El Fantasma de Navidad
Octubre.
Noviembre.
Y, diciembre, llega por fin!!!
Los meses han pasado volando, sin pena ni gloria he culminado mi primer trimestre de economía y es hora de un largo y merecido descanso en casa. Es justo y necesario. Nada como el hogar para renovar energías, y entusiasmada con la idea de pronto estar en mi amado terruño, sigo arreglando mi maleta hasta que la corneta de un taxi suena frente a la residencia.
¡Es Diana, justo a tiempo! Ha venido por mí para irnos juntas al terminal de autobuses tal como se lo pedí. Entre los frutos que ha dado nuestra amistad los últimos meses, se puede contar la confianza, la suficiente como para que tres semanas atrás terminara confesándome que es mi amigo y vecino Leonardo, el chico que tanto le gusta, o como dirían los mexicanos, el que la traía «Cacheteando las banquetas» ¡Jajaja! Por lo que, decidida a retribuir la sinceridad de mi amiga, se me ocurrió la genial idea de invitar a su Romeo a viajar de regreso a casa con nosotras, con el fin de propiciar un acercamiento entre los tortolos enamorados.
«¡Sensacional!» grito entusiasmada la enamorada Julieta cuando le comenté mi plan maestro, y aunque a lo sumo solo serían un par de horas las que compartirían, pues mi amigo y yo nos quedaríamos en Calabozo y ella continuaría el viaje hacia su adorado Camaguán, acepto participar en mi locura sin dudar.
- ¡Muévelo, Liz! ― me grita, desde las escaleras exteriores el desesperado galán.
Sonrío.
Es evidente que los sentimientos de Diana son enteramente correspondidos y mi papel de cupido está más que justificado. Y si todo sale de acuerdo a lo planeado, la soltería de mis amigos tiene los días contados, así como también, las miraditas tímidas y los nerviosos balbuceos protagonizados por ellos cada vez que coincidían en la cafetería de la universidad.
- ¡Ya voy! ― le grito de vuelta, mientras termino de cerrar la cremallera de mi maleta de un tirón.
Para después, acercarme despacio hasta la ventana de mi cuarto y pasar el cerrojo de esta conforme escucho sus pasos alejarse. Parece un caballo desbocado ¡Jajajajaja! aunque a decir verdad, no lo culpo, también yo me siento flotar en una nube de felicidad de solo pensar que pronto estaré en mi añorado Calabozo, junto a los seres que amo y a los que extraño horrores, sobre todo a mamá, la tía Roberta y mi Dumbo.
Aunque, lo paradójico de la situación es que a toda esa alegría se le suma una inexplicable nostalgia al pensar en la cantidad de tiempo a pasar lejos de esta hermosa y montañosa ciudad, en donde para bien o para mal he logrado hacerme un espacio y llegado a sentirme parte de su agitada y rutinaria vida. «¡No será por mucho tiempo!» suelto un suave murmullo, y así sin más y sin prestarle mucha atención a mis confusas emociones, tras asegurarme de haber cerrado bien la pequeña ventana, tomo mi maleta y abandono la habitación ya en penumbras, a la que volveré el año entrante pasada las vacaciones escolares y las festividades decembrinas.
- ¿Lista? ― me pregunta la señora Prudencia, al verme llegar a la sala.
- Sí, aquí están las llaves ― asiento, entregándole, el par de laminillas metálicas colgadas a un pequeño llavero de cuero en forma de corazón.
Que ella recibe, mientras dice.
- Bueno, espero que te vaya bien y que disfrutes mucho tus vacaciones muchacha, me saludas a tu mamá y le dices también que me mande unas hallaquitas.
- ¡Gracias, igual para usted! ¡Que pase una feliz Navidad y un feliz año nuevo! con gusto le doy sus saludos y su mensaje a mamá ― le respondo con cortesía, y para alivio de ambas, ninguna siente la necesidad de alargar aquella despedida con sentimentalismos innecesarios.
