Zanate.
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Mientras volvíamos por el pasillo que discurría bajo el mar, Lume me acosó a preguntas. No tenía ganas de hablar, así que permanecí callado tras decirle que su maestra no me entrenaría. Comenzó a quejarse de su instructora y de todo lo que le estaba molestando hasta el momento.
Caminé absorto en mis pensamientos. Sin prestar atención a la verborrea de la princesa, me detuve de golpe para contemplar los insólitos peces que habían salido con la caída de la noche. Brillaban en la oscuridad de las aguas, iluminando tenuemente lo que había a su alrededor.
—Qué bonitos —dije.
Lume cerró la boca con un mohín de disgusto que escondió con rapidez.
—Son luminas —señaló—. ¿De verdad te ha dicho que no puede hacer nada por ayudarte? Sigo sin creérmelo.
Intenté no resoplar y me giré hacia ella. Una bola de luz flotaba a su lado, confiriéndole un aspecto sobrenatural, sus cabellos se habían encrespado con la humedad del ambiente y su ropa parecía haberse pegado a su cuerpo.
—Ha dicho que hable con el rey.
—¿Nada más?
—Que soy un mestizo —espeté.
El ceño de Lume se frunció y sus labios de pétalo se entreabrieron para soltar el aire.
—Claro —susurró—. Por eso tus ojos son así. Y de ahí la magia.
Me apoyé contra el cristal. A cada instante que discurría, sentía que la necesidad de estar solo aumentaba.
—No quiero hablar más de esto ahora —mascullé.
Lume cerró la boca de golpe y asintió.
Cerré los ojos y aprecié como la pequeña fae se situaba a mi lado, apoyada contra el cristal.
Alcanzaba a escuchar el sonido amortiguado de la corriente marina discurrir a nuestro alrededor, así como la respiración calmada de Lume.
—¿Quieres marcharte? —aventuró Lume al cabo de un rato.
—Quedémonos aquí un poco más.
Tomó aliento con suavidad.
—¿Quieres marcharte de palacio? Irte a otra isla. Ser libre.
Sacudí la cabeza.
—He crecido encerrado. —Me aparté un poco con cierta brusquedad—. No puedes liberar a un pájaro que ha crecido en una jaula y pretender que sobreviva.
Me moví para volver al palacio. El miedo siempre era el primero en responder por mí y me hacía sentir un completo inútil.
Lume me siguió, esta vez en silencio. Una vez alcanzamos la diminuta puerta por la que habíamos entrado, comprobamos que había alguien esperándonos.
Iris dormitaba sentado en las baldosas con un libro medio abierto en la mano. A su lado, había dos espadas apoyadas y un pequeño cesto.
Antes de que la princesa se acercara, el hombre abrió los ojos y cerró el libro de golpe.
—La reina ha pedido que vayáis a su cuarto de inmediato, su alteza —indicó a la princesa, sin detenerse a hacer preguntas de ningún tipo—. Incluso ha desplegado a sus guardas, aunque por suerte no pueden entrar en el templo hundido.
—Te he dicho que no me hables con educación.
—He estado todo el día hablando así, lo siento. —Agarró la cesta y me la tendió—. Apuesto a que tienes hambre.
Sujeté el mimbre con ambas manos sin saber muy bien cómo reaccionar.
—Acompaña a Invierno y protégelo —ordenó Lume. Esa no era la manera de tratar a alguien como a un igual, pero me mordí la lengua.
Tras una breve despedida me quedé a solas con el guarda.
Él se estiró, tomó las espadas y con un gesto me indicó que lo siguiera.
Sin más remedio que arrastrar los pies tras Iris, lo perseguí por los intrincados pasillos de cristal. Subimos por una interminable escalera de caracol y, para cuando llegamos al final, las piernas me temblaban del esfuerzo. Tras pasar un arco nos encontramos en la entrada de un jardín lleno de rosas de diversos colores.
Rocé las rosas blancas para sentir su tacto suave e Iris esperó con paciencia a que terminara de toquetear las flores.
El jardín conducía a un mirador desde el que se podía contemplar la capital del reino. Iris se sentó en el único banco que había y yo hice lo propio al extremo del mismo.
La ciudad era mucho más grande vista desde arriba. Todo parecía en calma bajo aquella noche despejada.
