De celda en celda

A falta de amor, gato

Capítulo 4: De celda en celda

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La capital de los elfos era de un respetable tamaño, una colina elevada junto a un lago cristalino. Divisaron aquí o allá muros defensivos y puentes resguardados; junto con ellas, marchaban cuesta abajo, otras caravanas: comerciantes que murmuraban entre sí al ver la fila de soldados y a las latinoamericanas delante de una de las carretas.

—Qué bonito, miren todas esas casas. Su diseño es muy humano para ser de los elfos, creo que son del tipo de las que se ven en Alemania, en Bavaria, creo, no estoy muy segura —dijo Lola que con su mano derecha se apartaba el largo cabello.

—Este lugar parece un parque de atracciones con todos los elfos vistiendo con esas ropas. ¿Es mi imaginación o estamos en una película de Disney? La gente vestía así en Europa antes, creo que antes de la Primera Guerra Mundial —señalaba Gabriela que, sin medir consecuencias, se puso a saludar a todo transeúnte con que cruzaba miradas.

—No hagas eso, todos nos están mirando. Miren, un perro, ¡nos ladra! —exclamó Basilia y sintió como se le erizaban los cabellos de la nuca con cada ladrido.

—No se muestren tan contentas, recuerden que nos apuntaron con sus lanzas. Seguro nos van a meter a una celda y nos van a olvidar, moriremos de hambre y sed —dijo Tatiana que miraba ceñuda al can que no dejaba de ladrar.

—No creo que eso pase, son elfos, no nos van a olvidar. Solo espero que nos den galletitas. ¿Cómo será su cocina? ¿Tendrán recetas diferentes para la repostería? —preguntaba Alba a nadie en particular, poniendo una mirada de ensoñación ante la perspectiva de probar pasteles hechas con manos elficas.

—¡Pues claro que nos van a olvidar! Son elfos, estas cosas viven por cientos de años, seguro su reunión en la que decidirán qué nos va a pasar, tomará como cincuenta años o más. En el mejor de los casos, saldremos de la celda cuando seamos viejas.

—Esos son las criaturas árbol del libro de Tolkien, deja de ser tan pesimista. Seguro que no se tardan mucho ni nos meterán en una celda, puede que hasta nos den unas galletas —dijo Lola al ver como Alba bajaba la mirada y su sonrisa desaparecía.

—Claro que nos van a olvidar, deja de llevarme la contraria. Siempre eres así, ya me tienes harta, solo por ser la líderesa de la banda...

—No te llevo la contraria, solo no quiero que sigas preocupando a las demás. Nuestra situación no es de las mejores como para que tengamos más preocupaciones de parte...

—Oigan, dejen de pelear. Ambas son un dolor en el poto, no entiendo por qué no puedo ser yo la líderesa de la banda. Si lo fuera, las cosas serían muy diferentes —intervino Gabriela, dando inicio a otra discusión.

Alba, como siempre, trataba de calmar los ánimos entre sus amigas, por su parte, Basilia, tímida como un ratoncito, solo callaba y trataba de hacerse lo más pequeñita que podía. El conductor de la carreta agrió el rostro, deseando cubrirse los oídos, pero tal cosa era imposible con él manejando las riendas.

Tan enfrascadas estaban gritándose, que no notaron cuando la carreta llegó a una sección no tan bonita del palacio real.

—Llegamos, humanas, pueden bajar —dijo el conductor con un tono de voz más duro que el acostumbrado, se veía a la legua que deseaba librarse de su molesta carga que no dejaba de graznar y chillar.

Los ceños fruncidos dieron paso a miradas de preocupación. Con rodillas temblorosas bajaron de la carreta.

—Por aquí —fue la lacónica orden de uno de los guardias.

Siguieron al soldado, tratando de no tener contacto visual con los otros elfos que las escoltaban. Pasaron por una enorme puerta de madera y caminaron por corredores espartanos, era obvio el destino de las chicas: las celdas del palacio.

—Entren —fue lo único que dijo el carcelero. Así lo hicieron las pobres, dieron un pequeño salto cuando la gruesa puerta de madera basta se cerró de un portazo, no obstante, no se dieron vuelta, permanecieron con las bocas abiertas y mirando con aprensión las paredes de fría piedra.

Basilia fue la única que avanzó un par de metros, pasó uno de los dedos por la pared y se observó la yema con cuidado.

—Está muy limpio —dijo y se inclinó sobre la paja, agarrando un montoncito—. Incluso la paja huele fragante, tras las rejas de las ventanillas se puede escuchar el melodioso canto de los pájaros. —Observó con una sonrisa la abertura por donde entraba el brillo del sol.

—¿Estás jodiendo? ¡Estamos en una puta celda! ¡Ese mierdoso montón de paja es donde vamos a dormir! ¿Ves eso, cojuda? ¡Es un puto balde para ir a cagar!