Cuando por fin salgo al mundo exterior, Diana y Leonardo, ya están instalados en el asiento trasero del taxi, por lo que, sin pensarlo dos veces ocupo el puesto del copiloto, con el propósito de darles toda la intimidad posible a los tortolitos para que de una vez por todas se confiesen sus sentimientos.
¡Jajajajajaja! ¡Yo y mis delirios de casamentera!
Minutos más tarde, ya estamos entrando en el terminal de pasajeros y como supuse está abarrotado de gente; la gran mayoría son estudiantes como nosotros y militares plazas del fuerte Conopoima.
- ¿Quieren tomarse algo o comer antes de subir al autobús? ― pregunta Leo, mientras subimos las escaleras frontales.
- Yo no, la señora Prudencia hizo esta mañana unas panquecas y me dio dos ― rechazo de inmediato, y luego redirijo la interrogación ― ¿Y tú, Diana, quieres algo?
- No, no tengo hambre ― me imita la aludida un poco tímida.
- ¿Ni siquiera agua mineral? ― indaga gentil su aspirante a novio, lo que provoca que un tenue sonrojo se acumule en las mejillas de mi amiga.
-No... no... yo... estoy... bien ― quien balbucea bastante nerviosa, apartando con timidez sus ojos del no menos abochornado rostro de su inquisidor.
¡Vaya par, más adorables imposible!
En fin, seguimos caminando y en cuestión de nada abordamos el autobús. Leonardo, como el caballero que es, deja que nosotras subamos primero, y una vez estamos dentro, Diana, ocupa el asiento detrás del conductor, y yo, tras lanzarle una discreta y cómplice mirada a mi amigo, opto por sentarme en uno de los puestos laterales, dejándole el camino libre al nervioso Romeo, que me dedica en respuesta una discreta sonrisa de agradecimiento.
«Las cartas están echadas» pienso y rio.
Veinte minutos después, por fin abandonamos el caótico terminal y, antes de que mi teléfono pierda señal, envío mensajes a mamá y a Adriana; esta última ansiosa por saber detalle a detalle todos lo que ocurría entre, Diana y Leonado.
Para: Adriana.
06/12/2013
10: 31 a.m.
¿Qué más quieres que te diga?... Solo están hablando, y antes de que me preguntes, NO SÉ de qué rayos, mi oído no es biónico ni nada que se le parezca.
*Liz*
Tras informarle a la reencarnación del chisme, apago mi Sony Ericsson y cierro los ojos, abrumada por una repentina y extraña sensación en mi pecho, era como si en vez de estar alejándome del foco de mi continuo estrés estuviera acercándome directo a su centro, por lo que, no dispuesta a lidiar con esa inquietante sensación, me entrego a Morfeo para desconectarme de todo, pues en el fondo más apartado de mi conciencia intuía cuál era la absurda razón de tanta ansiedad.
***
V
uelvo a resucitar, al sentir la inconfundible brisa Calaboceña impactando sobre mi rostro. «¡Ya estoy en casa!» celebro, mientras me deleito observando la extensa planicie acuosa de la represa Generoso Capilongo, icono de mi ciudad.
De inmediato, enciendo mi teléfono y, tras verificar que el aparato tiene suficiente señal, tecleo un mensaje a mamá.
Para: Mamá.
06/12/2013
01: 35 p.m.
Ya casi llego ma... espero que mi almuerzo especial de bienvenida esté listo.
*Liz*
Que ella, responde casi al instante.
De: Mamá.
06/12/2013
01: 36 p.m.
Tu carne molida con espagueti y tajada ya está lista hace rato. Dumbo está desesperado por verte, no hace más que dar vueltas por toda la casa.
Dicho esto, sé que solo es cuestión de tiempo para estar en casa, atrapada entre las cuatro paredes rosa de mi cuarto, con Dumbo mi perro entre mis brazos lamiendo mi cara y sofocada por mamá y sus interrogatorios, al que de seguro responderé con alguna que otra evasiva, no porque quiera ocultarle cosas de mi vida o mentirle, sino, porque la experiencia me ha enseñado que obviar algunos temas con ella es mejor que enfrentarme a su prejuiciosa forma de pensar.
