Capitulo XX: Culpables
Para Irene, era algo imposible de ignorar: quizá no en un comienzo, pero al pasar algo de tiempo, sentada alrededor de un fuego en medio de un pequeño asentamiento, mirando a su alrededor, la verdad parecía inaudible.
—¿Un poco más? —escuchó en voz de Lazar.
—Eh, no, no: muchas gracias —contestó al ver el ofrecimiento: un tazón de un caldo que intentaba ser una sopa, pero apenas podía distinguirse del agua.
Parecía algo increíble, pero había encontrado una cosa que no esperaba que se iba a topar en el camino en esta nueva aventura: una comunidad más humilde qué la suya.
No lo pensaba en un modo de arrogancia, o para sentirse superior a los demás, simplemente era algo que en realidad la sorprendía: las casas de aquel asentamiento eran pequeñas, con apenas una estructura de madera y más pieles y retazas de telas. Comparado con eso, su viejo hogar en Ensk parecía casi un palacio.
Inclusive su ropa era diferente: utilitaria, diseñada para el trabajo y nada más. Irene no podía presumir de vestidos elegantes para el día a día como la de una señorita de familia acomodada, pero hasta ella poseía un par de prendas más o menos decentes en el caso de las espaciadas fiestas que tenía su lugar de origen.
Irene notó a Aleksei, viendo hacía el horizonte dónde la luna comenzaba a asomarse, un tanto alejado de la improvisada celebración que les habían montando.
—¿Me disculpan? —se excusó al levantarse de la banca dónde se encontraba posada, en medio de dos señoras mayores, y salió al encuentro con el sangre azul. Los demás no lo notaron, se encontraban demasiado jubilosos al verse librados de los abusos de esos soldados como para notar el paradero temporal de sus héroes.
—¿Pasa algo Irene?
—¿Cómo hiciste para saber qué era yo sin siquiera voltear en mi dirección?
—No lo sabía: llevo diciéndolo como unas cuatro veces, esperando a que vinieras, y por fin acerté.
—Oh, va...eso tiene sentido.
—Me sorprendió eso que hiciste con la pluma. ¿Cómo lo lograste? ¿Cómo sabías que podías hacer eso?
—No lo sabía.
—¿Perdón?
—No lo sabía: improvisé. Dado que no podemos darnos el lujo de malgastarla, sólo pensé en ver que hacía si sólo la agitaba un poco y...vaya, funcionó, eso es lo que importa, ¿no?
—Pudiste...haber fallado.
—Lo mejor es tratar de no enfocarnos en eso.
Irene se posó a su lado, y miró hacía la misma dirección.
—Eres bastante valiente, Aleksei —irrumpió la joven el silencio entre los dos.
—¿Bromeas? Me debatí tanto si el actuar o no...y...
—...y al final, actuaste.
—Sí, lleno de miedo.
—Sin duda: tus piernas temblaban tanto como la de una gallina que sabía que la iban a meter a la cazuela.
—Eso no da muchos ánimos...
—No, creo que no. Pero...en tú defensa, siempre he pensado que hay más merito en el saber que tienes miedo, y aún así tratar de hacer lo correcto qué no tener miedo de todo.
—¿Por qué piensas eso?
—Bueno, supongo que porque el que no tiene miedo muchas veces no miedo el riesgo, es ignorante...no hay valor en eso. Pero saber, y de todos modos lanzarte a hacer lo que está bien, por lo que crees...eso sí tiene merito.
Tal pensamiento sorprendió a Aleksei: nunca había considerado tal perspectiva de las cosas. Era un detalle sencillo y pequeño, pero que ofrecía una visión distinta de tanto que el había conocido.
—Perdón por cuestionarte —Irene añadió—. Tenías razón: no sé si yo misma hubiera dejado ir tan fácilmente el llamado de ayuda de alguien...
—Sé que mis problemas son nada comparado con los de otras personas, pero ey, también tienes que admitir que no es poca cosa estar de fugitivo, con tu padre asesinado y alejado de la única otra persona de tu familia que todavía significa algo para ti.
—Hablé de más, ¿no?
