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A pesar de la prisa que le metió su abuela por ir al punto de abastecimiento, Angie decidió pasarse por el taller de su padre. Se dijo que era su deber como sobrina avisar a su tío de que iba a faltar al entrenamiento, aunque la realidad era que deseaba posponer su visita al punto de recolecta.

El taller de su padre no estaba lejos, así que solo tuvo que recorrer un par de callejones para llegar a él.

Como el resto de los comercios, se encontraba en la parte baja de uno de los edificios y daba a una calle principal; si bien contaba con un pequeño patio trasero que daba a una callejuela, que era el acceso más común de la joven.

Angie tenía la llave que accionaba el mecanismo de apertura de la puerta, pero le solía dar pereza esperar a que el engranaje se abriese por completo. Por eso saltaba el muro que habían construido para proteger el recinto. La pared de metal tenía una altura considerable y estaba decorado con un alambre de espinos en la parte superior; no obstante, si en algo destacaba Angie era en ser una escaladora excelente y si era capaz de trepar edificios de treinta metros de altura un pequeño muro de dos metros no suponía ningún problema, por mucho alambre que tuviese al final.

El tío Sam había acondicionado el patio para los entrenamientos de Angie. Una de las columnas estaba envuelta con almohadas para que practicara sus golpes y había instalado un par de máquinas diseñadas por su padre para fortalecer los músculos de las piernas y la espalda. Además, se podían encontrar un montón de inventos que no habían llegado a ninguna parte.

Esquivó todos los trastos y accedió al taller.

Nada más entrar el sonido del golpeteo de metal contra metal perforó sus oídos. Las estanterías estaban repletas de tuercas, fusibles, tubos de acero, aceites, lubricantes... entre otros suministros como prótesis rudimentarias hechas de barras de hierro, tornillos y cables.

El taller de su padre se enfocaba sobre todo en la venta de repuestos para pequeñas reparaciones en los hogares y comercios. Sin embargo, no era la única fuente de ingresos. Junto con su tío había establecido un pequeño negocio dedicado a la creación e instalación de miembros biónicos, el cual había experimentado un crecimiento considerable en los últimos años.

Por desgracia, la necrosis -la enfermedad de las mariposas como también era conocida- se había incrementado últimamente y ya no solo afectaba a las zonas más cercanas a los vertederos. Solía aparecer en las extremidades y el único remedio que existía para curarla era la amputación de la parte afectada. La misma Angie había sido una víctima de ella al poco de nacer y había perdido tres de sus cuatro miembros. Su tío fue el encargado de extraer la parte dañada y su padre de crear los miembros biónicos.

Aunque lo que más le gustaba a Angie eran las creaciones de su padre. Se encontraban dispersas por todo el local y había desde los inventos más complejos hasta pequeñas figuras simples de decoración.

Por otro lado, su tío se encargaba de la pequeña clínica que había en una habitación aparte.

No le costó encontrar la silueta de su padre. Era enorme para lo pequeño que era el lugar. Era curioso cómo una persona tan grande y fuerte pudiera ser tan detallista y cuidadoso al tallar el metal. Además, era un magnífico inventor. A veces Angie se preguntaba cómo era posible que una persona como él, con esa mente brillante y esa habilidad, hubiese acabado en Iron Moon. Sin embargo, su padre había sido condenado por ser, con su madre, uno de los piratas más feroces de los comercios interestelares.

El sonido del golpeteo fue sustituido por la sierra, que hacía el ruido más insoportable. Angie dejó su mochila en la única silla que había en toda la estancia mientras llamaba a su padre sin ningún éxito. Al final se acercó y le dio unos golpecitos en la espalda para llamar su atención. Apenas había terminado de dar el segundo golpe cuando su padre se giró a una velocidad asombrosa con un gesto despiadado en el rostro. Angie supo reaccionar lo suficientemente rápido para dar un salto atrás y que la sierra, que todavía continuaba en las manos de su padre, recorriese el aire que hacía un escaso segundo había ocupado. El rostro feroz de su padre pasó al de sorpresa.