Media hora más tarde, ya en mi hogar, como supuse, mi progenitora se pone en plan detectivesco mientras me observa engullir, sin apenas respirar, el suculento almuerzo que me preparó, y yo, entre mordisco y mordisco, me doy a la tarea de ponerla al día con todo lo que hago en la universidad y fuera de esta. Le hablo de mis clases favoritas y de las que no, de mis amigos y nuestras comelonas en la «calle del hambre», de las tortas de chocolate riquísimas que compro todos los viernes en la Panadería «Las Mercedes» y de las horas que paso en el ciber de la pecera chismorreando con Ana y Carme. Claro que, en aquel extenso reporte noticioso de mi vida, obvio hablarle del círculo vicioso en el que quede atrapada tan pronto puse un pie en San Juan de los Morros.
Porque sí, los inquietantes encuentros con el rubio psicópata se habían repetido una y otra vez por más de dos meses, y aunque su mirada asesina seguía agobiándome hasta en sueños y pareciéndome la entrada al mismísimo infierno, mi instinto más masoquista siempre me obligaba a regresar por más de esa perturbadora y fascinante droga a la menor oportunidad.
Suspiro frustrada y coloco en el plato el bocado que llevaba a mi boca, al sentir un palpitante vacío despertar de golpe en mi pecho, preludio de la inexplicable ansiedad que amenazaba siempre con dejarme sin aire cada vez que me permitía pensar en mi detractor personal. «¿Ya vas a empezar?» me recrimino silenciosa ante la mirada atenta de mamá y, antes de que esta note el tormento en mis ojos, me levanto de la silla con una falsa sonrisa de felicidad en los labios y camino directo a mi cuarto, donde luego de desempacar paso el resto del día enfrascada en un operativo limpieza intensivo.
Al caer la noche, por fin todo está reluciente y mi mente en completa calma, tanto que, en cuestión de segundos, tras lazarme en mi cama dispuesta a descansar como Dios manda luego de darme un relajante baño, me entretengo de lo lindo chateando con Adriana y Diana sobre el recién iniciado romance de esta última con Leo, hasta que, entrada la madrugada ya mis ojos no dan para más y vencida por el sueño, cierro mis pesados parpados a la espera de Morfeo.
***
Los días pasan y yo me dejo absorber por la rutina de mi antigua vida en Calabozo. Mis mañanas, las dedico a los quehaceres de la casa limpiar, ordenar, lavar trastos y ropa, entre muchas, muchas cosas más y todas estas además de afanosas y repetitivas también son en extremo desconcertantes, por alguna extraña razón siento que sobro en cada espacio de mi propia casa ¡vaya usted a saber por qué!
Por fortuna, mis tardes, son más entretenidas, algunas las aprovecho para recorrer el centro de la ciudad e ir a comer pizza en la panadería «Las Maravillas» con Carmen y Ana. Otras tantas, mis amigas y yo, las pasamos en el polideportivo, según nosotras, tonificando los fideos que Dios nos ha dado por cuerpo, pero la mayoría, transcurren en casa de alguna de ellas o en la mía hablando de todo el mundo menos de nosotras
¡Vaya cotilleo!
En fin, mi existencia parecía recuperar su ritmo habitual día con día, a pesar, de no sentirme del todo compenetrada con esa vida que hasta hace poco había dejado atrás, que seguía igual en apariencia pero que en esencia me resulta muy diferente en sentidos que ni yo misma podía entender.
A mediados del mes, la «Feria del Pesebre» da inicio.
Es una de las celebraciones navideñas más esperada y concurrida por todos los Calaboceños, y que en lo particular disfruto un montón. Desde que tengo uso de razón todos los años asisto con mamá; quien es miembro del comité de cultura encargado de hacer el pesebre que representa al colegio donde trabaja.