—Tenías tus motivos también. Creo que, por todo lo que me has ayudado, tienes más qué derecho de tener una voz en lo que hacemos.
—Sigo asustado, pero...si afronto eso, ¿soy verdaderamente valiente?
—Al menos para mi sí...no es que importe mucho pero...
—¿Has pensando así toda la vida o tuviste alguna epifanía en cierto punto de la vida, Irene?
Ella sonrió, y bajó su rostro: al final, la respuesta fue un poco de ambas.
—Desde muy temprano he sabido que eso es cierto. Probablemente la única verdad que conozco con certeza.
¿Cuándo fue la primera vez que pensó así del valor y del miedo? Irene sabía desde qué punto lo hacía: desde el punto en que gritó y corrió por ayuda para salvar a alguien que quería de las garras heladas de la muerte.
—Amigos, no quisiera molestarlos —la tía de Lazar les advirtió—, pero está anocheciendo, y pronto empezará a hacer mucho más frío: creo que lo mejor es que vayan a descansar.
—Tiene razón —Aleksei contestó, parcamente, con una amabilidad apenas de etiqueta básica—, muchísimas gracias...
—Me llamo Marija, lo siento, creo que no me había presentado con ustedes.
Ninguno de los hogares parecía poseer algo más de lo elemental: Aleksei compartió el espacio para dormir en la carpa de Lazar, e Irene en la de la tía Marija. Originalmente les habían reservado un espacio para ambos, pero prontamente Irene aclaró que no se llevaban tanta confianza y que no existía una relación entre los dos, y decisión fue cambiada.
—¡No sabe cuánto agradezco lo que hizo por mi aldea! —Lazar exclamó desde su futón, con una energía infantil tal que denotaba que no parecía estar listo para dormir.
—No fue nada amigo, no fue nada.
—¿Aún le duele su herida?
—Fue menos de lo que creí que sería, para mañana creo que ya debería estar bien.
—¿Cómo hizo eso tú amiga? ¡Eso con la pluma! ¡Y luego del modo en que tú derribaste a esos sujetos! ¡Fue espectacular!
—Ey, amigo...si no te molesta, quisiera descansar un poco —Aleksei le mencionó, al tiempo que tomaba su lugar en el rincón de la tienda.
—Sí, claro, claro...
Aleksei se acostó, se cubrió con una piel, cerró los ojos, y dejó su mente buscar el descanso tan ansiado. Relajación, calma, quietud: una de las ventajas de toparse con las horas de sueño en medio de esas regiones tan inhóspitas era el total y completo silenci...
—¿Cómo aprendiste a manejar la daga así? —preguntó Lazar.
—¿La daga? Pues...años de entrenamiento.
—¿Sabes manejar la espada?
—Algo sé de eso. No soy experto, pero...
—¿Y cómo hizo tu amiga eso? ¿Es una hechicera? ¿Sabe hacer magia?
—¿Te gusta hablar mucho, no es verdad?
—No tanto, ¡pero vamos! ¡Hicieron una gran hazaña! ¡Tienen que decirme como..!
—Preferiría descansar —Aleksei cortó.
—Pero...
—De verdad, pequeño: estoy algo cansado, todo lo que quiero es dormir —reiteró, con un mayor grado de autoritarismo en su discurso.
—De acuerdo...
Pronto Aleksei se arrepintió de lo que hizo: Lazar pronunció esas últimas palabras como si hubiera recibido la peor reprimenda de su vida. La energía, el animo, se tornaron en desilusión.
—Oye, lo siento —dijo rascando su nuca—. Mas creo que debes entender que ha sido un día algo tenso.
—Está bien.
—Mira, yo...quería preguntarte algo.
—¿Qué?
—¿De verdad, saliste por...tu cuenta, a buscar ayuda? ¿En medio de la nieve?
—Sí.
—¿Sabes lo peligroso que es eso?
—Al final, valió la pena.
No podía cuestionar la lógica del jovencito, en especial dado que él hizo realidad su aventurado e imprudente plan.
