¿Me vas a dejar que te lo demuestre?

Tiene los ojos brillantes y no sé exactamente qué significa eso. No sé si he dejado claro que me gusta o no. En realidad no lo he dicho, pero se supone que se entiende, ¿no? Me rasco la nuca, nervioso. No sé si he estropeado algo, si lo he mejorado. No sé si va a llorar y en caso de que lo haga si lo va a hacer de la emoción o de la tristeza que le da rechazarme. Al fin y al cabo esta sería una segunda cita pero no es real, es la primera, y a lo mejor no tendría que haber hecho caso a Ana y me tendría que haber callado.

¡Ay, madre mía! La he liado, la he liado seguro. No sé dónde fijar la vista y me remuevo en el sitio. La miro a los ojos, pasando rápidamente de uno a otro.

—Me estoy agobiando, María. Tu silencio es de lo más inquietante, te lo tengo que reconocer —decido decir al fin.

Parece que por fin reacciona y va a decir algo.

—Lo siento, es que muy bonito lo que has dicho. Solo es que... no puede ser que... —se interrumpe de nuevo. Ahora es ella la que balbucea y yo no estoy entendiendo nada.

—¿Que qué? —insto a que continúe.

—Joder, Quique. ¡Es que mírate! —espeta.

Frunzo el ceño, sin saber de qué me está hablando, así que agacho la cabeza para mirarme. No veo nada. Giro un poco mi cuerpo para tratar de mirarme por los costados también, pero sigo sin saber a qué se refiere. Escucho como ella se ríe y sigo sin tener ni idea de qué.

—¡Qué tonto eres! —dice aún sonriendo.

Yo sigo con el ceño fruncido.

—¡Has sido tú la que ha dicho que me mirara! —reprocho—. No me encuentro nada raro. Me miro todos los días al espejo, no sé qué quieres que vea ahora.

Ella suspira, pero la sonrisa no se le quita. Me encanta esa expresión, pero ahora sé que es un gesto más condescendiente que otra cosa, y me está agobiando no entenderla.

—Eres un nueve, ¿es que no lo ves?

Hago un gesto obvio de extrañeza. ¿Pero de qué me está hablando?

—No sé qué se supone que significa eso —respondo sincero. No tengo ni idea.

Mi ceño sigue fruncido, y no sé si al final de esta noche tendré arrugas en la frente por este rato de conversación absurda y que no tiene sentido.

—Pues eso —insiste como si me hubiera aclarado algo—. Eres un nueve y yo con suerte llego al seis.

—¿Pero qué...? En serio, ¿de dónde sacas esas cosas? ¿De alguna película o serie? ¿De algún libro?

—De la vida, Quique. ¡De la maldita vida! —dice poniéndose de pie.

—Vaaaaale —acepto tratando de sentarla de nuevo. Por suerte ella se deja—. Voy a tratar de jugar a esto. Yo... yo no... no soy un nueve —tartamudeo al final, de nuevo por los nervios de hablar de mí.

—Sí lo eres —reitera cruzándose de brazos—. Soy realista, no te he puesto un diez.

—Oh... gracias —comento irónico—. Se... se agradece lo bien que me miras, pero no lo soy. Y aún si lo fuera —continúo rápidamente al ver que me va a interrumpir—, daría exactamente igual. Tú no eres un seis.

—Sí que lo soy.

Resoplo frustrado. Lo peor es que la entiendo perfectamente, yo no soy quién para dar lecciones de seguridad.

—Lo que eres es muy cabezota, y muy ca... cansina —opto por decir finalmente—. Eres tú la que tiene que mirarse, no yo.

—Podrías salir con cualquiera —murmura, aunque la puedo escuchar perfectamente.

Es mi turno de reír, no lo puedo evitar.

