La habitación de las mariposas.
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Dejé a Lume en el suelo y me senté para apoyar su cabeza en mis piernas mientras Iris se dirigía a los esclavos. Pasé mis dedos por su cabello, algo sucio después de todo lo que había sucedido.
—Aquí no estaréis a salvo —dijo Iris—. Prepararé un carruaje para que podáis salir de la ciudad. ¿Hay algo que queráis hacer en particular? Mi consejo es que no os quedéis parados, aunque no haya esclavitud tendréis que buscar la manera de sobrevivir.
Al menos era más realista que Lume. La isla se había convertido en un monstruo todavía más hambriento para aquellos que no tenían nada.
Los esclavos se miraron los unos a los otros, pero no llegaron a ninguna respuesta. Iris esperó pacientemente un rato más hasta que se llevó las manos a la frente y se quitó el sudor.
—Si no os importa trabajar en el campo, puedo hablar con un conocido que administra las granjas del oeste. Tendréis una habitación para cada uno, comida y algo de dinero —masculló—. Todo lo que genera esa granja se exporta a las islas Nébula y Aeda.
Intenté imaginar algo más allá de la ridícula isla en la que nos encontrábamos. Lo cierto era que no tenía ni la menor idea de cómo estaba estructurado el mundo en el que vivíamos.
La esclava accedió de buen gusto, mientras que los otros comenzaron a hablar entre ellos hasta que llegaron a la conclusión de que preferían estar en alguno de los barcos comerciales.
Tras eso, acudieron otros sirvientes para limpiar el estropicio de Albor.
—Esto tendría que limpiarlo el mamón del príncipe —mascullé levantando a Lume entre mis brazos. ¿Cuánto más iba a estar inconsciente? No entendía el funcionamiento de la magia, por lo que no sabía si era normal quedarse dormido tras mucho uso.
Iris se despidió de los esclavos, ahora bajo la vigilancia de dos guardas, y se acercó hasta mi posición.
—Le has quemado la cara. —Me miró directamente a los ojos y procuré seguir su juego.
—¿Cómo sabes que he sido yo?
Se acercó todavía más y posó su mano derecha sobre el lugar en el que yacía su corazón. El hechizo seguía allí, haciendo que todo lo que se pasara por mi cabeza fuese recibido por Iris. Menuda mierda.
—Ojalá haberlos matado —dije. Una leve sonrisa apareció en los labios de Iris. Fue tan fugaz, que semejó un simple sueño. Mi corazón se contrajo en una extraña sensación, pues quería ver de nuevo esa sonrisa.
—Vamos a llevar a la princesa a su habitación. —Hizo el gesto de tomar a Lume en sus brazos, pero se detuvo en el último segundo—. Sígueme.
Echó a andar con rapidez a través de aquel laberíntico palacio de cristal. Al cabo de un tiempo indefinido, mis brazos temblaban, por lo que apreté más el cuerpo de Lume contra mi pecho para evitar que se cayera al suelo.
Salimos al exterior por una diminuta puerta. Ante nosotros se extendía un jardín y, en medio, había una estructura diferente al resto del palacio. Observé un buen rato hasta que mi mente encontró la similitud.
—¿Un invernadero? —murmuré. Caían algunas gotas de lluvia, pero la tormenta parecía haberse alejado.
Seguí a Iris por el sendero formado por piedras de un bonito color lila. Abrió una de las puertas para dejarme acceder al interior.
—La habitación de las mariposas —indicó Iris—. La construyó el rey específicamente para que Lume durmiera aquí.
Miré hacia el castillo de nuevo antes de entrar.
—Pero está separada del resto.
Iris frunció el ceño y el brazo que sujetaba la puerta se tensó momentáneamente.
Dentro había otro jardín muy cuidado. Un enorme árbol crecía en el centro, cerca de una cama desordenada. Entre las plantas pude apreciar algunos muebles de una tonalidad blanca, entre ellos un armario y un tocador con un espejo diminuto.
Del árbol colgaban luces fae que iluminaban la estancia de una manera agradable.
Anduve hasta llegar a la cama y dejé a Lume sobre ella. Los brazos se me habían dormido tras tanto rato cargando con la princesa, así que los estiré hacia el acristalado techo.
Una mariposa blanca voló hasta posarse en mi nariz. Desprendía un brillo irisado que iluminaba lo que había a su alrededor.
En cuanto intenté tocarla, salió volando para juntarse con otras que bailoteaban sobre unas flores azules.
—Solo crecen aquí —comentó Iris.
Asentí con gesto distraído y me giré para ver qué estaba haciendo el guardia. Había cortado la hoja de una planta. Era gruesa y goteaba un jugo entre verde y amarillo, nada apetecible. Se la restregó con calma por la zona que Albor había quemado con magia.
—¿Te duele? —la pregunta salió sin querer de entre mis labios. No estaba seguro de si era curiosidad o preocupación.
—No. —Aquello sonaba a mentira, aunque tampoco tenía modo de saberlo.
Me acerqué hasta él y llevé mis dedos de forma inconsciente hacia los suyos. Me detuve sin llegar a rozar su piel.
—¿Vas a ayudarme? —susurró enarcando una de sus cejas.
—¿Quieres mi ayuda? —Bajé mi mano con parsimonia sin cortar el contacto visual.
Dejó caer la hoja en el suelo y vi como su garganta se movía para permitir pasar la saliva.
—No es necesario.
Iris se fue al fondo del invernadero y cruzó otra puerta. Volvió tras un rato, con un paño húmedo. Agarró mis manos sin previo aviso y comenzó a limpiar la sangre seca. Contemplé como pasaba el paño entre mis dedos uno a uno con suavidad.
Nuestras miradas se encontraron de nuevo, unos instantes antes de que se apartase para acomodar a la princesa. Arregló la cama con cuidado para no despertarla y limpió también su rostro con calma.
—¿Estás enamorado de la princesa? —De nuevo las palabras cruzaron mis labios sin que pudiera evitarlo. Tenía curiosidad. Desde luego, no era un entendido en cuanto a sentimientos se refiere. Sin embargo, tenía curiosidad por saber lo que se ocultaba en el corazón del hombre con el que me habían unido.
El guarda cubrió con una manta el pequeño cuerpo de Lume y alzó la vista al cielo nublado. La lluvia comenzó a caer con fuerza, resonando en el cristal que nos protegía del exterior. Iris lanzó una suerte de sonrisa ladeada. No respondió.
Me moví hasta sentarme en la cama junto a la princesa. Mi cuerpo no había recuperado las fuerzas y, aunque tampoco era una novedad, el cansancio hacía que me dolieran los huesos.
En aquel lugar se respiraba tranquilidad y mis ojos comenzaron a entrecerrarse.
Una mano gentil se posó en mi frente.
—Tienes algo de fiebre. —La voz de Iris llegaba desde algún lugar lejano. Sentí como me ayudaba a recostarme—. Iré a buscar otro uniforme para que te cambies y algo para beber.
Se incorporó, pero antes de que pudiera marcharse atrapé su muñeca.
¿Qué quería decirle? No estaba seguro. ¿Gracias?
—Quédate a mi lado —farfullé.
El sonido del mar, acompañado de la lluvia, se introdujo en mis oídos. Percibí el peso de Iris al sentarse a mi lado y cerré los ojos para dejarme acunar por el cansancio.
Me gustaba aquella habitación.
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