—¡Angie, por las santas estrellas! ¡¿Cuántas veces te tengo que decir que no entres a hurtadillas!? —rugió. No estaba segura si fue debido a los cascos insonorizados que llevaba en los oídos o al enfado.

—Lo siento, papá, te he llamado varias veces, pero no me oías.

El gesto de su padre se suavizó y, sin que Angie se lo esperara, la envolvió en uno de sus abrazos de oso. Era tan pequeña en comparación que desapareció bajo los brazos de piedra. Cualquier otra persona habría entrado en pánico, pero Angie había crecido con ese hombretón y conocía muy bien sus puntos flacos. Cuando ya se estaba haciendo demasiado largo el abrazo se revolvió un poco hasta que su mano humana estuvo libre y comenzó a hacerle cosquillas. Enseguida el pecho de su padre empezó a vibrar por las risas aflojando su agarre. Se soltó con habilidad sin dejar de hacerle cosquillas en ningún momento. Su padre intentó atraparla un par de veces, sin embargo, Angie, al ser más pequeña, también era más rápida. A su mano humana sumó su mano metálica y entre ambas consiguieron tumbar al gigantón que no paraba de sacudirse entre risas. Una vez en el suelo se sentó encima de él sin parar su actividad con una sonrisa de triunfo.

—Ya veo que os lo pasáis muy bien.

Alzó la vista para mirar a su tío. El momento de despiste fue aprovechado por su padre, que la volvió a rodear con sus brazos y la obligó a tumbarse boca arriba para que sus manos quedaran bien lejos de su cuerpo. Se removió, pateó el aire y gruñó frustrada, pero el elemento sorpresa se había perdido. Su padre se volvió reír.

—¿Te rindes? —preguntó bajo su espalda. El rostro divertido de su tío sustituyó el techo del local. Se acuclilló para observarla mejor.

—¿Qué te he enseñado, Angie?

—Que nunca me rinda —dijo resoplando todavía por el esfuerzo que había hecho. El tío Sam se mesó la perilla.

—Sí, eso también, rendirse es lo mismo que morir. ¿Cuál es la primera norma en un combate?

—Pensar.

—Exacto, piensa, siempre hay otra opción. Siempre. Recuerda que aquí no hay reglas.

Dicho esto se incorporó dejando espacio a los dos luchadores. Angie miró un poco angustiada a su tío.

En Iron Moon no había reglas, valía todo, era eso o morir, pero ella no deseaba hacer daño a su padre. Su corazón comenzó a latir como el de un colibrí. Si entraba en estado de pánico defraudaría tanto a su padre como a su tío y no quería hacerlo por mucho que se sintiera una farsa. Porque, al contrario de lo que todo el mundo creía, Angie era una impostora. Intentó calmar su respiración y aclarar su mente.

«Siempre hay otra opción», pensó.

Los brazos de su padre le rodeaban el pecho inmovilizando sus extremidades superiores. Sus piernas estaban prisioneras en una llave. Pensó en darle un cabezazo; enseguida lo descartó al darse cuenta de que su cabeza le llegaba a la altura del pecho. Podía usar todos sus inventos de la mano derecha, quizá sacar la cuchilla y hacerle un corte, o clavarle el punzón en el costado. Sabía que su padre no se enfadaría, es más, estaría orgulloso de sus instintos bélicos. El problema era que solo de pensarlo se ponía mala.

—Siempre hay otra opción —murmuró para sí misma.

Entonces se le ocurrió una idea.

—¿Eso que estoy viendo en tu mesa de trabajo es óxido? —preguntó preocupada.

—¿Qué? ¿Dónde?

