El falo del dios

Carnaval Isekai

Capítulo 2: El falo del dios


Toda una diferencia con la torre de la invocación, no más piedra basta que no se desmoronaba por el simple efecto de la gravedad que aseguraba que las piedras permanecieran una sobre otra. El palacio real era la muestra extravagante de arquitectura de la cual cualquier monarca podía presumir.

Jarrones, estatuas, cuadros y recia mampostería bañada en oro, llenaban los amplios y largos corredores, algo digno de apreciar sin duda por cualquiera que caminara por aquellos pasillos y corredores de fantasía rococó, sin embargo, Malleta solo miraba podredumbre, no de ningún elemento puesto por un arquitecto o decorador, sus ojos se cruzaron con las miradas de reprobación de varios aristócratas.

«Una mujer caballero, ¡qué desfachatez!», fueron los pensamientos de individuos de brazos flácidos y papadas generosas, pusieron presión en las articulaciones de sus rodillas para poder así poder girar las circunferencias suaves y orondas de sus cinturas engalanadas con cinturones que llevaban espadas ornamentales de oro con fundas que tenían algunas piedras preciosas.

«Desde aquí huelo el sudor de estos gentiles favoritos del rey», pensó Malleta sin acrecentar el ritmo de sus pasos, no quería dar la impresión que huía de la presencia altanera de esos miserables aduladores.

Anunciaron su presencia ante los reyes y pudo acceder al salón del trono, no fue una audiencia, sus reyes la mandaron llamar.

―Su Majestad, rey Danar; mi soberana, reina Marieta. Sir Malleta von Castrato, a vuestras órdenes.

―Levantaos, Sir Castrato, os he mandado a llamar y vinisteis con premura. Espero que mi impaciencia no haya entorpecido vuestras diligentes obligaciones.

―Mi señor, sus órdenes no podrían importunarme en ningún momento, pues no solo por juramento, sino por deseo que mi vida está para vuestra presencia, Su Majestad, la reina y el glorioso reino de Dukardo. Permítame expresarle mi pena y dolor por los hechos acaecidos a la noble casa de Dranos, regidora de todo Dukardo, mis sentidos pésames.

El rey Danar asintió, única muestra de emoción que podía darse el lujo de mostrar. La reina Marieta apretó un pañuelo perfumado que fue usado para secar las lágrimas por el deceso de su hija.

―Sir Castrato, como ve, el salón del trono no tiene el ambiente de costumbre, esta reunión es solo para oídos míos y la de unos pocos. Por favor, infórmenos respecto a lo que sucedió en la torre de la invocación.

―Sí, mi rey. El día cuarto del mes de Duonar, en plena noche, la princesa Glorieta Dukardo, junto a un grupo de caballeros, todos conocidos por ser sus favoritos, permanecieron en la torre de la invocación. Junto a ellos estaba un grupo de castrati y unos hechiceros pertenecientes al gremio de la Espada Luminosa, gremio de magos muy favorecidos por la princesa Glorieta.

Los pocos aristócratas y algunos ancianos consejeros murmuraron entre ellos, solo el escriba permaneció con el rostro imperturbable, su mano trazaba arcos de caligrafía elegante pese a las prisas que tuvo por registrar todo lo dicho en esa reunión privada.

―Puesto que la Princesa no avisó con respecto al motivo de su viaje a la torre ni siquiera a sus damas de compañía, presumo que su deseo no fue pernoctar tan lejos de la capital, pensamiento que vino a mi mente un momento, pero que luego lo deseché al comprobar la presencia de los magos y el hecho de que no pude encontrar viandas para una estadía que tomase un par de días.

―Entiendo, prosiga ―dio el monarca luego de cruzar miradas con su esposa, miradas que le parecieron a Malleta sugerir entre esposos no hablar nada.

―Ya desestimé la participación de asaltantes entre otros peligros conocidos que llevaron a la muerte de la princesa. La naturaleza de la masacre y el hecho de que todos los caballeros hayan perecido de la forma en que lo hicieron, me hace pensar y concluir, que fuerzas demoniacas están involucradas.

―¡Es usted una insolente! Su Majestad, me permito recordarle que le aconsejé no dar orden alguna a esta mujer para llevar a cabo una misión tan delicada.

―¿Fuerzas demoniacas? ¡Ridículo!, ¿está sugiriendo, que la muy amada princesa Glorieta, tuvo la intención de realizar un ritual prohibido?

