Capítulo 1
Capítulo 1
Una visita inesperada
Bannack, Montana, Estados Unidos, 1950
Isabela
He vivido en casa de mis abuelos durante los últimos años y siempre me he preguntado que he de encontrarme en el viejo sótano que reposa a los pies de la escalera de mi habitación. Nunca me he atrevido a entrar ni a desobedecer a mi abuelo, aunque un millar de veces le cuestioné el motivo. No quise -ni quiero- ser una molestia, mis abuelos ya tenían -y siguen teniendo- muchos problemas como para lidiar con mi desobediencia.
Mis padres murieron cuando tenía seis años en un fatídico y cotidiano accidente de auto. Desde allí he pensado que hubiese sido mejor irme con ellos, para así no haber venido a causar tantas molestias. Aunque he de admitir que, a pesar de la antigüedad de la casa, el lugar es lindo y acogedor como un hogar. Vivimos en un campo sólido, nos rodean algunas colinas, pequeñas montañas. Todo es tranquilo y pacífico, pero a la vez solitario y temeroso.
Según mis abuelos, Bannack era más habitado que ahora. No había tantas casas, o al menos no tan juntas. También me contaron, cuando llegué por primera vez, que una temporada nevó tanto, que absolutamente todo estuvo cubierto de escarcha blanca que se deshacía con el tacto. Eso me alegró un poco. Detesto el calor, el fuego.
Hice muy pocos amigos. Conocí mucha gente, pero a los únicos que consideré y considero aún como mis mejores amigos, es a Lucas y a Támara. Muchas veces me ayudaron con la escuela y me acogieron en sus hogares cuando mis abuelos iban a la ciudad vecina: Washington, para sus chequeos de salud junto con mi abuelo.
Soy Isabela, tengo trece años, amo el silencio que emana el bosque, las colinas, el campo; me produce mucha tranquilidad y melancolía, pero también inquietud en medio de tanta soledad.
En mis primeros dos años en Bannack, cada tarde, mi abuela me permitía salir con mis amigos hacia las colinas con la condición de volver antes de la noche. John me protegió mucho durante aquellos años, aún lo hace.
Estando allí, en medio de los matorrales, proponía juegos como las escondidas y competencias de dibujos del atardecer para pasar el rato y olvidar esas cosas que a uno le ponen el mundo de cabeza. Esos años fueron increíbles, creo que ellos también lo disfrutaron tanto como yo. Y luego de un día agotador, llegaba a casa y me duchaba, iba la mesa y cenaba con mi familia. Una vez que terminaba, agradecía y subía a mi habitación para descansar junto a mi pequeño cachorro, Liu. Y esa era mi rutina.
...
—¡Llegó el amor de tu vida! —grita Támara, entrando a mi habitación y encendiendo la oscuridad de mi cueva.
Sonrío ante su escandalosa entrada.
—Cierra la puerta y apaga la luz —digo, volviendo a dormir.
—¡No seas floja! ¡Tenemos mucho que hacer! —me toma del brazo para sacarme de la cama—. ¡Tenemos mucho que ayudarle a tu abuela con la fiesta!
¿Fiesta? ¿Fiesta? ¿Cuál fiesta?
—¿Qué fiesta? —me levanto, exasperada y sintiendo el inevitable y cotidiano mareo por la rapidez.
Mi amiga me mira con sorpresa.
—¡El cumpleaños de tu abuelo, sonsa! —chilla, muy obvia.
Ah..., la fiesta. ¡La fiesta! ¡La había olvidado!
—¿Qué hora es?
Ella observa el pequeño reloj en mi pared lateral y dice:
—Son las diez de la mañana —se voltea, aproximándose a la puerta—. Báñate y baja para que comas algo. Yo iré con tu abuela.
Dicho y hecho, Támara se retira de mi habitación. Sin esperar más tiempo, corro al baño y me ducho lo más veloz posible, suplicando al cielo que fuese un buen día. Mi abuelo se merece lo mejor del mundo.
Al salir de la ducha me visto y bajo, encontrándome al instante con mi amiga y su mirada de represión, a lo cual vuelvo a sonreír.
—¡Ya! —me quejo—, se me pegaron las sábanas.
Ella suspira y cuando creo que vamos a la cocina para desayunar, se detiene y observa la puerta a un lado de las escaleras, y comenta:
—Por cierto, nunca he visto abierta esa puerta, ¿Qué hay allí? —intenta acercarse.
Yo hago una mueca y niego.
—No lo sé, mi abuelo nunca me ha dejado entrar —confieso, algo decepcionada.
Recuerdo que cuando insistía, solía molestarse, y por esa razón dejé de hacerlo. Támara comprende y pronto nos caminamos a la pequeña cocina. Me siento en uno de los bancos y espero junto al mesón a que ella me sirva el desayuno como acostumbra hacer de vez en cuando. A veces se porta como una mamá. Como mí mamá.
