Rockeras y sacos de papas

A falta de amor, gato

Capítulo 3: Rockeras y sacos de papas

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El sonido de dientes castañeando es la muestra patética de lo insignificantes que somos, pues, sin importar cuánto tratemos, no podemos evitarlo a menos que hayamos pasado por situaciones mentales que nos templaron.

El temblor de las rodillas también hacía eco de los latidos de corazón, las miradas llenas de miedo y el deseo de estar en cualquier lugar menos en las ruinas.

—¿Quiénes eran estas personas? Se ven como nosotras, pero a la vez son muy diferentes —dijo Lola al ver los cadáveres de los elfos, entrecerrando los ojos para así evitar ver demasiado gore en caso de que aquel se presentara de improviso. Puesto que iba delante de sus amigas, no sostenía la mano de nadie y por lo mismo, sentía como sus uñas se clavaban en la palma de sus manos.

—He visto muchas películas de fantasía y animes para reconocerlos: elfos, eso es lo que son. Qué horror, nunca creí que algún día vería a un elfo y menos de esta manera tan espantosa —dijo Gabriela, que acentuó la fuerza de su mano.

—Me haces daño —se quejó Basilia, muy a su pesar, tuvo que soltarse de la mano de su amiga—. ¿Creen que habrá algún sobreviviente? Tal vez lo haya; si es así, hay que ayudarlo.

—¡No, no, no! Este lugar es enorme, tendríamos que revisar cada rincón y como dijo Lola, mientras más rápido le echemos una mirada, más rápido nos iremos —dijo Tatiana, forzando el agarre de su mano pues temía que Alba la soltara.

—No creo que haya que ir a los pisos de arriba. Si hay sobrevivientes, lo más seguro es que se hayan escondido en algún sótano, prestemos atención a cualquier llamado de ayuda que venga bajo nuestros pies.

—Buena idea —dijo Lola a Alba, en efecto, se soltó de la mano de Tatiana y ya empezaba a juguetear con sus baquetas para alejar el miedo.

Siguieron explorando, muy juntas, esperando ver la menor de las pistas, oculta entre pilas y pilas de escombro, no obstante, fue algo gigantesco lo que les cortó la respiración.

—¡Pero qué carajos! Chicas, ese, ese, ¿ese es un dinosaurio? Imposible, díganme que estoy viendo cosas. ¿A qué lugar hemos venido a parar? —dijo Gabriela sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos, tanto así, que cerró los párpados con fuerza y luego se los frotó con los nudillos.

—¡Es un monstruo, salgamos de aquí! —gritó Basilia, volviendo a tomar de la mano a su amiga.

—Tranquila, no es un monstruo, pero sí es un dinosaurio, como esos de Jurasick Park; no sé cuál es su nombre, ni idea —admitió Tatiana, agradecida de que Alba volviera a tomarla de la mano.

—Miren su lomo, parece que tenía una especie de arnés o silla de montar. ¿Son esos los restos de una batería? —preguntó Alba, olvidándose del miedo y estirando el cuello para ver mejor a la yerta criatura.

Intrigadas, se acercaron a la gigante carcasa. Olía fatal, no se veían signos de quemaduras por el fuego, pero olía chamuscada.

—Sí, esos son platillos y algunas cosas más —dijo Alba. Las otras chicas cruzaron miradas y la curiosidad hizo que cesara el castañeo de dientes y el temblor de las rodillas.

Se acercaron y tomaron los restos de la batería, viéndolos con sorpresa.

—¿Qué puede significar esto? ¿Qué hace una batería en este lugar? ¿No que estamos en un mundo de fantasía tipo Europa medioeval? Digo, los cadáveres de los elfos dan esa impresión —dijo Tatiana que empezó a rascarse la nuca por el desconcierto que los restos del instrumento musical representaba.

—¿Qué pudo ser lo que mató a la cosa? —preguntó Basilia, le volvían a temblar las rodillas.

—Creo que fue un rayo. El dinosaurio tiene marcas de quemaduras de rayo, pero no estoy muy segura —admitió Gabriela.

