Capítulo 3
Capítulo 3
¿Tía Mai?
Narrador omnisciente
La oscuridad amena y calmada de la noche, anunciaba que sería otra puesta de luna en completo silencio, en completa serenidad. El campo yacía en una enorme tranquilidad, y sólo el viento -un poco turbulento-, golpeaba el monte tan fiero. Sus pasos pausados y cansados fueron aviso de que pronto caería al suelo. Sentía que ya no podía más. El abrigo que cargaba se resbalaba de sus hombros y los suspiros desesperados aparecieron de repente.
Un rayo iluminó su camino.
Enfocó muy cerca su hogar. Sonrió mostrando sus arrugas, y sin poder hacer más, siguió caminando hacia allá. Quería llegar y desplomarse en la entrada de su casa. Esperaba que su nieta hubiera cumplido con la promesa que había hecho antes, y también con mantener el orden en su habitación.
Cuando por fin llegó a su puerta, tocó un par de veces, sintiendo el frío en sus huesos. Hoy sería otra noche helada. Volvió a tocar y nadie abrió. Creyó que ambos estarían sumidos en sus más profundos sueños arriba, en la habitación, y entonces supo que no tenía más opción que esperar a que despertaran, hasta qué...
«¡La puerta de la cocina!» pensó.
Se dirigió a ella, al otro lado de la casa, rogando que su nieta no la hubiera dejado bajo llave. Estando allí, tomó la manija y prosiguió a girarla, y ¡bingo! pudo hacerlo.
—Gracias, Dios mío —murmuró, volviendo a suspirar.
Entró a casa, y se quitó los zapatos viejos y desgastados que tenía. Aprovechó y bebió un poco de agua, adaptándose al calor hogareño que siempre tenía su fuerte. Pronto fue saliendo de ahí para encontrar la luz de la sala encendida, extrañándose, pues suponía que no había nadie en la primera planta. Avanzó y cuando estuvo en el marco, se detuvo al divisar a su nieta, sentada en el mueble, junto con una mujer que conocía a la perfección.
—¿Mai? —chilló de emoción, corriendo a sus brazos.
—¡Mari! —dijo la otra, cuando la vio.
Se dieron un fuerte abrazo por la conmoción. Desde hace mucho que no se veían. El tiempo las había consumido a ambas, y las canas en sus cabellos eran evidencia de ello.
—¿Se conocen? —preguntó Isabela, totalmente desubicada, mientras admirada la dulce escena.
Las mujeres se separaron, aun con los nudos en la garganta y el llanto escaparse de sus cuencas.
—Isabela —llamó su abuela—, te presento a mi hermana de vida.
—Ya no estamos conociendo, querida. Y ha sido todo un placer —dijo—. Aunque por un momento creí que me había equivocado de dirección.
—Ah, es un placer conocerte... —no sabía si decirle por su nombre.
—Puedes decirme, tía Mai. Háblame de tú. Tan vieja no estoy.
Las tres rieron.
—Está bien.
—¡Pero qué grata sorpresa! ¿Cómo haz estado? ¿Qué ha sido de tu vida?
Josimai suspiró.
—Necesitaba unas vacaciones, ¿y qué mejor lugar que el encantador pueblo en el que vive mi amiga? —contestó—. A todo esto, ¿Dónde está John? no lo he visto en ningún parte. ¿Dónde está ese viejo amargado? —soltó sin medir sus palabras.
Habían tenido la fortuna y desgracia de conocerse porque ambos amaban a Mari, y aunque ninguno soportaba al otro, guardaban cierto respeto en su extraña amistad-tregua sólo por no hacer infeliz a su luz.
La pequeña Isabela, al escuchar la mención de su abuelo no pudo evitar sentir un vacío en el pecho, y una extraña sensación en el estómago. No era fácil hablar de él aun cuando el tiempo había pasado. Lo recordaba siempre, sabía que no lo dejaba en paz con ello, pero nadie podría culparla. Sentía remordimientos, aun después de que todos intentaran explicarle una y otra vez que fue por un infarto que él se fue de su lado.
El silencio incómodo de siempre, volvió a hacerse presente. Mari observó a su nieta con tristeza y esta le dedicó una mirada de melancolía. Luego desvío la mirada y la bajó.