Su padre torció la cabeza inquieto para observar su mesa. El gesto le despistó lo suficiente para que aflojase su agarre. Angie no dudó en aprovecharlo para retomar su ataque de cosquillas que hizo que la soltara. Serpenteó rápida y se liberó por completo. Una vez que su torso y sus brazos estuvieron sueltos, desenredó sin dificultad sus piernas y se alejó de su padre para que no volviera atraparla. Su tío que estaba observando todo apoyado en una de las paredes con los brazos cruzados frunció el ceño.

—Un método curioso, aunque no importa mientras funcione.

—Lo has hecho bien, peque —dijo su padre incorporándose.

Luego comenzó a sacudirse los vaqueros gastados y la camiseta de tirantes que en algún momento había sido blanca. Mientras lo hacía, Angie se fijó en los tatuajes que decoraban sus brazos musculosos. Observó el que tenía en el brazo derecho; un corazón con una corona de espinas y el nombre de Anne Bonny escrito en su interior, el nombre de su madre. Era una horterada, pero Angie le tenía mucho cariño. Sabía que en el otro brazo había otro corazón, en este caso no había ninguna corona de espinas, solo una banda sobre él con su nombre. El resto de los tatuajes no tenían ningún sentido: un pájaro, una hamburguesa, un tornillo, una nave espacial, una serpiente... Su padre le había explicado que cada uno tenía un significado de sus viajes y de sus conquistas.

Sus ojos se pararon un segundo en su mano derecha. El brazalete de identificación se le ajustaba a su muñeca ancha, era de un azul intenso que le marcaba como contrabandista y traficante.

—¿Vienes a entrenar un rato? —le preguntó una vez hubo terminado.

—Eh... No, la verdad es que hoy tengo racionamiento.

Los ojos de su padre se iluminaron.

—¿Has oído eso, Sam? —dijo intentando darle un codazo. Sam respondió con un manotazo para desviar el golpe—. Hoy vamos a comer carne en lata.

Su tío también parecía entusiasmado con la idea y Angie sintió una punzada de culpa por que se le hubiese pasado por la cabeza dejar la tarjeta en casa.

—Sí, bueno, estaba pensando en que quizá después me pase por el Basurero si tengo tiempo. Quería preguntaros si necesitáis algo.

—Pues ahora que lo dices... —dijo su padre buscando en uno de los cajones de su mesa de trabajo-. Aquí está. -Sacó un papel sucio de grasa y hecho una bola. Lo desdobló con cuidado. Cogió sus gafas de ver de cerca, que le quedaban diminutas en su cabeza, y comenzó a leer-: Necesito tornillos de cabeza plana, brocas del cinco, del diez y del quince. -Despegó sus ojos del papel para mirar a su hija-. Ya sabes que si no las encuentras me apaño con varillas de las mismas medidas y yo me encargo de moldearlas. Una mordaza y un tornillo de banco -finalizó dando golpecitos a la pieza metálica que estaba adosada a la mesa de trabajo-. El mío se ha pasado de rosca y ya no sujeta nada.

Angie se acercó para verla mejor. Luego calculó el peso.

—Es una pieza muy específica —murmuró pensativa—. No te preocupes, si hay una en el Basurero daré con ella -finalizó con determinación.

—¡Ja, esta es mi chica! —dijo su padre mientras le lanzaba una palmada a la espalda. Angie la esquivó con rapidez. Por muy cariñosos que fueran los gestos de su padre no dejaban de ser dolorosos.

De repente, una mujer apareció frente al mostrador; sostenía a un hombre.

—¡Brutus, Sam, necesito vuestra ayuda! —exclamó la mujer sin apenas conseguir mantener el peso de su compañero.

Sin demorarse, los dos fueron a ayudarla.

Cuando cruzaron el umbral del puesto y Angie vio la camiseta teñida de color rojo, sintió cómo el local comenzaba a dar vueltas. Dio un paso atrás para alejarse de aquella imagen, pero el taller era demasiado pequeño y el olor a cobre ya había penetrado en su nariz.