Mi asistencia a ese evento es tan religiosa como la misa dominical en una iglesia católica. Y este año, por supuesto, no podía ser la excepción. Ese día, un fresco 16 de Diciembre, acudo en la mañana a la inauguración del evento, pero además, quedo con mis amigas en vernos allí por la noche en el puesto de comida de la mamá de Ana, luego de que Carmen, le jurara a la suya y a la mía que ambas iríamos a ayudarles a estas con la vendimia.
- No me voy a venir sola, mamá. La señora Esmeralda prometió que nos regresará temprano, quieres que te dé su número para que te quedes más tranquila ― le recuerdo a mi madre, por enésima vez antes de salir.
La ceñuda mujer, no muy convencida de lo que digo, alza sus cejas en señal de resignación y no dice nada más sobre mi salida nocturna. Creo que por fin ha empezado a entender y aceptar que ya no tengo cinco años.
A eso de las 07:00 p.m., Carmen y yo, hacemos nuestra entrada triunfal en la Plaza Bolívar, después de que su madre, nos dejara en la entrada cercana a la Catedral. El lugar está a reventar, gente va y viene por los alrededores admirando los diferentes pesebres que se exhiben, y otra multitud considerable, está aglomerada frente a la tribuna donde se presentan los distintos actos culturales.
Como modelos de pasarela, o eso fingimos ser entre risas y risas, ambas caminamos directo al puesto de comida de la madre de Ana, ubicado frente a la escuela Grupo América.
- ¡Chicas aquí! ― grita nuestra amiga cuando nos ve aparecer en la esquina, y una vez le damos alcance, nos pregunta ― ¿Con quién se vinieron por fin?
- Con mi mamá, era eso o esperarme hasta el año que viene para poder ver a mi Riki ― responde Carmen, con una mueca triunfal en sus labios al revelar el verdadero motivo de su presencia allí.
¡Pedazo de zorra! ¡Jajajá!
- Cuando tu madre se entere de esta nueva locura tuya te va a borrar esa sonrisita de la cara ― bromeo cómplice.
- ¡No me importa! para entonces, Ricardo, ya habrá caído en mis garras por completo y ella tendrá que aceptarlo, si no me largo con él y me verá en foto si acaso ― replica con su habitual chulería.
Lo que nos causa mucha gracia a todas, no obstante, a pesar de nuestras risas, tanto Ana como a mí no nos quedan dudas de que, Carmen, cumpliría su amenaza al pie de la letra si su madre no demostraba un poco de comprensión y tolerancia cuando la bomba del noviazgo de su querida y única hija explotara.
Finalizado el jocoso momento, nos sentamos en una de las mesas plásticas de color verde grama, en la cual, somos abordadas con rapidez por la anfitriona del puesto, la señora Esmeralda; quien con una gentil sonrisa, nos insta además a escoger del delicioso menú: hallacas, pan de jamón, ensalada de gallina, asado negro, carato, torta negra, dulce de lechosa, papelón con limón y tizana.
Siento deseos de probar un poco de todo, pero mi goloso impulso, se ve truncado por la repentina insistencia de Carmen, que no para de pedirme que la acompañe al otro lado de la plaza, donde su dulce amor, Ricardo, la espera ya ansioso. Apenas, si me da tiempo de aceptarle a la amable mujer un vaso de tizana antes de ser arrastrada del brazo por la hormonal y enamoradiza de mi amiga.
En menos de lo que canta un gallo y casi a trompicones, llego junto con ella a la esquina del Centro Comercial Coromoto, en cuyo sitio está parado ya el estrafalario Romeo. Es verlo y ¡Wao! entender a la perfección los sobrados motivos por los cuales, Carmen, aún no ha querido presentárselo a su madre. Conociendo a su progenitora como la conozco, no me quedan dudas de que cuando vea la pinta de su futuro yerno ardera todo Calabozo y sus alrededores ¡La que se le va a armar a Carmencita!
A simple vista, es difícil relacionar aquel chico dulce, amable, sincero, sencillo, sensible y divertido del que ella habla tanto con la imagen de aquel Bueno, no sé cómo describirlo con exactitud, parece el resultado de un cruce genético entre un Emo y un roquero, o algo así. Es la viva imagen de la contaminación visual: demasiados tatuajes, demasiado negro en su ropa y uñas, demasiados piercing en su rostro y demasiado gel en su puntiagudo cabello
¡Todo un prospecto!