—¿Dije algo que no debía? —se preocupó la mujer.
—No —respondió en susurro la pequeña—. Está bien.
Mentía. Nada estaba bien.
—John murió hace unos meses —puso al tanto, la viuda.
—¡Cuánto lo siento, disculpen mi imprudencia!
—Tranquila —le miró Isabela y al segundo sonrió—. Ya pasó, todo está bien.
Su abuela notó el cambio en su actitud y supo que estaba poniendo de toda su parte para no llorar frente a la visita. Se compadeció de su sufrimiento y decidió cambiar de tema.
—He traído unos panecillos de mantequilla, ¿gustan? —comentó alegre—. Podemos comerlos con té de manzanilla.
—¡Qué gran idea! —Josimai le siguió la corriente, mirando de ojo a su vieja y ocurrida amiga.
—Disfruten ustedes, yo me retiro a mi habitación —dijo ella, aparentando felicidad—. Es tarde, iré a descansar.
Se encaminó al marco de la puerta, siendo seguida por Liu.
—¿No comerás nada, cariño?
Isabela se volteó y volvió a sonreír.
—Comí antes de que llegaran. No se preocupen —mintió.
—Está bien, querida. Que tengas buena noche.
—Buenas noches, abuela. Buenas noches, tía Mai —se despidió, avanzando a su habitación entre tormentas que invocaba su cabeza.
Subió cada escalón tan lentamente que parecía infinito. Por su mente se cruzó la idea de ir a la habitación de su abuelo antes de dormir, pero después la descartó. No quería ser encontrada por su abuela con los ojos hinchados como un sapo y que ella se preocupara por culpa suya. Ya tenía suficiente con todo lo acontecido.
Cuando dio con el último escalón de la parte de arriba, bostezó de cansancio. Entró, cerró la puerta y se echó a la cama con la visión nublada, sintiendo la mirada de Liu un tanto en reproche.
—No me mires así, sabes que es difícil todo esto —se quejó—. Mejor, dame un abrazo.
Él obedeció y se lanzó a su cuerpo para rodearla con sus patas delanteras, siendo bien recibido con mimos y pucheros.
—No sé qué haría si tú también te marcharas de mi lado —confesó con miedo de ello—. Quizá me volvería loca.
Liu ladró, sacándole una sonrisa muy grande.
Estaba rota. Estaba rota y no había nada que colocar en esa grieta para que no siguiera ensanchándose cada vez que le recordaban su nombre.
Después de tan reconfortante acción, tomó sus cosas para darse una larga y necesitada ducha. Eso le despejaría la mente y aliviaría el estrés. Le haría pensar en algo ajeno a sus martirios cotidianos. Demoró alrededor de una hora, teniéndose paciencia para escarmenar su rojo cabello. Lo amaba, le gustaba mucho parecerse a su madre en ese aspecto.
Aun en el baño se miró con detenimiento en el espejo y había notado que tenía la nariz de su padre. Jamás había puesto atención a ese detalle, quizá porque cuando lo tenía con ella, eso no era lo más importante, sino el que la amaban y siempre se lo expresaban.
De inmediato las palabras de su abuelo le punzaron la cabeza, y la fotografía antes vista se plasmó en su cabeza, provocando que un terrible sentimiento se forjara en su interior al punto de hacerla resoplar y romper su fuerza para llorar sin consuelo.
«¡Los extraño tanto!» pensó.
Apoyó sus manos en el lavado de manos, hundiendo su cabeza en el hueco, y reflejando en el espejo un estado deprimente. Los minutos pasaron y cuando por fin supo que era suficiente por esa noche, se limpió el rastro de dolor, respiró hondo y sonrió, fingiendo que nada había pasado.
Salió del baño y apagó todas las luces, dejando la ventana de su habitación abierta. Amaba el frío y la luz de la incompleta Luna. Se subió a la cama y tomó su colcha para envolverse en ella junto con Liu. El can se acurrucó a su lado y la abrazó.
—Buenas noches, mamá, papá, abuelo —murmuró, fijando su vista en la oscuridad de afuera.
Liu ladró de imprevisto e indignado por no haber recibido su -buenas noches-.
—A ti también, Liu.
¡Hola, querido/a! ❤️
¿Qué tal les va? ¿les gustó?
Melany V. Muñoz
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