―Condestable Mullardo, tenía entendido que cualquier ritual efectuado en la torre, requería la venia previa de sus majestades y la iglesia de la luz. El secretismo en todo este asunto, indica que el ritual...

―¡No hubo ningún ritual!

―Conde Guillardo, la presencia de los magos del gremio de la Espada Luminosa, indica que hubo un ritual. Ritual que a mi juicio salió de control y por ello la princesa y sus acompañantes perecieron.

―Usted no puede acusar a la princesa de esa forma.

―No estoy acusando a nadie, duque de Llamti, la princesa Glorieta pudo haber sido el objetivo para un secuestro con fines de realizar magia nefasta. Hecho que encuentro difícil de explicar considerando la presencia de todo un grupo de caballeros, que aunque no muy experimentados en el campo de batalla, podrían haber dejado al menos unos signos de haber causado daño a quien sea que ultimó a nuestra bien amada Princesa.

El rostro de Malleta mostró humildad, aunque por dentro se reía a carcajadas, después de todo, el sobrino del duque, Ranauldo, era uno de esos caballeros pisaverde que murieron en la torre.

―Se tomará en consideración su observación respecto al posible intento de secuestro de la princesa Glorieta ―dijo el rey levantando la mano, gesto que indicó a los demás que no habría más discusiones.

―¿Es todo, Sir Castrato?

―Sí, Su Majestad. Me hubiera gustado despedirme de la princesa Glorieta, pero sus nobles restos fueron trasladados del monasterio hacia la capital.

―Aprecio sus nobles palabras, mi persona junto a los nobles y consejeros presentes, reflexionaremos acerca de quién pudo estar tras el secuestro fallido de la princesa y posterior regicidio.

―Su Majestad, con el debido respeto, le pido despedirme de su hija.

―Entiendo. ¿Mi reina?

La reina Marieta le susurró algo a Danar.

―Por favor, salid todos. Dejad que este viejo llore la muerte de su hija. Vos no, Sir Castrato, la reina Marieta desea expresarle en persona su agradecimiento por el amor y lealtad que siempre le tuvo a Glorieta, ahora por los espíritus de la luz atendida.

Malleta volvió a doblar la rodilla, cerró los ojos y no prestó atención a las intensas miradas de desprecio que recibió de los que salían del salón del trono, solo el escriba permaneció con ese rostro de piedra como era su obligación.

Se incorporó al escuchar cómo las enormes puertas dobles se cerraron.

―¿Cuál es la orden de Sus Majestades?

―Quiero que averigüe respecto a quién asesinó a mi amada hija ―dijo la reina Marieta. Danar puso un rostro de pena, pero no derramó lágrima alguna.

―Sí, reina mía ―dijo y se sorprendió al ver a Marieta sacándose un anillo.

―Tomad, una muestra de mi absoluta confianza hacia vos.

―No soy digna de tanto aprecio, pero le prometo, mi reina, a usted y a Su Majestad, que mi persona, Malleta von Castrato, averiguará qué fue lo que pasó con la princesa Glorieta y develará la identidad del o los perpetradores de tan horrendo crimen contra la noble casa Dranos.

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El viento movió los rosales, sopló con fuerza contra ese bajo muro vegetal de brotes rojizos, no obstante, no pudo mecer como quiso los cabellos de Malleta, después de todo, su rojizo atractivo hacía tiempo fue cortado a la usanza del antiguo imperio de Romuria, solo un fleco fue el único adorno que se permitió tener y que este bajaba coqueto por el puente de su nariz.

―¿Qué es eso? ―preguntó un viejo caballero que, pese a la edad, se notaba que portaba una buena columna y músculos aún tonificados.

―Un presente de Su Majestad, la reina Marieta. ¿Tienes una cadena, Anthonious?

El caballero llevó sus manos a una bolsa atada a su cinturón remachado y buscó lo pedido por su superior.

―¿Cuál de estas te interesa?

―Para alguien de tu edad, tienes bastantes para regalar a tus amantes. Tranquilo, solo bromeaba.

―Pues no te hubieras equivocado tanto, no soy un marinero, pero tengo una esposa en cada pueblo.

―Seguro hay montón de niños parecidos a ti, corriendo de un lugar a otro, seguro se ven tiernos, pero ¿no te has puesto a pensar que podrían revolcarse entre ellos sin saber que tienen la misma sangre?

―Espero que eso no suceda.

―Hombres, son todos iguales ―dijo como una broma, después de todo, Sir Anthonious von Jurgon, era alguien a quien Malleta tenía respeto.