—Una vez intenté salir con cualquiera y no lo conseguí. Ya tenía estos ojos, este cuer... cuerpazo de nueve —bromeo para que sonría, lo logro—. Pero no lo conseguí. No somos números, María. Tú lo sabes, tú... tú... ¿tú me verías igual si estuviera más gordo? —pregunto con algo de miedo, no sé si por su respuesta, o por usar la expresión.

Es una palabra que sé que hace daño, que sé que duele más de lo que parece en principio y que, muchas veces, se usa muy a la ligera. Ella parece no ofenderse, lo cual me alegra.

—No —dice sincera. Parpadeo un par de veces no creyéndome que esa sea la respuesta que da—. Lo cierto es que te vería más accesible.

—No... no me hagas decirte to... todas las cosas bonitas que veo en ti en la primera cita...

—Segunda —interrumpe con sorna.

—Segunda —concedo sonriendo—. No me hagas eso... o no terminaré... por el tar... tar... tartamudeo, y también por la... la cantidad de cosas que veo. Me... gustas, María. Me gustas mucho.

Trago en seco porque ya sí sé que lo he dicho. Si antes no lo tenía claro, ahora no hay lugar a dudas. Me siento totalmente expuesto, como nunca antes he estado.

—También me gustas —dice, roja como un tomate, pero lo dice.

No sabía que estaba aguantando la respiración hasta este preciso momento, en el que el aire entra en mis pulmones y noto el corazón latiéndome a mil por hora. Sonrío ampliamente, no lo puedo evitar, tampoco es que quiera hacerlo, y ella me devuelve su radiante sonrisa. Sus ojos siguen brillando y ahora sí que creo que es por la emoción, tal vez los míos estén igual.

Su mano se apoya sobre mi cara y noto la calidez en ella. Cierro un instante los ojos para disfrutar más del momento y, cuando los abro, ella está más cerca de mí. Miro sus labios, y sé que ella también ha desviado su mirada a los míos.

Me besa. Suave, delicada. Sé que parezco un adolescente hormonado por todo lo que este beso me está haciendo sentir. El corazón parece que se me va a salir del pecho. No quiero que acabe esta sensación de caída libre. Da un paso más y profundiza el beso, y yo la sigo sin querer que pare.

Un leve gemido por su parte me hace aterrizar, y parece que a ella también, porque poco a poco nos vamos separando. Trato de que mi respiración y mi pulso se normalicen.

Ella también está agitada y sí, con la cara roja. Voy a pensar que es su estado natural.

—Te aseguro que no eres un seis —digo en cuanto creo que mi voz va a salir.

Sonríe de nuevo y asiente con la cabeza. No sé si la he convencido de algo, si me dejará siquiera que lo haga. No miento cuando digo que son demasiadas cosas las que podría decir, para exponerme en una primera... segunda cita.

—¿Me... me vas a dejar que te lo demuestre? —pregunto. Mi tartamudeo ya no es tanto por nervios si no por su cercanía.

—Nos lo demostraremos —afirma—. Tienes citas indefinidas conmigo, señor chicle —bromea.

Me parece un buen trato y mi asentimiento le da la respuesta. Se acerca de nuevo a besarme y, con ello, una vez más el vuelco en el corazón y los nervios revoloteando en el estómago. La sensación de que estando con ella no soy invisible, que no lo seré. Da igual las citas que hagan falta para que ambos nos convenzamos de que somos justo lo que el otro necesita. Justo lo que el otro merece. 


FIN


Y acabo tal y como empecé, dedicando el capítulo a la persona más pinchona, porque me obliga a escribir cosas como esta. Y que cuando no sé cómo seguir se planta y me da la idea. Y además, así se me anima un poquito. Gracias, sister, por todo. Y ya sabes, respira... ¡y escribe!


Espero que os haya gustado y, por supuesto, que me lo hagáis saber. Y si no os ha gustado pues también... pero decídmelo con cariño y así me entero ;) 

Gracias a todos los que habéis llegado hasta aquí. ¡Nos leemos en la próxima!

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