Palacio de cristal.


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El lujoso carruaje recorría las calles principales de Nenúfar. Mi enfado con la princesa todavía seguía ahí, por lo que permanecí callado mirando por la pequeña ventana ovalada. En las afueras los edificios se agolpaban unos sobre los otros, pero en cuanto el palacio se hizo más visible, las casas pasaron a ser mucho más amplias y a estar separadas por sendos jardines. El camino estaba iluminado por unas lámparas grandes cuya llama era de un azul claro, indicativo de que estaban brillando gracias a la magia fae. ¿Para eso usaban las almas de los muertos? ¿Para iluminar el camino a palacio? Apreté la mandíbula con molestia.

Un largo puente de cristal separaba el castillo de la ciudad. Vi las oscuras aguas del mar chocar contra los muelles y el olor a sal picaba en mi nariz. Nunca había contemplado el mar antes y de noche era una masa negra que rodeaba el palacio de Nenúfar, como si de algún modo tratara de comérselo.

Alcé la vista para ver uno de los extremos del castillo. No acababa de comprender la forma que tenía, ¿era una flor de luna? Semejaban pétalos gigantes alzándose al cielo.

—Es de cristal —susurré con mi torcida nariz pegada a la ventana.

—Es cristal fae —respondió Iris, que estaba sentado a mi lado leyendo una novela en la penumbra—. No puede romperse con los ataques externos.

—Entonces hay que reventarlo desde dentro —dije y me recliné en el mullido asiento. Como es evidente, nunca había viajado en un medio de transporte tan lujoso como aquel.

—Siempre estás pensando en destruir cosas —habló Lume sin dirigirme la mirada.

—Es el símbolo de una opresión, por muy bonito que sea —espeté cruzando los brazos sobre mi pecho de nuevo en una actitud defensiva.

Iris pasó la página de su libro. Incliné un poco la cabeza para procurar leer el título: Dulce amor. Algo romántico. En la tapa estaba dibujada la imagen de un corazón. Alcé la vista para escrutar su rostro, ya que su piel era muy oscura y apenas me dejaba ver su expresión.

—No creo que sirva de nada destrozar un edificio si las personas siguen con el mismo pensamiento —cuando habló, sus ojos azules se dirigieron hacia mí.

—Supongo que tienes razón —admití.

Al fin, el carruaje se detuvo a un lado del palacio. Bajé y contemplé como la monstruosa edificación de cristal se alzaba ante nosotros.

—Es un nenúfar, de ahí el nombre de la ciudad y del propio palacio —aclaró Lume.

Asentí sin saber qué decir. Los jardines semejaban rodear toda la estructura y ahora nos encontrábamos en medio de los setos pulcramente recortados. Pensé en la cantidad de gente que tenía que trabajar para mantener este lugar en perfectas condiciones.

Iris se adelantó para hablar con los soldados que nos habían escoltado. Todos portaban una capa roja con el blasón de la mariposa en blanco, el símbolo de la princesa.

—Creo que nos hemos perdido la supuesta fiesta, si es que hubo alguna —volvió a hablar Lume y tomó mi mano entre la suya. Me dio un ligero apretón.

—Todavía sigo enfadado contigo —farfullé, pero no aparté su mano. Tenía miedo. Podía sentirlo retorcerse en mi interior.

—Lo sé y lo siento, es lo único que se me ocurrió para mantenerte con vida.

—¿Por qué no uniste tu vida a la mía? Hubiera sido lo mismo.

—¿Eso es lo que quieres?

Miré hacia Lume.

—No. No quiero estar atado a nadie y si me quieren ayudar, que sea por su propio pie. Lo mismo contigo.

Soltó mi mano con un largo suspiro.

—No solo he unido su vida a la tuya, él mantendrá tus sentimientos bajo control. —Se acercó hasta quedar frente a mí y alzó su cabeza para encararme—. Iris es la persona más equilibrada que conozco. Si explotas en palacio y descubren que puedes usar la magia, no sé qué es lo que podrían llegar a hacerte. En el mejor de los casos, te utilizarían en su beneficio como si fueras una marioneta.

Iris terminó de conversar con los otros guardas y se acercó hacia nosotros. ¿Aquel hombre sabía tener sus sentimientos bajo control? Lo dudaba.

—Entonces confías en él. —Qué complicado era entender a los demás.

Ella se encogió de hombros sin dar una respuesta al ver que su guarda estaba al lado.

—No ha habido banquete, la reina está irascible por todo lo que ha sucedido mientras dormía. Quiere veros inmediatamente —indicó Iris echando a caminar en dirección a uno de los pétalos. En la parte baja había un portalón de un metal brillante que no conocía.