—Angie, prepara la camilla —le ordenó Sam. La joven se quedó en su sitio petrificada—. ¡Angie! —repitió su tío.

Por fin reaccionó, aguantó la respiración mientras entraba a toda prisa en la clínica de su tío. Se sintió desfallecer al ver las manchas de sangre en la toalla del cliente anterior. Las quitó a toda prisa y las cambió por unas nuevas. Enseguida, su padre y Sam colocaron al hombre que no paraba de gemir.

—Brutus, tráeme agua oxigenada. ¿Qué le ha pasado?

Desgarró la camiseta y dejó a la vista una herida de cinco centímetros de la que manaba abundante sangre. Angie se apoyó en la pared con el rostro lívido y, sin despegarse de ella, se tambaleó hasta estar fuera del cuarto.

Una vez fuera, se sentó en el taburete que había frente al mostrador y enfocó la vista en la calle principal para distraerse con los viandantes. A pesar de que sentía los oídos taponados de fondo escuchaba la conversación:

—Un encontronazo con los vigilantes. Ya sabes cómo es el Joe, nunca se calla.

—Sí, es un bocachancla en toda regla -dijo su padre.

—Parece que de esta te libras Joe. Brutus, presiona aquí con fuerza.

Tras decir esto su tío salió de la clínica. En cuanto lo vio aparecer Angie se incorporó. Sintió un leve mareo que logró controlar al sujetarse al mostrador.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó, intentando mantener la compostura.

—Nada grave, sobrevivirá.

—Bien —dijo ella.

Su tío la analizó con detenimiento.

—¿Te encuentras bien? Estás pálida.

—¡Sí, por supuesto! —dijo con demasiado entusiasmo. Su tío entrecerró los ojos y ella empezó a sentirse incómoda. De toda su familia tenía la sensación de que su tío era el único que no se creía sus mentiras—. Claro, tío, es solo que esta mañana apenas he desayunado y con el ejercicio de antes me ha dado un bajón de tensión.

—No sé, es como si la visión de la sangre te hubiera mareado.

—Buf, por favor, soy una luchadora nata, ¿cómo me va a molestar un poco de sangre? Soy una pirata —contestó ella. Luego alzó sus puños y los puso frente a él—. ¿Ves estos nudillos? Han estado manchados de sangre en muchas ocasiones.

Su tío dejó de observar sus puños para mirarla a los ojos.

—Ya —murmuró poco convencido.

Antes de que la conversación empeorase Angie decidió poner tierra por medio.

—Bueno, será mejor que me marche cuanto antes a por el racionamiento. Ya sabes las colas que se forman, podría tirarme allí todo el día. —Cogió su mochila y se dirigió a la puerta trasera.

—Angie —la llamó su tío antes de que saliera. La joven se dio la vuelta. La observaba amasando su perilla. No era tan grande como su padre, aunque era fuerte, y ella sabía que era un luchador increíble; todo lo que sabía lo había aprendido gracias a él. Era su mentor. Desconocía muchas cosas de él, como el motivo por el que le habían encerrado —a pesar de su pulsera naranja- o quién era en realidad, porque ella sabía que no era su verdadero tío. Le miró temerosa por lo que le iba a decir—. ¿Recuerdas lo que siempre te digo?

Angie frunció el ceño.

—¿Que piense? —preguntó sin estar muy segura.

Sam se rio mientras negaba con la cabeza.

—No, pero eso también es importante. —Se puso serio y la miró con intensidad—. Lo más importante es sobrevivir. Tu ventaja son tus piernas. —Angie afirmó recordando los entrenamientos, la multitud de veces que su tío le recordaba que aprovechase que sus piernas no eran humanas, que eran más fuertes y resistentes que las de los demás. Con una patada podía lanzar a su contrincante a varios metros de distancia. Su tío no le recordó nada de aquello, simplemente dijo—: Si es necesario... corre.

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