—Puedes comer. — Iris rompió el silencio.
Negué con la cabeza. Tenía la boca del estómago cerrada después de lo que había sucedido esta tarde.
Iris se acercó para aflojar mis dedos y separarlos del cesto. Lo depositó con cuidado en el suelo.
—Esto es para ti. —Alcanzó una de las espadas y me la puso en las rodillas.
Se trataba de una espada ligera, cuya empuñadura poseía la forma de la cabeza un pájaro que no había visto nunca. Sus alas se extendían por el guardamano, finamente talladas en el metal. La saqué de su vaina, esperando que las plumas se clavasen en mi piel, pero no sucedió. La cola del pájaro llegaba hasta el principio de la hoja.
—Es un zanate —explicó mientras yo comprobaba que efectivamente la espada estaba bien afilada—, un exótico pájaro de pelaje negro. También el nombre de esta espada. Es lo bastante ligera para que puedas blandirla sin problema.
—Prefiero la daga —rebatí con tozudez mientras volvía a introducir la espada en su vaina.
Iris lanzó una sonrisa torcida antes de tomar la suya. Desenvainó con destreza y posó la punta sobre mi garganta.
—¿Puedes atacarme con la daga si hago esto?
No parecía posible, ni siquiera me había dado tiempo a sacar la daga de la bota. Agarré el filo de la espada y la aparté de mi cuello. No estaba de humor para nada.
—¡Invierno! —Iris se precipitó hacia mí para ver el corte en la palma de mi mano—. ¿Por qué eres así?
Sacó un pañuelo del bolsillo y lo apretó con fuerza contra la herida. Entrecerré los ojos con una pizca de dolor.
—Tienes que pensar ante de actuar —refunfuñó Iris.
—Mira quién fue a hablar.
—Al menos pienso más que tú —ató el pañuelo a mi mano con fuerza.
—Debe ser que en este reino somos todos una pandilla de descerebrados. El aire, quizá.
Cruzamos miradas durante unos segundos antes de que Iris comenzase a reír.
—Lo digo en serio. No he visto a nadie con inteligencia en este reino, tristemente me incluyo —dije.
Iris continuó riendo hasta que las lágrimas empañaron sus ojos. Llevó sus manos hasta la cara para serenarse y tras eso se giró hacia la ciudad. Se apoyó en el balcón, el cual no parecía aportar seguridad alguna, al menos desde mi punto de vista.
Me acerqué con cautela y posé mi mano en el frío cristal. Respiré el fresco aire nocturno y de algún modo mi cuerpo se fue relajando poco a poco.
Iris continuó callado, contemplando la ciudad que supuestamente había jurado proteger. Me cuestioné si vivir allí como un ciudadano libre sería agradable.
—¿Te gusta la capital? —inquirí.
Se giró para dejar de admirar el paisaje y depositar una suave mirada en mi rostro.
—No es mi ciudad favorita de Astria.
—¿Y cuál es?
—Anémona, se encuentra en la zona central de la isla. —Se arrimó a mí y extendió su brazo para señalar en una dirección. Su proximidad calentó mi pecho de forma inesperada—. Más o menos en esa dirección. Los edificios están creados de manera que todas las viviendas tienen jardines y estanques.
Intenté imaginar el lugar, sin conseguirlo.
—Suena bien.
—También es el único sitio en el que venden pasteles de luna llena. Están rellenos de crema de fresas.
—Eso suena mejor —admití con una sonrisa aflorando en mis labios.
Nos quedamos en silencio de nuevo. Iris estaba observándome con detenimiento, como si estuviera buscando entender todo lo que mi alma encerraba. Le devolví la mirada y él bajó sus ojos hasta mi pecho, allí donde la flor permanecía enterrada.
—¿Vas a quedarte en palacio? —indagó Iris—. Este lugar está a punto de colapsar. No es algo que se aprecie a simple vista, pero los engranajes han comenzado a moverse. El rey está convencido de que pronto nos atacarán. Si deseas irte ahora, no voy a detenerte. Sin embargo, es una concesión que haré solo por hoy.
¿Iban a preguntarme todos lo mismo? No tenía la menor idea de a donde ir ni qué hacer. El único deseo que tenía era vivir.
—Si va a colapsar, me quedaré para verlo en primera fila.
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