—Fue un poco una cuestión de suerte, ¿no lo crees Lazar? —argumentó—. Tan fácil nos pudiste encontrar a Irene y a mi, como no hubieras podido encontrar a alguien, o inclusive, pudiste haber encontrado a alguien con malas intenciones.
—Eso me decía mi tía, pero eso no me importó.
—¿No te importó arriesgar tu vida?
—Era...era mejor qué seguir con ellos aquí.
Fue un tanto difícil de entender para Aleksei la dureza y severidad de la verdad que Lazar exponía: prefirió salir en búsqueda con sus pies en el blanco mortífero a seguir aguantando su acoso. Sabía que podían ser malos, hasta dónde podían llegar sus abusos, ¿pero que un infante prefiera poner su vida en riesgo? ¿Era acaso sensato? ¿O es que era incapaz de entender algo que no había estado listo para comprender?
—¿Hicieron cosas muy malas, no es así? —cuestionó el príncipe.
—Ya no podíamos seguir aguantando.
—¿Seguir? ¿Pues...por cuánto tiempo han estado batallando con ellos?
—No lo sé: regresan cada dos o tres meses, y siempre hacen su desastre...teníamos que hacer algo.
Aleksei notó algo; no estaba seguro si ya lo había oído, pero con más calma, finalmente un par de piezas parecieron encajar.
—¿Regresan, dijiste?
—Sí.
—¿No es la primera vez que habían llegado? ¿Ya los habían visto antes?
—Muchas veces.
—¿Cuántas veces?
—No sé.
—¿No sabes?
—¿Qué? ¿Debería saber? —Lazar dijo algo intimidado.
—Disculpa, pero es que, ¿entonces...es un problema recurrente?
—Pues...sí.
Y así, Aleksei se dio cuenta que aunque él era el mayor de esos dos, sin duda, él era también el más ingenuo.
—Gracias de nuevo por recibirnos aquí, señora —Irene dijo a Marija antes de recostarse en su rincón de la tienda.
—No es nada hija, de verdad ustedes dos nos hicieron un favor enorme —contestó—. Aunque...bueno, el pequeño Lazar, ¡como quisiera que no fuera tan imprudente!
—Su imprudencia funcionó.
Marija sonrió.
—En ocasiones lo hace querida, pero he visto demasiados casos en los que no.
Y tras pronunciar ese enunciado, Marija dejó de sonreír.
—¿Los padres de Lazar...no están, verdad?
—Ya hace mucho...bueno, su padre, hace cinco años, creo...lo de su madre, fue más reciente.
—Disculpe. ¿Toqué algo demasiado...?
—No pasa nada hija, en realidad, me gusta hablar de ellos: me gusta recordarlos, es como darles la oportunidad de que vivan una vez más.
—Es un...pueblo pequeño, pero acogedor —Irene dijo, intentando cambiar la dirección del tema, no por grosería, sino por no subrayar algo que era a leguas notorio que era un tema difícil.
—Puedes decirlo: es un lugar duro, nosotros lo sabemos bien. Hubiéramos cambiado de lugar como se suponía que se debería de no ser por esos matones sobre nosotros.
—¿Cambiado? ¿Son nómadas?
—Sí, estamos a la entrada del invierno y deberíamos haber empezado el camino hacía el sur, dónde nuestros animales puedan pasar y dónde no tengamos que sufrir tanto este clima.
—Pero esos idiotas les cortaron las alas.
—Más bien, se comieron los animales, pero entiendo la idea querida.
—No la han pasado...bueno...
Irene se arrepintió de, en realidad, cualquier cosa que pudo haber dicho: entre más era la inmersión, más se daba cuenta que aquellas quejas respecto a lo que conocía parecían niñerías en comparación a lo que veía, y sospechaba, de esa gente, de esas personas.
Le tomó varios intentos, le tomó el esfuerzo de no llamar la atención, de no levantar la voz, e inclusive de hacerlo, de no decir aquello equivocado; palabras que pudieran revelar su identidad, o que pudieran levantar sospecha de cualquier tipo.
El corazón de la princesa latía con un ritmo que recordaba el galopar de un corcel; no podía creer que finalmente lo había logrado. ¡Había salido del palacio!