Saca de la tostadora un sándwich de huevo y lo coloca en un plato para después pasármelo junto a una taza de leche tibia. Se lo agradezco con mi silencio. Y entonces, cuando empiezo a comerlo, recuerdo la última carta que recibí de Lucas.
—¿Has obtenido noticias de él? ¿Sabes cuándo volverá?
—Aún no —se entristece—, espero que escriba pronto, o que regrese.
—Sí —murmuro. La última vez que escribió dijo que había hecho varios amigos y que le iba bien. Que volvería a visitarnos, pronto.
De pronto mi abuela irrumpe en la cocina, alegrando mi mañana, como siempre.
—¡Aquí están! —chilla sonriente y besa nuestras mejillas—. Aprovecharé que están aquí para que me ayuden con el pastel —Támara y yo nos miramos encantadas.
El pastel era una de las mejores partes de hacer una fiesta.
Acabo de desayunar y ayudo a mi abuela con la preparación del bizcocho entre risas y juegos. Mi amiga, también entretenida con la crema batida, rosea un poco en mi nariz y sabe que este es el principio de una dulce guerra, así que no me dejo y también la embarro. Por supuesto, minutos un par de horas más tarde, supimos que el pastel nos quedó delicioso; de hecho es el mejor a comparación de todos los anteriores que hicimos un fin de semana. Y aunque todas quedamos cubiertas de harina, huevo y leche siempre, es muy divertido.
Cuando nos coge la tarde, con la decoración de la mesa en el patio trasero ya lista, el pastel y la música, los invitados comienzan a llegar. Entre ellos se hallan los padres de Támara y la madre de Lucas, algunos de mis compañeros de clase, amigos de la familia y otros conocidos en el pueblo.
Veo como está todo afuera, acogedor y armonioso, y me es inevitable no sentir orgullo. La mesa quedó perfecta. Mi abuelo cumple setenta y dos años, y aunque no ame las fiestas como mi abuela, sé que se llevará una grata sorpresa. Quiero verlo feliz, realmente yo me siento más ansiosa que él, y espero que esto le guste tanto como a mí.
Camino hacia la entrada y me percato de que mi abuelo está en la carretera, viene pensativo. Me acerco hacia los invitados y les explico cómo debemos sorprenderlo, por lo que todos se esconden, hacen silencio y lo esperan. Cuando lo vemos ingresar al patio delantero, murmurando no sé qué cosas, todos nos descubrimos frente a él y le deseamos un feliz cumpleaños.
Él, conmovido y asombrado, se acerca sin habla, va hasta mi abuela y la besa sin ninguna vergüenza y luego a mí me abraza, haciéndome cosquillas con su barba blanca, como si fuese el último día. ignoro esa sensación. La detesto.
Mi abuelo susurra a mi oído un «gracias»; la felicidad en su rostro es mi paga. Una muy buena paga.
Durante el tiempo restante, la fiesta es un éxito. Ya es más tarde, pero todos bailan como si no hubiese un mañana, trabajo y obligaciones. Támara y yo jugamos con Liu, mientras mi abuela baila con el amor de su vida. Su único y gran amor. Támara se dirige a la mesa en la que reposan sus padres y yo me alejo de la fiesta y salgo a la carretera para ver cómo una camioneta se acerca hacia nosotros.
Mientras la observo, y al cielo, la noche y sus estrellas, me pregunto si olvidé invitar a alguien o si quiera quien hubiese podido retrasarse. Entonces, miro hacia el interior de la fiesta y noto que Támara me observa con duda, se acerca y junto a mí nota como la camioneta oscura se parquea a unos pocos metros.
De pronto Liu, sale de casa en medio de ladridos y corre hasta nosotras, se pone feliz. Y entonces, de la camioneta baja un muchacho de tez clara, cabello negro junto con un señor que reconozco a la perfección.
—Lucas —susurro.
Támara chilla de alegría.
Lucas ha cambiado bastante, ya no es el mismo mocoso que se burló de mi melosidad. Es un poco más alto y adelgazó.
—¡Oh, que sorpresa! ¡Bienvenidos! —exclama mi abuela, cuando se acerca a nosotras con algunos invitados, entre esos, la madre de Lucas.
Su madre se cubre la cara con sus delgadas manos y comienza a llorar cuando ve a Lucas acercarse a ella. La abraza y besa su mejilla. «Hola, mamá» le dice. Verlos unidos es muy conmovedor, pero siembra en mi pecho cierta nostalgia. Yo ya no tengo ese privilegio. Ella besa su frente y luego le tuerce un poco una oreja y lo reprende por no avisarle. Lucas se disculpa y luego se dirige a nosotras.
—¡Isa, Támara! —saluda feliz, mientras suelta a su madre.