Ante las palabras de Gabriela, la chica del cabello rosado se puso a llorar.

—Ya, ya, tranquila, nada malo nos va a pasar, seguro pronto vamos a salir de aquí. Ya lo verás, todo este mal entendido se va a aclarar —le dijo Alba y abrazó a Basilia como si fuera su madre. Lola le mandó miradas enojadas a la guitarrista; por otra parte, la chica del teclado decidió que no beneficiaba arrojar más leña al fuego con comentarios pesimistas.

Gabriela frunció el ceño como enojada consigo misma, les dio las espaldas a las chicas y se fue a una esquina, frotándose la frente y negando con la cabeza.

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Lejos de lo espartano de las celdas, en un ambiente más elegante en cuestión de mobiliario, el rey tenía una reunión con sus ministros.

—Su Majestad, ¿nos sugiere que dejemos de enviar apoyo a nuestros hermanos?

—Una sugerencia que espero tengan muy en consideración. Nuestro reino no puede darse el lujo de ir al pronto rescate de nuestros primos de alta alcurnia. Deberán pues, capear la tormenta lo mejor que puedan con los recursos propios que posean.

—Entiendo su decisión, Su Majestad, después de todo, mejor ellos que nosotros, no obstante, ¿qué tan seguros estamos que los demonios no pondrán su vista en nosotros al ver la vulnerabilidad de los altos elfos?

—Muy cierto. Mi rey, aunque nos esforcemos por ver diferencias con nuestros primos caídos en desgracia, nuestra situación no es muy diferente a la de ellos. Perdóneme por mencionar lo obvio, pero hemos estado laxos en cuestión de reforzar las defensas del reino.

Los ministros intercambiaron miradas nerviosas, no atreviéndose a cruzar miradas con su señor.

—Necio es buscar en este momento a responsables, solo nos queda prepararnos lo mejor que podamos sobre la marcha. Confiemos en que la premura de nuestros pasos para tan noble tarea sea fructífera, el tiempo es nuestro mayor enemigo —dijo el monarca con solemnidad.

—Su Majestad, ¿consideraría la idea de mandar emisarios al reino enano?

—¡¿Cómo se le ocurre sugerir eso a Su Majestad?! Los problemas elficos deben solucionarse entre elfos, nadie más debe enterarse de nuestra situación.

—Pero resulta que no solo es nuestro problema, sería una actitud cacasena nuestra, esa de creer que solo nosotros tenemos a los demonios como una lanza en nuestro costado —intervino otro ministro.

—¿En nuestro costado? Exagera, todavía no tenemos a esos salvajes apestosos asediando las fortificaciones exteriores.

—Puede que ya lo estén haciendo, mientras esbozamos sonrisas ante la población y platicando como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, en reuniones lejos de todo oído atento.

—Concuerdo, no es una invasión como las anteriores. Lejos de una campaña militar, pareciera que los demonios solo buscan entrar en la capital en un ataque único —dio su opinión otro ministro.

—Tonterías, ¿qué clase de estrategia es esa? Sé que esas bestias son caóticas, pero todo tiene un límite.

Los ministros bajaron la cabeza, incapaces de comprender el motivo de los atacantes.

—Ya discerniremos los motivos del eterno enemigo, mientras, tengo entendido, capitán, que capturó a un grupo de extraños humanos en la fortaleza de los altos elfos.

El soldado hizo sonar los talones y avanzó dos pasos, su mirada llena de confianza al hablarle a su rey.

—Así es, Su Majestad. Por su apariencia, me atrevo a decir que no se trata de campesinas, son de esos extraños humanos del lejano oeste.

—¿Espías tal vez? Una perspectiva preocupante.

—No me dieron esa impresión, mi señor. Creo que son simples coscolinas.

—¿Prostitutas?

—Mejor dicho, que están mal de la cabeza, como todos los humanos, esa fue mi impresión.

—Si vienen del lejano oeste, me gustaría escuchar lo que saben de la invasión de los demonios, puede que hayan decidido atacar incluso en esos lejanos lugares de los que tan poco sabemos.

—Entendido, Su Majestad. Mi señor, ¿y si las criaturas humanas no cumplen con sus expectativas?

—Los únicos salvajes son los demonios, y las otras razas. De no ser espías, incluso pienso invitarlas al baile de gala. Después de todo, no hay que alarmar a la población negándonos a celebrar las acostumbradas fiestas. Una costumbre que compartimos con nuestros primos los altos elfos.

«Una costumbre que nos lleva a la ruina en las arcas reales», pensó un ministro que no se atrevió a exteriorizar su preocupación.

El capitán saludó de forma marcial, dio un nuevo choque de talones y retrocedió como se suponía debía hacerlo un oficial militar para pegarse a la pared revestida de madera blanca.

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El carcelero estaba frunciendo las cejas, tratando lo mejor que podía de no prestar atención al barullo que metían las humanas.