—No creo que haya sido un rayo, no hay signos de que haya llovido en este lugar, debió ser otra cosa, pero no sé qué —dijo Lola, que desconocía que la causa de la muerte del saurópodo se debió a la magia de los defensores.

Era tan impresionante la bestia, inclusive muerta, que olvidaron su propósito de buscar sobrevivientes, quedándose cerca del coloso yerto para mirarlo con más atención.

Tan absortas estaban, que no repararon en la presencia de figuras encapuchadas de rostros embozados.

—¡No se muevan! ¡Señor, hemos encontrado al enemigo! —gritó la figura, que, lo mismo que sus compañeros, apuntaban a las chicas con sus flechas, listas para salir disparadas por el efecto de la cuerda tirante.

Un corcel impresionante, blanco como la nieve y con armadura, llegó trayendo a un más impactante jinete. Era un elfo, pero a diferencia de los defensores caídos, ni tenía el cabello largo y rubio ni llevaba una peluca exagerada en volumen y altura; tenía en cambio, el cabello castaño y de estilo muy corto, a todas luces un corte militar. Tampoco llevaba un traje aristocrático previo a la Revolución Francesa, portaba un traje militar sacado de la Europa del siglo XIX.

—Identifíquense, criaturas. Que no es costumbre de los elfos ultimar primero y lamentar después.

—¡No somos peligrosas! ¡Somos amigas, somos humanas, señor! —gritó Lola, alzando las manos lo mismo que sus amigas.

Mas elfos llegaron, portaban lanzas o espadas, sus miradas eran duras y frías como el hielo de las montañas de faldas azuladas. Portaban el mismo tipo de uniforme militar que su comandante en su corcel níveo.

—¿Humanas? No vi humanos de un aspecto tan curioso —dijo un subalterno, la desconfianza se destilaba en cada silaba que pronunció.

—Creo que escuché algo respecto a los humanos que viven en el lejano oeste. Habrá que confirmarlo con los eruditos del reino, por el momento —dijo volviendo su mirada a las asustadas latinoamericanas—, serán huéspedes en el castillo.

—Mi señor, ¿no iremos a la capital de nuestros hermanos?

—Me acaban de informar que su capital cayó. No podemos hacer otra cosa que retornar al reino y reforzar nuestras defensas.

Los elfos bajaron sus arcos y cruzaron miradas, era obvio que querían cruzar murmuraciones, pero no podían hacerlo en frente de su señor.

—Disculpe, ¿nos puede decir qué pasó aquí? —preguntó Gabriela, la más valiente del grupo.

—¿No lo saben? O vienen de un lugar muy lejano o son pésimas espías. Lo que ven aquí es obra de la raza de los demonios; este lugar en ruinas era una fortaleza de nuestros primos mayores, los altos elfos. No se preocupen, nosotros, los elfos (a secas), no somos tan estrictos como nuestros aliados, tendrán un justo recibimiento, en espera de lo que dicten los eruditos del reino —dijo, y sin más dilaciones, jaló de las riendas de su albo corcel y se retiró.

Aunque les dijo que serían tratadas como huéspedes, los elfos las apuntaron con sus lanzas, dándoles a entender que eran prisioneras hasta nueva orden.

Algunos tomaron el resto de la batería del demonio y se alejaron del grupo principal, así salieron de las ruinas, alejándose de las cabezas en picas, las manchas de sangre en las paredes, el hedor a muerte y tragedia.

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Aunque es sabido que, en una fantasía femenina, el ir a un mundo de fantasía y conocer a los elfos, es el sueño añorado por muchas, el grupo de latinoamericanas estaba desilusionado, en especial, tras caminar kilómetros sin descanso; era obvia la naturaleza infatigable de la hermosa raza, naturaleza que no compartían las isekeadas. Cuando fue Alba, la gordita del grupo, la que posó las rodillas en tierra a causa del cansancio, que recién se apiadaron de ellas y las subieron a una carreta que llevaba suministros.

—¿Estás bien? Tu respiración es muy fatigosa. Tranquila, no hables, respira con calma. No le hablen, déjenla que tome aire —recomendó Lola a las demás, con lo que el grupo se puso a mirar los costales.