Su voz... su voz es más ronca, un poquito más grave.
Támara se lanza a sus brazos y me hace reír su reacción. Ama a Lucas más que yo. Yo lo sé y no le juzgo. Luego ella se aparta y él me abraza, hago lo mismo, pero con menos intensidad. Ha pasado mucho tiempo, aunque lo he extrañado.
—¡Por Dios, has crecido mucho! —Támara le da una vuelta, haciéndonos reír a ambos.
Él asiente.
—Pero, ustedes no han crecido nada —se burla, midiéndonos con sus manos.
—Tonto —me quejo y golpeo su brazo; se queja.
El padre de Lucas besa a su madre y juntos entran con mi abuela al patio para continuar con la fiesta. Los tres preferimos apartarnos de la fiesta para charlar. Los tres nos subimos a mi habitación para recostarnos en el techo de mi ventana y así ver las estrellas más de cerca, como en los viejos tiempos. Y al treparnos, el frío nos abraza. Támara se recuesta a mi lado y Lucas al otro.
Siempre estuve en el medio de todo.
—Y... ¿Cómo haz estado? ¿Cómo te ha ido en la ciudad vecina? —inquiere la morena, rompiendo el silencio.
—Muy bien —sonríe fascinado—, en Washington todo es... Increíble. ¿Qué ha sido de ustedes?
Le miro atenta. Parece a gusto con su cambio.
—Hemos estado bien, como siempre —contesto.
Mi amiga, muy sentimental, lo abraza otra vez sin darle tregua a respirar, haciéndome reír por la cara de asfixiado que pone Lucas. Entiendo su apego, se han criado como hermanos.
—Te hemos extrañado mucho —hace un puchero—. Realmente nos haces mucha falta —él nos mira enternecido, y eso me genera una duda que pienso aclara.
Necesito saber por cuanto tiempo estaría en Bannack; si es temporal o definitivo.
—¿Regresaste para quedarte o volverás a irte? —tengo la esperanza de que se quede, aunque mínima, existe.
Lucas suspira, me observa de una forma que no pude descifrar, y después mata mis ilusiones de un sólo golpe; seco y crudo.
—Solo he vendido por el festejo de tu abuelo.
—¿No te quedarás? —contesta Támara, desilusionada—. ¿Es por tus estudios?
Él hace una mueca.
—Sí, en parte. Hay muchas cosas buenas en la ciudad —comenta—. Mejores. A papá le va bien en su trabajo y a mí en los estudios. Tenemos pensado mudarnos allí con mi madre. La extraño.
—Ah, ah... sí—balbuceo, sabiendo que eso significa verlo mucho menos que antes.
Todos nos callamos y nos dedicamos a escuchar el sonido de la música, a mirar la luna y a apreciar la compañía del otro. Después de todo, no siempre se puede hacer cosas así.
Siento mis párpados cerrarse lenta y paulatinamente. Tengo mucho sueño, estoy muy cansada, y me hubiese quedado dormida de no ser por la pregunta que hice Támara, dejándonos mudos y fríos a Lucas y a mí.
—¿Tienes novia?
¿Novia con quince años? No lo creo posible.
Lucas sonríe nervioso.
Oh, oh.
—Bueno, hay una chica, pero no es mi novia —confiesa—. Es simpática y bonita, lo admito.
Escucharle hablar tan lindo de otra persona es extraño; no porque jamás lo hubiese hecho, sino que, siento que algo dentro de mí se halla mal. Quizá el hecho de que en algún momento cada uno hará su vida.
—¿Te gusta mucho? —pregunto, pero no hay respuesta.
Támara se echa a reír.
—Te deseo suerte —anima.
Desde hace años tenía algo muy importante que aguardo en mi interior. Mi mejor amigo ha desatado una gran confusión en mi interior desde que se fue. Me siento mal con su ausencia, aunque el tiempo me ayudó mucho para no quedarme prendada en él.
—Bueno, creo que ya deberíamos bajar. El frío me está comiendo vivo —dice él, titiritando—. Además no avisamos que estaríamos aquí, después nos buscarán con los perros, como en los viejos tiempos.
Támara rio y asintió.
—Sí, eran buenos tiempos
—Sí...,eran —digo, me levanto y entro mi habitación por la ventana y salgo de allí. Necesito estar sola un momento, alejarme de la fiesta o quizá dormir. Hacer cualquier cosa, menos estar junto a él.
¡Hola! Dejo aquí el primer capítulo de Isabela: tu perdón. Los capítulos son muy cortos pero trataré de darles más desarrollo a cada personaje.
Sobre Bannack: es un pueblo real de Montana en EE.UU., pero voy a fantasear un poco con los espacios. Las imágenes sirven como referencias más que todo.
Muchas gracias.
Melany V. Muñoz
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