Fue Jurgon, quien hace años la cobijara bajo su espada como escudero femenina, algo inusual, pero al hacer aquello, aseguraba que Malleta fuera en un futuro un caballero de verdad, de esos que van a la guerra y derraman sangre en el infierno del campo de batalla o los asedios, no como una dizque mujer caballero de la academia real de las rosas carmesíes, elementos más habituados a escoltar damas de alcurnia en los seguros corredores del palacio que arriesgar la vida, lejos de toda comodidad.

―Gracias ―dijo y aseguró el anillo. Puso la delgadísima cadena alrededor de su cuello y la reguardo bajo su peto.

―¿Alguna novedad de sus majestades?

―El anillo es la novedad, tenemos pergamino blanco para investigar el asesinato de la princesa Glorieta.

―Seguro los gordos perfumados de la corte no se mostraron muy contentos.

―¡Hubieras visto sus caras porcinas al verme con el anillo! No sé cómo aguanté las ganas de reirme ―dijo y ambos dieron rienda suelta a sus carcajadas.

―Ya basta de bromas. ¿Sigues firme con tu suposición?

―Sí, aunque la princesa haya tenido enemigos, no se me ocurre el nombre de alguien con las pelotas suficientes para haber intentado secuestrarla, de hecho, eso del secuestro fallido, fue solo para sacarme a los nobles de mi espalda. Creo que el rey demonio está involucrado en todo esto. Solo un esbirro suyo pudo ocasionar tal carnicería en la torre de la invocación y luego desvanecerse como si nada.

―¿Y los magos del gremio de la Espada Luminosa? ¿Cuál es su participación en todo este desastre real?

―Eso, mi viejo amigo, es lo que vamos a averiguar.

.

.

En la ciudad de Termolapae, se celebraba el carnaval en honor al dios Palador, hecho por el cual los habitantes se entregaban a la libertad del baile, las comilonas y por supuesto: la bebida proveniente de los viñedos de las vestales.

Aquello representaba una contradicción, después de todo, las vestales de la diosa Maurea, juraron al momento de enclaustrarse en su monasterio, llevar una vida de abstinencia en lo referente al buen vino rojo o el sexo. Curiosa la costumbre suya de romper su himen con un falo hecho de oro, que se suponía pertenecía al esposo de la diosa que ellas servían, acción en sumo dolorosa y que debían efectuarla con sus propias manos a plena vista de sus hermanas y las sacerdotisas superioras.

Se decía que Maurea, fue en los tiempos del antiguo imperio de Romuria, una diosa guerrera, pero al transcurrir los siglos, la imagen de la deidad se convirtió en la protectora del vino tanto para la plebe como la soldadesca.

Con la nueva amenaza del rey demonio: Zuradon el impío, el monasterio gozaba de una excelente renta, como es bien sabido, un ejército tiene la moral alta si refrescadas están las gargantas.

El carnaval no era algo a lo que las jóvenes vestales debían prestar atención, por tanto, mientras los ciudadanos bañaban sus ropajes con el rojizo vino al fallar su puntería cada vez que doblaban el codo; las jóvenes vestales bañaban sus cuerpos con el agua pura caliente del manantial subterráneo, no estaban desnudas, pero los finos tules no dejaban nada a la imaginación al ser empapados. El recato se lo dejaba al intenso vapor de las termas.

Risas, secretos y salmos entonados por las más santurronas, se escucharon tras esa cortina blanca que no dejó de moverse y negó la vista de los cuerpos núbiles en servicio de su diosa dulcificada tras una era.

Alejada de todas, una vestal cuya única característica de santidad era su rostro angelical, jugueteaba con un elemento prestado de uno de los altares: el falo de oro.

Deseó tener los brazos más largos para así permitir que el placer fuera más intenso, sin tanto esfuerzo de su parte, más deseando tener la espalda recta y no como un arco como lo tenía en ese momento.

Sus ojos se cerraron para concentrarse en el placer y al abrirlos, vio una recia figura con traje similar a un bufón.

No tuvo tiempo para gritar, una mano con la dureza del acero le tapó la boca, mientras la otra con sus poderosos dedos, agarró el supuesto miembro del dios y, con fuerza, lo clavó en el ojo de la víctima.

Pronto, también los finos tules de las vestales estarían empapados de rojo, asemejándose a las humildes ropas de la plebe en la ciudad.

CONTINUARÁ...

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