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El golpeteo de sus pies resonaba en el silencio de la noche mientras saltaba de un edificio a otro. La capucha de su sudadera había caído con la carrera y su cabello se agitaba arañándole el rostro. Una sonrisa de júbilo se abrió paso en sus labios. Las luces de Iron Moon se reflejaban en los paneles de la cúpula que cubrían la ciudad e iluminaban su camino. Aunque el toque de queda había sido hacía rato, allí arriba nunca aparecían los vigilantes, ni nadie más que ella. Por eso, Angie adoraba las azoteas.

Se detuvo un momento para observar su próximo salto. La distancia hasta la siguiente cornisa era de unos cinco metros, con una caída de veinte metros. Era un salto considerable, pero ¿desde cuándo eso la había detenido? Angie dobló las piernas para comprobar el sistema hidráulico, estiró sus extremidades superiores y se pasó el antebrazo izquierdo por la frente para apartar el sudor. Se lanzó a la carrera. El corazón le martilleaba en el pecho con energía. Al llegar al borde del tejado, flexionó sus piernas metálicas y se impulsó con todas sus fuerzas. Sus extremidades continuaron moviéndose en el aire mientras gritaba de euforia.

Aterrizó al otro lado con tanta fuerza que el metal, del que estaba hecho el contenedor de la azotea, se hundió bajo sus pies. Se quedó agazapada unos instantes para recuperar el aliento con una sonrisa en sus labios. Había sido brutal. El bolsillo delantero de la sudadera se agitó.

—Ya puedes salir, cobardica —dijo incorporándose. La cabecita blanca de Nube asomó por una de las ranuras, sus ojos negros brillaban en la noche.

Nube era su mejor amiga. No se había separado de ella desde que la encontró hacía dos años deambulando perdida por el Basurero. En cuanto la vio supo que era diferente, no solo por su extraña apariencia, con ese cuerpo alargado y su hocico chato, sino por su falta de adaptación. Pocas ratas te observan con curiosidad en lugar de huir; desde luego, no allí donde eran la dieta base. Enseguida, Angie se vio reflejada en la pequeña rata mutada que no entendía de qué manera funcionaba el sistema. Así que decidió adoptarla antes de que fuera el próximo almuerzo de cualquier habitante de Iron Moon.

—¡Guau! Ese salto ha sido impresionante.

Angie dio un respingo y empujó a Nube hasta el fondo del bolsillo. Su corazón, que se había calmado tras el salto, volvió a acelerarse. La sorpresa de encontrarse con alguien fue acompañada por otra que conocía bien, esa que nacía en el estómago y reptaba como una serpiente hasta enrollarse en la garganta: el miedo. Aun así, Angie cuadró los hombros y mantuvo la vista fija en la silueta que se escondía entre las sombras de la azotea superior. Si algo había aprendido desde pequeña era que mostrar el más mínimo temor en Iron Moon era peligroso. Respiró profundamente para controlar el temblor que quería adueñarse de su cuerpo mientras hacía un repaso mental de sus entrenamientos.

La figura se incorporó y saltó frente a ella con un movimiento tan ágil y silencioso que por unos instantes se olvidó de todo para admirarlo. Aquello no tenía nada que ver con su aterrizaje de hacía un rato.

En cuanto se enderezó la aprensión volvió a golpearla. Bajo la luz pálida de la cúpula, el joven mostraba un aspecto feroz. Sus rasgos eran rectos y duros, su cabello era una melena enmarañada y su altura era considerable, aunque lo que dejó a Angie sin aliento fueron sus ojos amarillos y lo qué significaban. «Un mutante», pensó, dando un paso hacia atrás de forma inconsciente.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó inclinando la cabeza hacia un lado, sin dejar de mirarla. Si el joven percibió su rechazo, no dio muestras de ello. Tan solo la analizaba como lo haría cualquier depredador con su presa.

Angie se quedó paralizada. Daba igual que cada mañana dedicara una hora a practicar boxeo y otras artes marciales con su tío ni que llevara un arma instalada en su brazo derecho. El terror se había apoderado de ella una vez más. Su boca se secó y su corazón golpeaba de forma frenética en el pecho.