Lume atrapó el brazo de Iris antes de que siguiese caminando.

—Perdóname. —La palabra salió sin apenas fuerza de entre sus labios.

—Has hecho lo que considerabas correcto. De todos modos, comprendo que sigues enfadada conmigo porque piensas que le hice daño a Invierno. Y por los errores que he cometido durante este viaje —contestó él y tocó el brazo de Lume con cariño antes de apartarlo. Un dolor punzante atravesó mi pecho y, de alguna manera, supe que ese sentimiento no era mío—. Te protegeré con mi vida. Y si tus órdenes son cuidar de este chico, lo haré.

Estaba usando a aquel hombre. Me sentía molesto. Durante un tiempo, olvidé que Lume se había criado en palacio y que sus deseos solían convertirse en órdenes para cualquiera que tuviese una posición inferior.

La princesa asintió.

—Iré a ver a mi madre, lleva a Invierno a tus aposentos —le ordenó. Después se dirigió a mí—. Nos vemos mañana, ¿vale? Procura descansar bien.

No respondí, me quedé mirando su espalda mientras se alejaba hacia la entrada del palacio acompañada por dos guardas.

—¿Te parece bien que te utilice a su antojo? —pregunté sin poder evitarlo. Iris alzó las cejas con sorpresa.

—Hice un juramento, mi vida es suya y puede hacer lo que quiera con ella. —Entonces no había diferencia alguna entre un guardia real y un esclavo.

Decidí no continuar la conversación y seguí a Iris a través de los jardines. Estos estaban plagados de diversas flores, pequeños árboles y una cantidad ridícula de fuentes. Había unas cuantas mariposas nocturnas volando en busca de alimento.

El suelo estaba compuesto por perfectas piedrecitas pulidas y, de vez en cuando, alcanzaba a verse algún banco para poder descansar. En nuestro camino, nos encontramos con otros guardias que vigilaban con cierto aburrimiento. Al ver a Iris, se ponían tiesos y serios, como si el hombre que me acompañaba fuese importante.

Llegamos a un recoveco y entramos en el interior del castillo por una portezuela trasera. Desde aquel punto, escuchaba el sonido de las olas romper. Ascendimos por una escalera iluminada con las mismas llamas azules que en la ciudad y desembocamos en un largo pasillo. Desde fuera, no se podía apreciar lo que había en el interior, sin embargo, parte del cristal del pasillo mostraba el oscuro mar. Para aquel entonces, ya estaba agotado y lo único que quería era acurrucarme en algún lugar para descansar.

Nos detuvimos en una puerta doble de madera que tenía talladas con esmero un montón de mariposas y flores. Posé mi mano sobre una de las mariposas antes de que Iris abriera la puerta.

Era una estancia muy amplia y ordenada. Tenía una cama, un escritorio y un par de estanterías llenas de libros. Pude apreciar dos espadas metidas en sus fundas, apoyadas a un lado de la cama. En cuanto entramos, las lámparas se iluminaron y el cuarto se me antojó acogedor.

—¿Quieres lavarte y cambiarte o prefieres dormir así? —ofreció Iris. Dejó la espada que llevaba junto a las otras y el libro sobre la mesa. Después procedió a desabrochar la camisa que vestía. Me quedé parado en medio de la estancia, dudando entre lavarme y el cansancio.

Me apoyé contra una pared y me dejé resbalar hasta el suelo.

—Dormir.

—¿Qué haces? —Iris se acercó con la camisa desabrochada por completo. Tenía unas extrañas marcas en su piel de ébano, de un tono mucho más claro, y los músculos de su vientre revelaban a una persona que había entrenado su cuerpo.

—Dormir —repetí, agotado y cerré los ojos. Estaba acostumbrado al barracón de los esclavos, en el que todos compartíamos el mismo suelo. En invierno nos pegábamos los unos a los otros para no morir congelados.

Los brazos de Iris pasaron por mis piernas y mi espalda respectivamente. Me alzó sin esfuerzo alguno.

—¿Qué haces? —Clavé los dedos en sus hombros con miedo a que me tirara al suelo.

Me llevó hasta la cama y me dejó con cuidado. Me hundí en el colchón y me pregunté por un segundo de qué estaba hecho.

—Hay una cama, úsala. —Tras decir eso se sentó en el escritorio.

No iba a quejarme. Me giré para contemplar su espalda mientras me quedaba dormido.

Qué extraño hombre, pensé.

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