—Me pregunto qué cosas comerán los elfos. ¿Serán vegetarianos como dicen las historias? —preguntó Basilia, muy interesada en el contenido de los costales, viendo si podía localizar la costura para abrirla tan solo un poco.

—Tuvimos suerte, empieza a llover. No creo que estos elfos nos hubieran invitado a entrar aquí para guarecernos de la lluvia —dijo Tatiana.

La lluvia no se incrementó, amainando a una persistente llovizna, no obstante, el frío empezó a calar los huesos.

—Me duelen las manos, ¿no hay algo cerca con lo que podamos cubrirnos? Lo que sea, no me importa —dijo Gabriela y se frotó los dedos y asumió una pose encorvada que hacia juego con el penoso clima.

Todas se encorvaron, con los dedos ateridos por la humedad, maldita humedad que desprendía el olor de madera de la carreta, escuchando encorvadas el marchar de los elfos, soldados incólumes, inmutables ante el clima, criaturas de disciplina marcial.

El clima amainó, pero el cielo siguió encapotado, así fue por un par de días, los más aburridos que las chicas de otro mundo hubieron experimentado, al fin de cuentas, los elfos eran tan entretenidos como hablarle al culo de los caballos que tiraban la carreta: no soltaban palabra alguna.

—Chicas, miren lo que encontré. No puedo creerlo, somos unas pelotudas —dijo Gabriela, enojada consigo misma y sosteniéndose el puente de la nariz.

—¿Qué pasa? ¿Por qué te pones así? —le preguntó Lola, pero su amiga no le respondió, solo empezó a negar con la cabeza y a señalar algo con su dedo índice.

La vocalista se acercó a mirar la pantalla isekai de su amiga y abrió la boca de la impresión.

—¿Cabalgaduras? ¿Tenemos cabalgaduras?

—¿En serio? ¿Dónde? ¿Por qué no nos dimos cuenta? —preguntó Tatiana sin saber con quién enojarse.

—Porque somos taradas, solo buscamos nuestros instrumentos en el inventario. Recién que estamos aburridas como caballo en feria que nos pusimos a averiguar más cosas para huir del aburrimiento —explicó Gabriela, cerrando su pantalla.

Sus amigas de inmediato buscaron la sección que indicaba el apartado de cabalgaduras y también lo encontraron.

La imagen sobre el recuadro no mostraba a una figura equina o siquiera una criatura que les recordase a un camello: un gato se perfilaba con rostro pueril, algo ya de por si raro.

Gato Ñeko.

Felino del tamaño de un caballo de guerra.

Pelo largo en caso de carreras en climas gélidos.

Su velocidad se resiente si es usado como bestia de carga.

Puede llevar hasta tres personas.

Debido a que no posee la espina dorsal de animales como los equinos, es recomendable ensillarlo con una silla especial para la montura.

—¡Qué demonios! —gritaron las chicas apenas terminaron de leer la descripción en sus pantallas.

—¿Sucede algo? —preguntó un elfo que se asomó por la parte de atrás de la carreta.

—¡No, nada! No es nada, no se preocupe, señor —dijo Lola agitando los brazos. Pese a la expresión hierática del elfo, era claro que consideraba al grupo como unas locas en el mejor de los casos.

—No se impacienten, en un par de horas llegamos a nuestro destino.

—¿En serio? —dijo Alba, y junto con las demás se abalanzaron a la parte de delante de la carreta, sin importar dañar el contenido de los suministros e incomodando al conductor que creyó que transportaba a un grupo de humanas mal de la cabeza.

—¡Miren eso, que bonito! —exclamó Basilia, tan extasiada como las demás, dejando atrás su timidez. No se la podía culpar, a lo lejos se veía la silueta de una ciudad amurallada con un castillo de cuentos de hadas en la cima de una colina que dominaba los alrededores.

No solo ellas, los elfos de rostros pétreos esbozaron sonrisas ante la perspectiva de descansar, agradeciendo en silencio a sus respectivos dioses por el hecho de haber retornado sanos y salvos a sus hogares, porque bien sabe el soldado desde el de más bajo rango hasta el engalanado capitán con emplumado casco, que ninguna misión es rutinaria.

CONTINUARÁ...

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