Me encanta escucharte.

Voy a matar a Laura. Juro que la voy a matar. Entiendo perfectamente que haya venido a retomar su amistad con un viejo amigo, pero ha tenido que ser a mi tetería, donde sé que me va a tratar de poner en un compromiso. Creo que en el fondo le gusta verme sufrir.

He hecho el ridículo hasta decir basta. Cuando han llegado, después de una breve presentación, he desaparecido, con la absurda y tonta excusa de que alguien me llamaba. Al volver, la cara de Aída me ha confirmado que nadie se lo ha creído. Y casi peor ha sido ir a tomarles nota, con los colores subidos y el calor saliendo de mi cara como si fuera el mismo Sol. No tengo ni idea de quién me ha mandado a ir para allá, cuando yo sé perfectamente lo que va a pedir cada uno. Me podría haber ahorrado un bochorno, la verdad.

Me armo de fuerza y respiro hondo antes de coger la bandeja y llevarla yo misma, a pesar de que Víctor, ese perfecto amigo y también perfecto camarero, está aquí disponible. Me tengo que hacer fuerte, esto hay que superarlo con terapia de choque. Le guiño el ojo antes de ir a la sala donde están sentados. No sé si ha sido porque se ha dejado llevar por Laura, o porque su sitio de siempre no estaba disponible cuando han llegado, pero están en una sala contigua. Casi echo de menos no verlo de reojo mientras preparo las comandas. Bueno, puede que sin el casi.

—Aquí tenéis, chicos. ¿Queréis algo más? —les pregunto parece que con más seguridad de la que tengo.

—No, gracias. Está todo perfecto —contesta con una sonrisa y, sin darme siquiera cuenta, se la devuelvo.

Me quedo un rato empantallada mirándolo, hasta que el carraspeo de Laura me trae de vuelta a la realidad.

—¿Por qué no te sientas con nosotros, María?

¡Oh, mierda, mierda, mierda! Calor, calor, calor. Odio a Laura, de verdad que la odio. Niego con la cabeza rápidamente y me excuso con que tengo trabajo, lo que no deja de ser verdad.

—Además os estaréis poniendo al día, no voy yo a molestar —alego.

Desconozco por qué digo esa chorrada, como si me fuera a sentar de alguna de las maneras. Me muero de la vergüenza.

—No... no... molestas —comenta él.

Se le ve igual de azorado que yo y me estoy conteniendo para no mirarlo con ojos tiernos y salir de allí, antes de que mi cara vuelva a parecerse al alumbrado navideño.

Laura insiste en que me siente con ellos, añadiendo que el resto de nuestros amigos van a llegar en breve. Supongo que me quiere dejar así más tranquila, aunque no lo consigue. No obstante, les prometo tomarles la palabra cuando eso ocurra, así parece que se la conforma.

Tal y como ella me indicó, nuestros amigos están apareciendo y se van sentando en varias mesas que juntan a medida que llegan más. Todos esperan hasta que podemos dar el cierre y sentarnos tranquilamente con ellos. Terminamos por fin la jornada y me voy a sentar con ellos. Cuando lo hago, veo que estoy al lado de Quique. No me lo espero porque entre tanta gente lo cierto es que pensé que se habría ido, no parece ser una persona que se sienta cómoda entre tanta gente. Así que sí, me doy una sorpresa, agradable he de decir.

Se mantiene en todo momento en un segundo plano. No participa demasiado de la conversación, aunque tampoco parece que le esté importando estar aquí. La verdad es que Laura lo está protegiendo bastante bien, no dejando que sea el blanco del interrogatorio de nadie, mucho menos de Nacho, que suele ser un cotilla con la gente nueva.

Miro el reloj cuando veo a Irene tratando de no bostezar, sin mucho éxito. Pide perdón, pero la verdad es que es tarde y todos estamos reventados, así que decidimos despedirnos.

Es todo un espectáculo cuando nos decimos adiós. Somos el ciento y la madre y nos despedimos con dos besos de todos, o ellos con abrazos y fuertes palmadas en la espalda, entre un jaleo y los típicos: esta semana nos vemos, ¿no? Pues claro, como todas las semanas. Esa es nuestra despedida normal, si no fuera porque Laura —la que disfruta con el mal ajeno— pone a Quique en el compromiso de que me acompañe a mi casa. ¡La madre que la parió!

