Lluvia en la piedra, grieta en el cielo.

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En Orquídea había una estatua de la reina. Era tan grande como el edificio más alto; sus rasgos, cincelados en piedra con mucho cuidado, mostraban una expresión dominante. En su mano derecha, descansaba una espada cubierta de musgo debido al paso del tiempo.

Aquellos ojos de piedra contemplaban sin compasión la decadencia de la ciudad. Recuerdo con claridad mirar hacia ella cuando abandoné el lugar donde pasé mis primeros años de vida. Había unas cuantas personas con las palmas juntas orando frente a la estatua como si de una diosa se tratase, esperando que algún día la gran reina se acordase de su existencia y cuidase de su reino en vez de ampliarlo.

Los esclavos temblaban en cuanto el nombre de la reina aparecía en las órdenes de sus superiores. Viendo ese terror, mi mente siempre asociaba la imagen de la reina a la enorme estatua. A aquella diosa que temían y adoraban.

Así pues, cuando la vi aparecer subiendo con lentitud pasmosa los escalones, no pude sino contener un pequeño suspiro de decepción.

Albora era sin duda una mujer menuda. Sus huesos parecían querer salir de su piel y echar a volar hacia algún lugar. A pesar de que apenas tenía cabello en la cabeza, llevaba una serie de trenzas que se unían en un recogido alto. La corona era brillante, de un metal extraño para mí. Reposaba sobre su pelo como si fuese una extensión más de su cuerpo.

En cuanto hubo subido las escaleras, arrugué la nariz ante el amargo olor que desprendía. Sus alas, de un azul vibrante, estaban agujereadas en algunos puntos. Era como ver a una mariposa en descomposición. Una mariposa que seguía moviéndose a pesar de que su hora había pasado hace rato.

Iris se situó delante de mí, impidiendo que siguiese contemplando como un estúpido a la reina. Los músculos de su espalda estaban tensos, pero el tono de su voz fue suave y dulce cuando habló con una inclinación de su cabeza.

—Su majestad.

—Madre. —Lume había apoyado una de sus pequeñas manos en la mesa de piedra. Su rostro estaba todavía más pálido.

No nos había dado tiempo a escapar, tampoco a esconder las cosas que usamos para limpiar el estropicio.

Deseé que la reina fuera tan poco avispada como su hijo.

—¿Qué está sucediendo aquí, Iris? —preguntó en tono autoritario. Desde mi posición solo podía ver a las fae que acompañaban a la reina.

—Las alas de la princesa se han roto, su majestad —explicó Iris—. No entendemos cómo puede haber sucedido. Tras curar las heridas de la princesa, iba a informarle de este altercado. Quizás sea necesario movilizar a la guardia para vigilar a los invitados.

Por un segundo, envidié la capacidad de Iris para decir una mentira tan descarada con tanta tranquilidad.

—¿No has visto al atacante? —volvió a cuestionar la reina. Caminó un poco hacia el lateral del mirador.

Iris negó con la cabeza y se llevó la mano al pecho.

—Lamento la inutilidad de este soldado, mi reina.

Lume soltó un ligero resoplido. Las finas cejas de la reina se crisparon.

—¿Resoplas? —La huesuda mano de la reina se alzó y la magia bulló contenta—. ¿Ni siquiera sabes cumplir tu cometido como futura soberana de esta nación y ahora aún por encima resoplas? No sabes el esfuerzo que he hecho al preparar esas alas. Y no entiendes lo importantes que eran para la protección de la barrera. A veces me parece que sencillamente te gusta ser una desgracia.

La torturadora quejándose de que su juguete ha sido destruido, en aquel punto, sentí que ya lo había visto todo en la vida.

—Lo siento. —Lume agachó la cabeza y desde mi posición pude apreciar claramente como sus uñas intentaban hundirse en la piedra. En cualquier momento, la sangre saldría.

La reina meneó la cabeza con desdén y tras soltar un largo suspiro se dirigió a Iris.

—Encuentra a ese atacante y tráelo antes de que dé comienzo la fiesta —imperó—. Hoy es un día feliz para mi hijo, no lo estropees.

Iris hizo un movimiento fluido y, en un instante, mi rodilla impactó contra el suelo a la par que él también se arrodillaba ante la reina.

—A sus órdenes.

La reina se giró con un revuelo de tela vaporosa, dispuesta a marcharse.

—Princesa, espero que refuerces bien la barrera esta noche. Hay algo en el ambiente que no está bien.

Pues yo espero que se vaya a tomar por el culo, rumié, sin embargo, esta vez no fui capaz de expresarlo en voz alta.

De nuevo nos quedamos los tres a solas.

Iris me sujetó el antebrazo para ayudar a que me incorporase.

—Siento el golpe —dijo—, te hubiera rebanado el cuello si se diera cuenta de que no le guardas lealtad.

—Ah, maravilloso. Grandiosa uva pasa la que tenemos por reina —repliqué con acritud.

Lume se miró la mano, una de sus uñas se había desprendido y la sangre estaba recorriendo la yema de su dedo.

—Y grandiosa tu habilidad para mentir, Iris.

Oh, no, se van a pelear. Alcé la vista hacia el techo en busca de paciencia. Las telas de araña fueron lo único que me encontré.

—Si no fuera por mi mentira, Invierno estaría muerto ahora mismo.

—Podría haberlo protegido yo sola, gracias.

Volví hasta el asiento y posé mi cansado culo en él. Si iban a pelearse, al menos esperaría cómodamente a que terminasen.

—¿De la reina? ¿Tú? —Iris rebosaba incredulidad—. Lo único que haces es temblar de miedo cada vez que la ves.

—Y lo único que tú haces besar el suelo por el que ella camina.

El cielo se iluminó y un trueno retumbó entre las nubes que habían oscurecido el cielo. El aire olía a humedad y sal. Iba a llover en cualquier instante.

Apoyé la mejilla en la palma de mi mano y observé como los ojos de Iris se oscurecían por momentos. Estaba a punto de perder el control. En el fondo, deseaba ver cómo se deshacía de las cadenas que lo habían retenido toda su existencia.

Se acercó a Lume con dos pasos. Con esas largas piernas no necesitaba más.

—No tienes ni la menor idea de lo que estoy haciendo por ti —musitó. Su voz se había vuelto ronca de pronto—. De lo que estoy haciendo por todo este reino. Todos los días arriesgo mi vida para cambiar esta situación.

Lume, lejos de asustarse, miró directamente al guarda.

—¿El qué? ¿Mentir?

Iris aguardó unos momentos antes de volver a hablar. Malas palabras habían sido tragadas con ese simple gesto.

—Si no eres capaz de discernir tus aliados —susurró—, es tu problema. Espero que dejes de ser una niña y te comportes como la adulta que se supone que eres.

La lluvia comenzó a caer y un fuerte sonido enmudeció la conversación. Similar al de un trueno, pero más prolongado.

Rodé los ojos hasta el pedazo de cielo que se apreciaba desde el mirador. Mis latidos se congelaron durante una milésima de segundo.

Una grieta se había abierto en el cielo.

https://youtu.be/Uj0DuD92TIk

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