, pero temo que cerrar los ojos ante esto nos lleve a tener más demonios sueltos en este reino. Nuestra desidia puede significar la muerte de todos estos campesinos que trabajan tanto para el recaudador de impuestos.

—Vuelvo a preguntar, ¿qué haremos? No somos muy queridos en la capital y los reyes se hacen los sordos y ciegos.

—Eso es lo que me preocupa, si se hacen los sordos y ciegos, es porque saben algo que no nos han dicho. Considerando que la princesa murió asesinada, es extraño su mutismo reciente. Mi opinión: tomemos una actitud sumisa en la capital, pero sin hacernos notar, investiguemos de nuevo lo de la muerte de Glorieta, hay muchas cosas que no tomamos en cuenta.

.

.

Se decía que el sol no se ocultaba en el reino de Dukardo, tal dicho era gracias a las posesiones del reino en ultramar, el astro rey reinaba glorioso en la capital sin nube alguna en el cielo, iluminando todas las casas, edificaciones y palacios, incluso sitios con fama sombría como el tanatorio de la capital.

Lejos de las baldosas frías con sus mesas de mármol helado y gélidas aguas usadas para limpiar los cuerpos, el tanatopractor recibía una curiosa visita no programada para ese día.

—¿La princesa Glorieta?, sí, recuerdo tan lamentable acontecimiento.

—Usted es el tanatopractor rector del tanatorio, quisiera que nos diera más datos respecto al estado en el que ingresó nuestra muy amada Princesa.

—Disculpad, pero usted, Sir Castrato, ¿no requirió un informe al tanatorio con anterioridad?

—Lo hice, sí, pero este caso requiere de más información.

El hombre agrió el rostro, pero una rápida mirada al anillo de la reina Marieta, le aseguró que la mujer caballero gozaba de la venia del rey Danar.

—Disculpadme, pero creo que no podré aportar mucho a su requerimiento, después de todo, cuando sucedió lo de la princesa Glorieta, todavía no era el tanatopractor, recién que fui promovido de mi antiguo puesto de tanatoestético.

—¿Qué pasó con el anterior tanatopractor rector? —preguntó Antonious.

—Una desgracia, el viejo Gliseo fue asaltado de camino a su casa. ¡Sesenta puñaladas! ¡¿Puede creerlo?!

—Muchas puñaladas para asaltar a un anciano. La resistencia al robo suele acarrear la ira de los agresores, pero me parece demasiado, salvo que haya faldas de por medio, pero no creo que ese haya sido el caso —dijo Malleta.

—No cabe duda, el anterior tanatopractor era muy mayor y nunca se escuchó de él líos de mujeres.

—¿No hay algo que nos pueda decir? ¿Algo que no esté en los registros que ya pedimos?

—Bueno, señor caballero, los registros del tanatorio se limitan al estado en el que ingresan las pobres almas que son preparadas en este lugar, lo único que podría decirles a sus gracias es mi opinión personal respecto a la noche en que trajeron a la princesa.

—Por favor, proceda —dijo Malleta, concentrándose de no poner mucho interés en su rostro.

—Fue extraño, muy extraño, el cuerpo de la princesa Glorieta debió haber llegado al medio día, pero recién ingresó al tanatorio a eso de las tres de la mañana. El tanatopractor Curron y mi persona, estábamos de guardia esa noche, quisimos hacernos cargo del cuerpo, pero caballeros de armadura negra sin blasón alguno en sus escudos y petos nos lo prohibieron, hubiéramos reclamado, pero uno portaba el anillo de la reina que ahora usted lleva, Sir Castrato. Mandaron llamar al tanatopractor Gliseo para limpiar y preparar el cuerpo de la princesa. No debería decir esto, pero de seguro el cuerpo debió estar muy destrozado por lo que Gliseo no tuvo más remedio que pedir la ayuda de Curron. Se llevaron el cuerpo de la princesa apenas salió el sol, no tengo otra cosa más que agregar, sus gracias.

