Reglas.
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El sol estaba alto en el cielo cuando Iris me despertó. Miré alrededor con cierto aturdimiento y, por un momento, me pregunté si los demás esclavos ya estarían trabajando. El miedo a los golpes hizo que me incorporara con brusquedad.
—He mandado que te traigan de comer —dijo Iris. Estaba completamente vestido con lo que supuse sería su uniforme de guarda real. Era de color verde musgo y con su piel oscura parecía un árbol andante. Sacudí la cabeza ante mis pensamientos y olisqueé el aroma de lo que esperaba que fuera una tarta—. Y esto es para que te cambies.
Dejó en las sábanas otro uniforme y ropa interior. Qué gran lujo. También depositó sobre la cama una navaja de afeitar y jabón. A un lado, reposaba la daga que me había regalado Lume.
Observé todos los elementos y luego dirigí mi mirada al escritorio, en dónde reposaba la comida.
—El rey quiere vernos en cuanto acabe sus obligaciones, así que es mejor que te des prisa.
Asentí con gesto distraído y me levanté para hincar el diente en lo que efectivamente era una tarta con un sabor peculiar. No tenía ni la menor idea de su contenido, pero estaba deliciosa. Bebí con avidez la infusión tibia que yacía en una jarra de cristal y me dispuse a vestirme.
—Hay un baño preparado en el cuarto de al lado —señaló Iris. Mientras comía, había abierto otro libro con un título que prometía un amor veraniego. No entendía cómo podía disfrutar de semejantes lecturas.
En el cuarto contiguo, había una enorme bañera en el suelo. El agua caliente humeaba desprendiendo un ligero olor a hierbaclara y apenas dejaba ver lo que había a los lados. Me quité las apestosas ropas que había usado hasta entonces, y me metí con cierta satisfacción en el líquido. A pesar de mi reticencia, terminé lavándome con prisa y arreglé como buenamente pude la pequeña barba que me había salido estos días. No es que tuviera demasiado vello corporal, de todos modos.
Una vez vestido me reuní con Iris, que me aguardaba con paciencia sentado en un lado de su cama. Llevaba una de las tres espadas colgada del cinturón, el mango relucía bajo la azul llama de una de las lámparas y pude apreciar que tenía una especie de alas talladas.
—¿Estás listo? —preguntó sin levantar la vista de su lectura.
—Sí.
Agarré la daga y la metí con cuidado en la parte trasera de la bota.
—Te encargaré una espada ligera, con eso no vas a ir muy lejos —explicó Iris abriendo la puerta para dejarme pasar—. Necesitas estar muy cerca para acertar a tu objetivo.
—De eso se trata. Prefiero la daga.
Sus ojos azules se centraron en mí. Eran extrañamente oscuros y, a pesar de todo, podía apreciar tonos más claros cerca de la pupila. Debía reconocer que eran bonitos.
—¿Te has entrenado en combate cuerpo a cuerpo? —inquirió.
Negué con la cabeza y él cerró la puerta. Echamos a caminar por el acristalado pasillo. Fuera, el cielo se había cubierto con nubarrones grises cargados de lluvia. En cualquier momento rompería a llover con fuerza.
—Tendrás que entrenar con la espada igualmente, todo guarda real debe portar una. —Se apretó las muñequeras de cuero mientras andaba—. ¿Qué edad tienes?
—No lo sé, ¿importa?
Salimos a otro pasillo y nos adentramos más en el palacio de cristal. Por aquel lugar solo transitaba el personal de servicio, el cual se movía con la cabeza gacha y miedo a ser reprendidos.
—Normalmente se empieza el arte de la espada con ocho veranos. Y tú parece que llevas unos diez de retraso.
Ahogué la respuesta mordaz ante su comentario. Pasamos por numerosas puertas cerradas, todas ellas de fina madera tallada. Al fondo de este pasillo, había una bifurcación con dos escaleras que bajaban. Tomamos la de la derecha.
—Procura no alterarte ante el rey —advirtió Iris—. Y tampoco seas borde con el príncipe.
—Un poco tarde para eso.
—¿Cómo? —Se paró en seco ante un enorme portalón firmemente cerrado.
Pasé mi mano por el cabello todavía húmedo en un intento de apartarlo de mi cara.
—Pues lo que escuchas.
Él se llevó su mano hasta la frente, como si le asaltara un terrible dolor de cabeza. Ese dolor de cabeza era yo.
—Tienes suerte de seguir con vida.
—Me ha besado, ¿puede matar con eso? La verdad es que fue tan asqueroso que si llega a durar dos segundos más hubiera muerto —mascullé a toda velocidad. No tenía ganas de encontrarme de nuevo con el príncipe y mucho menos tener que fingir que acataba sus órdenes.
El rostro de Iris se desencajó de la sorpresa.
—¿Te ha dado un beso? —Se puso entre la puerta y yo—. Es decir, ¿en la boca?
—Sí, con su lengua y toda la mierda. —Sacudí el brazo para restarle importancia.
—Eso significa que va a m...
Alguien abrió la puerta, interrumpiendo a Iris. Un fae larguirucho y con alas blancas nos dirigió una mirada de infinito desprecio. Movió las puertas hasta que pudimos ver la estancia por completo.
Era una sala circular gigante con una serie de columnas que sostenían el acristalado techo. Un rayo iluminó el cielo, seguido por el estruendo de un trueno. Temblé al recordar la última tormenta que había vivido. Demasiado similar.
—¡Oh, ha llegado nuestro querido Invierno! —la voz del príncipe fae sonó alta y clara. Se encontraba de pie en mitad de la sala con una lanza en la mano y sangre a sus pies. Cuatro humanos permanecían de rodillas mirando al suelo donde yacían otros cuatro, muertos—. ¿Sabéis? Él era un esclavo como vosotros. Y se ha saltado todas las normas como vosotros, así que debo enseñarle las reglas. ¿Qué mejor que con un método visual?
La mandíbula de Iris se contrajo con tensión antes de hincar la rodilla en el suelo.
—Su majestad el rey nos ha mandado llamar —se limitó a decir.
—El rey está cansado, así que yo ocupo su lugar.
¿Dónde estaba Lume? ¿Le habían hecho algo? Esperaba que solo estuviera encerrada en algún lugar. La magia fluctuaba en el ambiente, podía sentir como devoraba la energía de los muertos con una avidez arrolladora. Deseaba más.
Alguien me empujó hacia dentro. Giré la cabeza para encontrarme con Cade, quien sonrió como un perro hambriento.
—Invierno está bajo mi supervisión, lo en... —Un chasquido y la sangre se escurrió por la cara de Iris. La lanza del príncipe había emitido una especie de fuego helado que cortó con precisión su ceja.
—Cierra la boca, nadie te ha dado permiso para que hables —ordenó el príncipe Albor.
Mi corazón se estremeció antes de palpitar a toda velocidad. ¿Qué iba a hacerme? ¿Había alguna manera de poder salir con vida de ahí?
Cade sujetó mi ropa y me arrastró hasta empujar mi cuerpo cerca del resto de humanos que permanecían arrodillados. La lanza se posó en mi garganta.
—Es hora de aprender bien las reglas, esclavos.
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https://youtu.be/blI1nD_Oaws
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