Trato de negarme, de liberarle de eso, pero Laura ni lo deja hablar al pobre y nos va empujando. Lo bueno es que provoca que él suelte una carcajada que no me esperaba escuchar. Parece tan callado y ha estado tan cohibido en todo momento, que me parece todo un triunfo poderlo ver reír así.

Andamos despacio. No sé si es él quien marca el ritmo o soy yo, solo sé que me apetece ir así, estoy extrañamente tranquila a su lado. Vamos esquivando representantes de locales de copas y gente borracha que sale de ellos, y por el momento vamos en total silencio, aunque no es que me importe.

Vuelvo a insistir en que no tenía por qué acompañarme. Seguro que él odia a Laura tanto como lo hago yo.

—¿Tienes frío? —pregunta de pronto. Frunzo el ceño, el cambio de tema ha sido brutal—. Perdón, no sé ni por qué lo pregunto si no tengo chaqueta que dejarte —completa mirando nerviosamente al suelo.

Sonrío. Seguro que me ha visto frotarme los brazos porque sí, por la noche ha refrescado un poco y venía poco preparada para ello. Me resulta un chico muy tierno.

—Y... y es un placer acompañarte. Igual Laura no mentía al decir que tengo el coche por ahí abajo.

Me quedo más tranquila, la verdad.

—Ah, menos mal. Por lo menos no te tienes que desviar.

—Igual me desviaría. —Carraspea—. Para acompañarte y eso, ya sabes.

Esta vez me mira y sonríe levemente, lo que me hace sonreír a la vez. Lo cierto es que no deja de verse tímido y a mí no para de enternecerme. Creo que me estoy metiendo en algo que no voy a poder controlar, pero me doy cuenta de que, a pesar de que no soy la persona más lanzada y dicharachera del mundo, no quiero ponérselo más difícil.

Trato de sacar conversación sobre su trabajo, que he descubierto le encanta y parece sentirse cómodo hablando de ello. Me gusta ver esta faceta más tranquila de él. No paro de hacerle preguntas sobre lo que ha hecho, donde ha trabajado o lo que se me ocurra, y él me contesta a todo.

Descubro así que se marchó a Londres a buscar trabajo de lo suyo y perfeccionar inglés, aunque comenzó de friegaplatos, hasta que consiguió un puesto de junior en una empresa de programación. Me cuenta sin reparos que la enfermedad de su padre le hizo volver y cuidarlo hasta que falleció, lo que me hace ver que, además de parecer buena persona, lo es.

Poco a poco se ve más cómodo y yo también lo estoy, la verdad. No llevamos casi nada andado, pero estamos tardando una barbaridad, sobre todo porque a la altura de calle Larios, mi paso se hace más lento aún. Me encanta esta calle, pero mentiría si no digo que también quiero estirar el tiempo con él. De hecho, me siento en uno de los grandes bancos de mármol que hay aquí.

Ahora es su turno de preguntarme por mi trabajo, así que le cuento orgullosa lo logrado por mi socia Aída y por mí. Le parezco de lo más profesional y sí, lo soy, ¡já! Pero me gusta que me lo diga también.

Aprovecho este momento para mirarlo bien. Sin tenerlo lejos, sin tener que esconder mi vergüenza tras la barra. Puedo ver mejor sus facciones angulosas, su mandíbula marcada y también esos ojos grandes y tan verdes que se esconden tras sus gafas.

Podría estar así un tiempo indefinido, pero parece que a mi boca le viene mejor decir la primera chorrada que se le ocurre, y me cuestiono por qué está tan moreno si apenas ha empezado el verano. ¿Por qué, María? ¿Por qué? ¿Por qué no puedes preguntar algo más inteligente?

Lo genial es que a él no parece importarle demasiado y me cuenta sus orígenes. Comienza a hablarme de su abuela, quien era gitana, y cuando me cuenta su historia hay un orgullo en su voz y en su mirada que me atrapan. Si creía que antes habíamos avanzado en cuanto a comodidad, ahora veo que hemos dado un salto gigante.