Antonious quiso decir algo, pero malleta le interrumpió:

—¿Sabe el lugar exacto donde asaltaron a su antiguo superior?

—Sí, fue en la calle Floreal, muy cerca de la esquina de Las Damas Reales.

—Ya veo, muchas gracias, Tanatopractor rector y en hora buena por su ascenso —dijo la mujer y se retiraba del lugar cuando en eso se dio la vuelta—. Disculpe, ¿pero sabe dónde puedo contactarme con Curron?

—Curron murió. Iba caminando cuando una maceta le cayó en la cabeza.

—Seguro su viuda le lloró mucho.

—No fue así, Sir Castrato. Curron era soltero y sin familia. La que lloró mucho fue la viuda de Gliseo, pero mire que la fortuna sonríe en momentos de adversidad, me enteré que ella compró una pequeña finca en la Costa Franca con el dinero que su amado y fiel esposo ahorró en todos sus años de trabajar aquí.

—Qué bueno, me alegro —dijo dando una cálida sonrisa y se fue del lugar.

—Malleta...

—Y una mierda eso de que la viuda compró una finca en la Costa Franca, sin importar lo pequeño de la finca, costaría mucho más de lo que ganaría un tanatopractor aunque sea el rector.

—¿Dinero para que cierre la boca?

—Lo más probable. Me gustaría ir donde la viuda, pero me temo que esta mierda todavía está muy fresca y calentita como para que no hayan guardias disfrazados de paisanos que vigilen cada movimiento de la vieja. Dime, ¿qué opinas de lo que le pasó a los hombres?

—Floreal y esquina de Las Damas Reales, nadie asalta en ese lugar, además, es muy sospechoso que Curron haya muerto de un macetazo en la cabeza.

—Caballeros de armaduras negras sin distintivo ni blasón alguno, salvo, claro está, el anillo de Marieta.

—Raro el hecho que te diera su anillo para investigar lo de su hija cuando antes hizo lo mismo, pero para tapar todo el asunto.

—Tenías razón, viejo amigo, debimos salirnos de toda esta mierda cuando tuvimos oportunidad. Creo que nuestra muy amada reina no quería que investigáramos lo que pasó con su hija, al menos que no fuéramos tan insistentes.

—No lo sé, creo que también está el hecho que le debe favores a varios nobles. Solo piénsalo, nos hicimos enemigos de mucha gente importante, con esto se deshace de nosotros y tapa lo de Glorieta, dos pájaros con una sola pedrada.

—Y hablando de honderos, mira lo que se nos cruza al frente —dijo y junto a su amigo, desenvainaron sus espadas. Un grupo de hombres con armaduras de cueros y encapotados les cortó el paso tanto delante como por detrás, no portaban ballestas, pero los cuchillos filosos estaban en sus cintos, listos para ser usados.

—Bueno, al menos no moriré en un sitio tan elegante y maricón como el viejo Gliseo.

Malleta sonrió de lado y tomó una pose de lucha con espadas, lista para la última confrontación.

Cuando los músculos estaban en sumo tensos para catapultarlos a la bella muerte, el grupo de supuestos asaltantes se retiró tan pronto y sin hacer ruido como vinieron.

Ambos caballeros relajaron sus posturas y cruzaron miradas de extrañeza. El sonido de unos pasos se hizo escuchar ante tan intempestivo silencio.

Un hombre alto y delgado apareció tras una esquina, su paso fue calmado, pero las botas pisaron con firmeza. De rostro delgado, se veía que en su juventud era bien parecido, ahora la severidad propia de la edad era disimulada en parte por un corto y curvado bigote delgado, era Hizur von Tumalae.

—Espero que mi oro le haya servido, Lady Malleta, ¿puedo llamarla así? Me informaron que lo prefiere de esa forma.

CONTINUARÁ...

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