No fue sencillo: al final del día, se trató de ensayo y error. En un par de ocasiones se arrepintió justo en el momento clave, por miedo, algo comprensible dadas las sospechas que tenía de aquellos que se suponía debían cuidar de su persona. Pero finalmente, logrando poner en la balanza las cantidades justas de valor y atrevimiento, cumplió su objetivo.
Y aunque ya había visto esas calles tantas veces, Zlata lo experimentaba de un modo completamente diferente a cualquier recuerdo del pasado: no estaba cuidada por una plétora de soldados o guardias, ni hacía su recorrido con un carruaje elegante, o en ropas ceremoniales. Era una jovencita que en un vistazo rápido, no sobresalía: sencilla, con vestimenta ordinaria y humilde, no muy diferente a la de cualquier otra habitante de la capital, dando pasos para otros comunes, para ella extraordinarios.
Cruzó la ciudad de un extremo a otro, y le tomó su tiempo, o más bien, lo más apropiado sería decir que ella se tomó su tiempo: estaba encontrando que el caminar como una plebeya ofrecía algo que no había conocido bien hasta ése momento.
Un sentimiento de libertad.
Hecho un vistazo a los puestos y mercados, a los artistas cantando canciones sobre hazañas de héroes en tierras lejanas que podrían o no ser meramente un invento. Vio a maestros artesanos con sus obras: muñecas y títeres, y a otros maestros manejarlos con una destreza que se veían con un movimiento más humano qué muchas personas que ella conocía.
Pero chocar por distraerse con un guardia que vigilaba ése barrio la devolvió prontamente a la realidad: se excusó, tratando de mantener su rostro cubierto, y continuó: quizá su miedo era uno excesivo, porque, después de todo, ¿quién podría sospechar que una adolescente cualquiera con la que te encuentras en un mercado es alguien de sangre azul?
Mas sin embargo, poner en practica su suposición era demasiado por el momento.
El blanco no podía perderse, y finalmente había llegado al monasterio: más sencillo que la opulenta catedral en el centro de la ciudad.
—¿Puedo ayudarla, señorita? —un joven clérigo le preguntó al verla sobrepasar la puerta de entrada exterior.
—Mil disculpas, quisiera hablar con alguien en especial.
—Creo que lo mejor es que vaya a la iglesia principal, dónde se hacen las consultas y...
—No, no. Mi problema es de otra naturaleza.
—Maksim, Maksim, ¿qué es lo que sucede? ¿Qué haces que tanto te demora? —preguntó saliendo del edificio un clérigo de mayor edad.
—Mil disculpas, es que hemos recibido una visita y...
—¿Qué es lo qué desea, señorita?
—Bueno, es que...em —Zlata batalló para poner sus pensamientos en orden, y más para que estos formen las palabras que deseaba decir—. Había algo...no sé si podía ayudarme en...esta cosa y...
—¿Se trata de un problema hija?
—Pues...se puede decir que sí.
—Maksim, ¿le sugeriste que fuera a la iglesia?
—Lo hice maestro, pero ella insistió.
—Sí, sí —se rascó su barba—. Lo comprendo.
—Entonces, ¿qué quiere que..?
—Maksim, creo que te necesitan atrás, más vale que vayas a ayudarle a tus compañeros, que la última vez que nadie estuvo cerca de Igor para ordeñar el burro el pobre terminó desinflado de un pezuñazo en el estomago.
—¿No son las burras las que se ordeñan?
—¡Sí, bueno, creo que ya comprenden cuál fue el problema en primer lugar! ¡Ahora ve, pero rápido!
Acató la orden, y se fue.
—Voy a ir directo al grano porque estar afuera de mi cuarto cada vez es más difícil; los huesos me calan, tuve un resfriado hace tiempo que me duró y porque es peligroso tener a la princesa de Vasilea a plena luz del día por, ¡quién sabe qué razón!
—¿¡Qué!? —Zlata se alteró —. ¿C-cómo supo?