—¡Venga, elfo! ¡Queremos saber cuánto tiempo vamos a estar en esta pocilga! —gritaba Gabriela, chocando su taza de madera contra las rejas de la ventanilla de la puerta, haciendo gala de su característico mal humor.

—¿Qué sucede aquí?

—¡Capitán! Señor, las prisioneras están impacientándose, como todos los humanos, no aprecian ni el silencio ni la paciencia.

El capitán le ordenó abrir la puerta e ingresó a la celda. Tatiana dejó de causar ruido y se refugió junto a sus amigas. Solo Gabriela permanecía al frente, sin demostrar miedo alguno.

—¿Quién de ustedes es la lideresa del grupo? Vengo a comunicarles las novedades.

Gabriela chasqueó la lengua y le dio las espaldas. Tatiana y Alba le dieron de empujoncitos a Lola, la pobre no tuvo más remedio que dar unos pasos hacia adelante.

—Soy, soy yo, señor. ¿Nos van a soltar pronto? No hicimos nada malo, solo estábamos por ahí cuando vimos el humo de la fortaleza, le aseguro que no somos espías.

—Confío en que no lo son, no obstante, Su Majestad, el rey, desea tener un par de palabras con ustedes.

—¿El rey? ¿Qué podría querer un rey con nosotras? Solo somos humanas, un grupo de amigas que lo único que desea es no tener problemas.

—No se preocupen, mi señor solo quiere preguntarles algo sencillo. No creo necesario recordarles que deben responder con sinceridad. Claro está, que antes, deben cambiar de apariencia, no pueden presentarse en el salón del trono con esas fachas que llevan.

—¿Fachas? ¿Nos vemos tan mal?

—También cambien sus peinados y creo que tener una pose más gallarda no haría mal. ¿Acaso todos los humanos de donde vienen cosechan papas en sus espaldas?

Las chicas se ruborizaron e hicieron caso al gesto del elfo que las invitaba con el brazo extendido y de manera cortes a que salieran de la celda.

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Perfumadas, aseadas y con trajes similares a los de una princesa de Disney, así el grupo de cinco avanzó por el salón del trono. Aunque el capitán les recomendó estar erguidas, se cohibieron ante las miradas de gente que parecían ser muy estrictas e importantes.

—No tengáis miedo, solo deseo escuchar algo de vuestros labios —dijo el rey al ver como las mujeres trataron lo mejor que pudieron para arrodillarse en esos trajes de gala tan incómodos.

—Su, Su Majestad —dijo Lola sin poder evitar que le temblara la voz—. Le agradecemos que haya decidido ordenar nuestra libertad, estamos a sus órdenes. —Así comenzó la entrevista con el rey, entrevista en que las chicas tuvieron que mentir respecto a su origen, dándole a entender al monarca que venían del lejano oeste, una declaración que por fortuna fue aceptada sin más.

—¿Músicas? ¿Me dicen que saben tocar instrumentos musicales?

—Así es, Su Majestad. ¿Desea que interpretemos algo para usted?

—Escuché que los humanos del lejano oeste son un tanto peculiares. Toquen pues, deseo escuchar por mí mismo si tales afirmaciones son verídicas, en lo personal, me parecen un tanto exageradas.

Las chicas se dirigieron al sector de la orquesta. Los músicos les ofrecieron sus instrumentos clásicos y luego se retiraron con cortesía.

—¿Qué hacemos? ¿Cómo nos ponemos? Esto va a ser un completo desastre —dijo Tatiana con su característico pesimismo.

—No empieces. Gabriela tocará la guitarra; Basilia sabe tocar cualquier cosa menos el teclado, ella irá con la flauta; Tú irás al piano; Alba tocará el tambor; y yo, bueno, tocaré el violín.

—Pero ¿qué vamos a tocar, loca? No estamos acostumbradas a tocar instrumentos clásicos, como dije: estamos acabadas.

—No lo estamos —interrumpía Gabriela—. ¿Quieres usar nuestros instrumentos eléctricos? No creo que sea buena idea, ¿ves una toma corriente por este lugar?

—Nos están mirando, ¿qué tocamos? —dijo Basilia con el rostro rojo por la vergüenza.

—¿Qué tal ese tema de Los Beatles?, ese suavecito, el que practicamos tanto, será fácil —sugirió Alba.

—De acuerdo. ¿Listas? A la cuenta de tres: Y uno, y dos, uno, dos, ¡Tres!

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El carcelero estaba irritado, pero no podía intimidarlas, le ordenaron que no maltratara a las humanas.

—¡¿Cómo que nuestra música es demoniaca?! ¡Sáquennos de aquí de una puta vez, elfos hijos de perra! —gritaba Gabriela a pleno pulmón y haciendo chocar la taza de madera contra las rejas de la ventanilla de la puerta.

CONTINUARÁ...

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