Entonces el joven dejó de prestarle atención. Alzó un poco el rostro y olfateó el aire. Aquello desconcertó a Angie que, si bien había visto muchas cosas raras en Iron Moon, aquella se llevaba la palma. Por suerte el gesto tan inusual la hizo reaccionar. Se cubrió la cabeza con la capucha de la sudadera y salió disparada en dirección contraria.

La adrenalina se encargó del resto. Saltó y corrió a una velocidad como nunca había hecho antes. De vez en cuando echaba un vistazo atrás, convencida de que la seguía. No era así. El joven se había quedado en su lugar, observándola alejarse sin mostrar más interés. Aun así, Angie no paró de correr.

Cuando se sintió a salvo, se detuvo para recuperar el aliento y pensar cómo volver a casa. En su huida, se había desviado de sus rutas habituales.

¿Qué hacía un mutante ahí? ¿Sería un vigilante? Vigilante o no aquello significaba que las azoteas ya no eran seguras. Un sentimiento de tristeza la embargó. Allí arriba era el único lugar de Iron Moon en el que se sentía libre, donde no tenía que fingir ser alguien que no era. Sin embargo, con el mutante merodeando por allí, esa libertad se desvaneció de golpe. Suspiró abatida y se acercó a la cornisa del tejado para ver dónde se encontraba. Los comercios tenían las persianas metálicas bajadas y las sombras predominaban a pesar de que la calle estaba iluminada por la luz blanca de las farolas.

«Un mutante» volvió a pensar Angie. Recordó las historias que le habían contado, seres creados por los terrícolas para serviles como soldados. Eran inestables y violentos, por ese motivo, todo el mundo los temía. Los pocos que vivían en Iron Moon residían en el Distrito F.

Su atención se desvió a un grupo de presos que alzaban la voz. Estaban borrachos y volvían del Casino.

Su vista se desplazó unos metros más allá. Desde su posición privilegiada en la azotea, Angie pudo divisar sin dificultad la amplia explanada que se abría en medio de la ciudad y el edificio que había en ella. Era más bajo que los demás, aunque mucho más ancho y el único construido en bloques de piedra blanca. Era el responsable de que la ciudad tuviera una luz fantasmagórica por la noche, ya que sus paredes y su techo estaban llenos de carteles hechos con tubos de neón que cambiaban de color constantemente.

«BIENVENIDO AL PARAISO», «DISFRUTA DE LA MEJOR COMPAÑÍA», «ACTUACIONES EN DIRECTO», «FRUTA, CHICAS Y ALCOHOL», «CASINO».

Todos ellos acompañados de siluetas de mujeres bailando y copas.

El grupo que estaba en la calle volvió a llamar su atención. Se habían enzarzado en una pelea. Angie no tardó en ver aparecer a dos vigilantes. Las chispas que salían de sus porras eléctricas contrastaban con sus vestimentas oscuras. Una sensación desagradable se adueñó de su estómago, consciente de lo que estaba a punto de suceder.

Los vigilantes alzaron la voz para hacerse oír entre el barullo de la pelea, pero estaban demasiado borrachos para atender a razones. Y, siendo honestos, tampoco insistieron mucho. Pronto, los destellos de las porras comenzaron a dibujar figuras en la penumbra de la calle. Podría haber sido una imagen bonita si no fuera porque iban acompañadas de gritos y súplicas. Angie apartó la mirada con repugnancia.

No era necesario ser un mutante para convertirse en un monstruo, y Iron Moon estaba plagado de ellos. De monstruos y de basura.

Angie contempló la ciudad en la que había crecido, una ciudad diseñada para albergar a criminales y levantada sobre el mayor vertedero creado por el ser humano. Luego analizó los edificios con detenimiento, eran tan grises y lúgubres como sus habitantes. Se edificaron con contenedores de metal apilados unos encima de otros, desiguales y torcidos, hasta que con el tiempo se asentaron lo suficiente como para albergar a miles de convictos. Los mismos que le habían brindado la oportunidad de recorrer sus azoteas en busca de un poco de libertad... hasta ahora.

—Maldito mutante —murmuró Angie girándose para regresar a casa.

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