—Yo sé muchas cosas, ¡soy un clérigo! ¡Tengo que saber estas cosas! ¡Y no soy tan joven y le diré que uno sabe más por viejo que por cualquier otra cosa! ¡Y...! ¡Ey, ey, no se vaya! —le advirtió el religioso al notar que la princesa estaba dando pasos en retroceso hacia afuera del área del monasterio.
—Pero...
—¡Yo no soy el enemigo! —se le acercó—. Y en realidad, Su Majestad, sé muy bien el motivo por el cuál está aquí.
—¿De verdad?
—No vino por nuestra venta de dulce de leche de burra, ¿verdad?
—Eh...me temo que no.
—¡Y no la culpo! ¡Confundir burro con burra! ¡Con razón nadie va a nuestras cenas!
—Sé que debería respetar a un hombre de Dios, pero...si no le molesta, quisiera que fuera al grano.
—Vale, mil disculpas, de todos modos, usted tiene un rango mayor qué yo y todo eso y....en fin, sé de alguien que quiere verla.
—¿Quién?
—Ya lo verá...pero por favor, vuelva en la noche.
—¿Volver? ¡No sé todavía si podré regresar!
—¡Hay demasiada gente! ¡Y tenemos pocas opciones! ¡Y puede que tenga interés en alguien!
—¿En alguien? —Zlata sólo pudo pensar en una persona—. ¿Mi hermano?
—No, me temo que no. Pero puede que le ayude a encontrarlo.
—¿¡De verdad!?
—¡Es posible! ¡Hay una posibilidad muy pequeña! Pero sé que hay algo muy podrido en todo esto, usted no es la única que tiene sospechas, pero es usted joven, así que tal vez arriesgó demasiado para este punto...
—Ni que me lo diga, ¡no sabría en qué cosas me tuve que meter para finalmente poder venir aquí!
—Vladimir...debe ser cercano, ¿no es verdad?
—Dadas las circunstancias.
—Yo me cuidaría mucho de él.
—¿Cuidarme? Eso no lo tiene que decir dos veces.
—Puede ser, pero yo he oído cosas, y sé de lo que es capaz para cumplir sus objetivos.
Zlata sintió como esas palabras resonaban con especial fuerza en sus oídos: aquel clérigo, de tono afable y hasta algo despistado, le habló, y la miró con especial solemnidad. Sin duda, parecía saber muy bien de lo que estaba hablando.
—¿Debo...cuidarme?
—Más que cuidarse, Su Majestad, yo diría que debería estar lista en caso de que tenga que salir del palacio una vez más.
—Esta noche, ¿no es así?
—Cuídese mucho, y no confié en él...
Zlata le dio la espalda, se puso su capucha, y caminó hacia la salida de la propiedad del monasterio, no sin antes, desear un poco de luz en un último tema; no deseaba desaprovechar la oportunidad, si es que, como estaba sospechando cada vez más, habrían menos chances de poder resolver sus dudas a tiempo.
—Me dice que no puedo confiar en el duque; creame, yo tampoco lo hago, no como solía hacerlo. Pero a usted apenas lo conozco. ¿Qué garantía tengo de que puedo confiar en usted?
El monje se volvió a rascar la barba en lo que pensaba sobre esa cuestión.
—¿Conoce el símbolo de su familia, Su Majestad? ¿El ave de fuego?
—He oído historias sobre ése ser.
—Debería creer en él más de lo que supongo hace en estos momentos.
—Según yo, no era más qué un cuento de hadas. Las niñas crecen, y dejan de creer en los cuentos.
—Es cierto, es cierto, pero también recuerde que sólo porque haya dejado de creer en los cuentos no significa que los cuentos hayan dejado de creer en ti.
No parecía ser la respuesta que esperaba la princesa, pero, sin embargo, había resuelto mejor sus dudas qué cualquier otra contestación hubiera podido lograr.
—¿Le parece bien la medianoche?
—Me parece perfecto, ¡ah! Y...bueno...sé que tal vez ya hayan pasado muchos días pero...mi más sentido pésame, Su Majestad.
Y lista para enfrentar una verdad oculta, Zlata sintió un pésame con una diferencia clave: honestidad. Algo que se estaba empezando a volver más raro y preciado qué el oro.
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