Tras el shock inicial, recompongo veloz mi expresión y esbozo mi más amigable sonrisa, después de todo... ¿quién soy yo para juzgar a otro ser humano por cómo se vea?
- ¡Hola, amor! ― saluda Carmen a su chico, antes de darle un casto beso en los labios.
- ¡Hola, muñeca! Pensé que ya no venías ― le responde él, abrazándose a su cintura.
- Y casi no vengo, amor ― ronronea ella de vuelta, para después darle otra trompita en la boca y, mirándome luego, agrega con verdadero cinismo ― de no ser por el astuto plan de Liz dudo mucho que mi madre me hubiera dejado salir.
«¡¿MI PLAN?!» Mentalizo escandalizada.
«¡Esta sí que es descarada, pero si fue ella la que Olvídalo!»
Sin permitir que, el candoroso gesto en mis labios se borre por culpa de la descarada mentira que ha dicho la piruja que se dice mi amiga, inhalo un poco de aire y saludo a su flamante galán.
- ¡Hola!
Quien, tras responder mi sonrisa con otra igual de franca, me pregunta al tenderme la mano.
- ¿Con que tú eres la famosa Liz de la que tanto habla mi muñeca?
- Lo de famosa no creo, pero sí soy Liz ― murmuro, mientras le correspondo el ligero apretón.
- ¡Un gusto, princesa! ¡soy, Ricardo!
- ¡Un placer, Ricardo!
Hecha las presentaciones, la conversación continúa fluyendo entre todos de manera divertida y amena. El excéntrico Ricardo, en efecto, resulta ser todo un diamante en bruto como lo había asegurado Carmen. La enamorada novia, no le vio a su amado cualidades que no tuviera, y entre estas, las que más resaltan son su inteligencia y excelente sentido del humor. El chico mutante, es de ese tipo de personas con las que se puede hablar de cualquier cosa con mucha facilidad y reírse hasta vomitar las vísceras.
Una hora después, luego de hacer mal tercio durante casi todo ese tiempo, aprovecho que los tortolos enamorados están dándose un beso para desaparecer con discreción y, mientras me alejo, le envío un mensaje a mi amiga.
Para: Carmencita
18/12/2013
08: 34 p.m.
Voy a dar una vuelta, ya alumbre demasiado por esta noche. Dile a Ricardo que fue un placer conocerlo, que tiene mi bendición para ser el padre de mis futuros ahijados. ¡jeje! Te esperaré cerca de la estatua, no tardes. Ana, debe estar que se muere por saber todo el chisme.
*Liz*
Durante un buen rato, deambulo entre la gente por los alrededores de la plaza dando tiempo a que, Carmen, se despida de su amorcito, pero cuando me harto de caminar sin rumbo fijo decido ir hasta la estatua ecuestre de Simón Bolívar, ubicada en el centro de la Plaza, donde quedamos en reunirnos.
La espera es interminable.
Pasan los minutos y yo estoy cada vez más inquieta. ¡Odio esperar! y para rematar, coincido en ese lugar con dos compañeras de trabajo de mamá. Unas viejas de lo más chismosas e insoportables. En fin, como los protocolos de educación lo exigen, saludo al par de hurracas al puro estilo español: con un par de besos en las mejillas y una encantadora sonrisa.
Y en esas estoy, cuando de repente. ¡Negro! Todo lo que veo a lo lejos es ese tenebroso color semejante a un abismo sin fondo, mirándome como si quisiera absorberme el alma.
¡Im... impo... IMPOSIBLE!
Mi cuerpo se paraliza en milésimas de segundos, excepto, mis largas pestañas que aletean a mil al igual que mi corazón, incrédulo y horrorizado por lo que creo es una espeluznante visión, porque ¿Qué más podría ser?