Ya no titubea ante mí, y me está encantando esto. Estoy embobada escuchando su voz, aunque por la mueca que hace él no parece darse cuenta de que es por eso.

—Perdona, te estoy aburriendo. —Efectivamente me ha malinterpretado.

—¡Qué dices! Me encanta escucharte —digo sin pensar.

La verdad es que no me arrepiento en absoluto de haberlo soltado así sin más, y él se ve complacido así que confirmo que no, no me arrepiento para nada.

—¿Seguimos? —le pregunto poniéndome de pie.

—Cla... claro.

Oh, no. No, no, no. Lo miro y señalo de forma acusadora, lo que le asusta un poco, pero le aclaro que ya hemos superado eso del titubeo y no podemos volver atrás. Incluso le pido, con cara de cachorro abandonado y con las manos suplicantes, que me vuelva a hablar de su abuela si es necesario.

Consigo que se ría y afirma con la cabeza. Sonrío feliz y retomamos el camino.

—¿Cómo se te ve tan centrada en un grupo que se ve tan loco? —me pregunta cuando ve que no sé qué contarle.

—Creo que cualquiera que saliera del manicomio parecería centrado al lado de ellos —bromeo sonriente—. Tampoco yo estoy muy bien, la verdad sea dicha.

—Pues a mí me parece que estás muy bien.

Aprieto los labios en una mueca divertida por lo que ha dicho, y se da por fin cuenta del posible doble sentido de sus palabras. Se ha quedado sin palabras, hasta que al final estalla en risas, contagiándome a mí.

Ya estamos al final de la calle y se sienta en otro de los bancos, tapándose la cara por el bochorno, aunque se ve que sigue riendo.

—No me puedo creer que te haya dicho eso —dice tras sus manos.

—¿No lo piensas entonces? —le pregunto fingiendo indignación.

—No me puedo creer que mi subconsciente me haya traicionado tanto al decirte algo que te tendría que haber dicho en una cita —aclara.

No puedo evitar sonreír y lo noto. Sé que me estoy poniendo de nuevo colorada, pero de nuevo quiero volver a ponérselo fácil.

—Bueno... Hemos estado tomando algo juntos en un bar...

—En honor a la verdad era tu tetería —me interrumpe.

Aprieto los labios, intentando ahora evitar la sonrisa.

—Podrías colaborar un poco —reprocho divertida por la situación.

—Ups... perdón. Hemos tomado algo juntos —retoma.

—Y luego hemos estado paseando por el centro, y vas a acompañarme hasta la puerta de mi casa para que no me ocurra nada.

Asiente lentamente con la cabeza sin dejar de mirarme a los ojos. No sé ni cómo le mantengo la mirada, pero lo consigo.

—Podemos... podemos pensar que es una cita, si quieres. Si así te sientes mejor.

Reconozco que me estoy divirtiendo con esto. No es habitual en mí hablar con esta libertad, teniendo en cuenta lo tímida que soy con alguien que no sea de mi círculo íntimo. No sé si es por la forma en que me mira, la ternura que me transmite, o a lo mejor por los nervios que se arremolinan en mi estómago cada vez que me habla, sobre todo cada vez que veo que hay confianza en su voz.

—Y si esto fuera una cita —dice cauto—. ¿Cabe la posibilidad de que haya una segunda cita pronto?

¡Oh, madre del amor hermoso! Puedo morirme ahora y seré feliz. Mi sonrisa me delata, porque tengo la impresión de que la cara se me va a partir en dos. No creo que pueda decir nada más que gritar, así que tan solo consigo asentir varias veces, lo que provoca que él también sonría.

—¿Sabes que he tenido pocas primeras citas, pero todas desastrosas? —me pregunta de pronto.

—Claramente no lo sabía. ¿Pero y esta? —pregunto risueña.

—Esta es la mejor que he tenido nunca —contesta serio, sin dejar de mirarme a los ojos.

Me tiene infartada. Si antes creía que moriría feliz me equivocaba, ahora es cuando me puedo morir feliz. Se pone de pie y me tiende la mano, que no dudo en coger para levantarme a continuación. Sin lugar a dudas adoro a Laura.

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