No sé cuánto permanezco petrificada ¿segundos? ¿Minutos? ¿Horas? ¿Siglos enteros? ni idea, pero, tan pronto soy capaz de moverme y mi cerebro empieza a procesar lo que está ocurriendo, o eso cree, me despido de las colegas de mamá con una sonrisa nerviosa y, sin medir las consecuencias de mi impulsividad, inicio un titubeante trote en dirección a lo que creo es un fantasma, porque tiene que ser eso, un fantasma.
¡No puede ser él!
Y mientras, brazada a brazada me abro paso entre el mar de gente desperdigada por todos lados, observo como el ente diabólico de ojos petrolizados hace lo propio también, al ver mi reacción gira sobre su propio eje y en cuestión de segundos se camufla entre gentío alrededor de la plaza.
- ¡Liz! ¡Liz! ― me llama Carmen, al verme pasar por su lado como una demente, pero, a lo único que puedo prestarle atención es a la estela dorada que sobresale de entre la muchedumbre y que metros después veo desaparecer por la esquina de la Iglesia la Catedral.
«¡Tengo que alcanzarlo! ¡Tengo que alcanzarlo!» se repite en mi cabeza sin cesar, conforme le imprimo más velocidad a mis zancadas y mi corazón redobla sus confusas pulsaciones. No sé lo que siento, no sé si lo que me impulsa a correr como loca es la rabia, sorpresa o alivio, y si era esto último, ¿por qué? ¿Por qué ver al psicópata ese tendría que causarme ese extraño regocijo en todo el cuerpo?
¡Qué locura!
Para cuando por fin logro llegar al recodo, la figura de quien creo es mi detractor personal, ya está cruzando la fachada del laboratorio clínico Layre, por lo que, sorprendida al ver la significativa distancia que me ha sacado, comienzo a parpadear a toda mecha mientras intento además entender cómo es que pudo aventajarme tanto.
¡¿Acaso vuela?!
Desconcertada aún y convencida de que en efecto persigo una especie de espectro, sigo corriendo a todo lo que da el temblor de mis piernas tras la espigada y rubia silueta vestida de negro, que desaparece de nuevo en un abrir y cerrar de ojos por el recodo siguiente, hacia el que corro sin pensar en nada, excepto, confirmar mi nefasto presentimiento, hasta que de pronto, un poco de cordura hace acto de presencia en mi cabeza.
«¿Qué rayos estás haciendo? ¿Te volviste loca? ¡Detente ahora mismo!» Intento parar, obedecer el llamado de sensatez, pero es demasiado tarde, mis pies ya han recorrido todo el trecho que da a la esquina y tras desembocar por esta
mis pies se paralizan al instante.
Lo que veo me deja perpleja ¡Nada!
No hay nada más que una hilera de carros orillados en la calle y tres policías fumando cerca de una patrulla, quienes para colmo de males, apenas aparezco en escena, me observan de arriba abajo con la típica expresión de ¿Y de dónde salió esta loca?. Pero él, el causante de mi delirio no está por ninguna parte, se ha esfumado cual fantasma.
- Señorita, ¿está usted bien? ― me pregunta uno de los oficiales, después de soltar un poco de humo por su boca.
- Sí... sí... sí... estoy... bien ― titubeo, mientras mis largas y aturdidas pestañas aletean a todo lo que dan.
No puedo sentirme más estúpida y avergonzada.
Y, antes de que se me note, giro despacio sobre mi propio eje y desaparezco de allí lo más rápido posible antes de que los policías percibieran no solo mi estupidez, sino también, lo bastante cerca que estoy de necesitar un tratamiento psiquiátrico.
Sí, me siento como una verdadera loca de manicomio, y el camino de regreso, me basta para asimilar el hecho de que, en efecto, mi absurda fijación por el rubio neurótico estaba empezando afectarme más de lo que mi cordura era capaz de soportar.
«¡Qué estúpida eres, Elizabeth! ¡Qué estúpida! ¿En qué demonios estabas pensando? ¡Ese idiota ni se acordará de ti y tú aquí imaginándotelo hasta en la sopa!» no dejo de reprocharme.
Al llegar de nuevo a la plaza, Carmen y Ana, ya están esperándome junto a la estatua donde quede en reunirme con la primera. Es comenzar el recorrido por el largo pasillo que da directo hacia ellas y leer en la expresión de sus ojos un claro «¿Qué rayos pasó?» pero, tan pronto les doy alcance, ambas ahogan su curiosidad al ver en mi rostro un gesto de agobio que les grita «¡Ahora no!»
Después de todo lo ocurrido, lo único que quiero es irme a casa, y por alguna razón que no comprendo del todo, deseo llorar, llorar y llorar hasta quedarme seca. Así que, dispuesta a no prolongar mi tortura ni un segundo más, le invento a las chicas y a la madre de Ana que tengo dolor de estómago y nauseas para que me dejen ir más temprano de lo acordado. Cuento chino que ninguna de mis amigas se traga, de sobra saben que es otra cosa lo que me ha puesto así de mal, pero igual, no me desmienten ante la señora Esmeralda y me acompañan a coger un taxi, luego de que esta última, llamara a mi madre para informarle de mi situación.
Ya en casa, apenas cruzo la puerta de mi habitación, mi estresante progenitora me obliga a entrar en la cama y como toda una Generala echa a Dumbo fuera de esta. El pobre animal sale de mi cuarto como un cohete. Yo en cambio, bebo sin rechistar la cucharada de remedio que me da, antes de esconderme bajo las sábanas de princesas y cerrar mis ojos en un inútil intento por acallar mis silenciosos reproches. Pero, mi tormento mental no conoce de tregua, todo lo que anhelo saber es ¿por qué? ¿Por qué no puedo dejar de pensar en ese canalla? mientras lucho contra el diluvio que amenaza con desatarse en mis ojos.
Lagrimas que, a duras penas, puedo contener estando en presencia de mamá, aunque tan pronto esta se convence de mi falsa mejoría y se marcha, hilos de llanto comienzan a escurrirse por mis mejillas. Lloro, lloro y lloro en busca de alivio para mi angustiante sofoco, que en lugar de disminuir, se intensifica conforme los ríos que brotan de mis ojos se hacen más copiosos e incontenibles.
«¡Basta! ¡Basta! ¡Bastaaaaaaaa!» me ordeno enérgica, mientras también, intento atinar a la razón de mi nefasta obsesión con el rubio psicópata de ojos diabólicos. Y en esa angustiante agonía estoy, cuando de repente, un único y paralizante pensamiento comienza a replicarse como puñaladas en mi cabeza, «¡Te gusta! ¡te gusta! ¡te gusta! ¡te gusta! ¡te gusta!» y a medida que, ese repetitivo martilleo se intensifica, las piezas faltantes del rompecabezas comienzan a encajar letra a letra hasta formar la escalofriante y reveladora verdad que tanto reclamo, « ¡No odias al chico, te gusta, Elizabeth, te gusta! ¡te gusta! ¡te gusta! ¡te gusta!» y descubrir tal abominación es
aterrador, demasiado aterrador. Y, en un desesperado intento por encarcelar de nuevo aquella espeluznante verdad que no debí dejar emerger del rincón más apartado y solitario de mi alma, contraigo el sudoroso horror en mi rostro, empuño mis manos con las pocas fuerzas que aún conserva mi cuerpo y me resisto, me resisto por lo que parecen horas, pero lo cierto es que
«¡Me gusta! ¡El rubio psicópata ese me gusta!» acepto por fin, y siento un enorme peso abandonar de golpe mi pecho al comprender que, esa ha sido siempre la causa de que tanto odio en su mirada me hiriera de formas que ni yo misma podía explicar y de que su recuerdo me atormentara sin piedad hasta hacerme imaginarlo incluso fuera de mis sueños, como esta noche en la plaza, como lo estaba imaginando ahora mismo a mi lado secando el rebelde llanto de mis ojos, mientras mi cuerpo convulso hallaba un poco de paz entre las sombras de mi habitación y una nueva pregunta se forma en mi mente.
¿Cuál es su nombre?
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