La esfera de cristal.

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—Como todos sabéis, mi madre está muy enferma. —La princesa habló desde lo alto de la torre de vigilancia y a pesar de que la plaza central del Hoyo estaba abarrotada, su voz se escuchaba con claridad—. Pronto tomaré el mando y dirigiré este reino. Para mejor.

Casi me dio la risa, pero me contuve, sabedor de que cualquier sonido en presencia de la princesa sería castigado con más de cincuenta golpes. Y ya había recibido unos cuantos por la mañana, no era necesario coleccionar moretones.

Nos miró en silencio desde su posición elevada, tan elevada, que no podía distinguir sus facciones al hablar. Tenía el cabello cobrizo con reflejos pelirrojos que brillaban a la luz del atardecer.

—Y es por eso que a partir de hoy la esclavitud será abolida y todos pasaréis a ser parte del pueblo llano.

Los presentes comenzaron a murmurar con sorpresa. Muchos de nosotros habíamos nacido siendo esclavos, otros eran presas de guerra que la gran reina fae había ido adquiriendo a lo largo de los años y, desde luego, ninguno esperaba salir del Hoyo que conformaban los cultivos de arroz en lo que restaba de existencia.

—Para que sintáis que en el gobierno siempre habrá alguien que vele por vuestros derechos como igual, me uniré en matrimonio con uno de vosotros.

Los murmullos se convirtieron rápidamente en gritos. Los guardias se movieron con indecisión, como si esperasen la orden que los dejase utilizar la violencia. Los esclavos se apelotonaron para acercarse a la torre de vigilancia, deshaciéndose en gritos de gratitud o de desamparo. Sin término medio. La princesa acababa de romper con quinientos veranos de tradición y ningún esclavo poseía nada más unas cuantas prendas de ropa andrajosa.

Estaba loca.

Permanecí en mi posición observando el revuelo que se había formado en menos de lo que canta un coliazul.

—Os pido calma. —La princesa gritó, probablemente con toda la fuerza que tenía en su interior. Una sonrisa torcida invadió mi rostro al ver como los guardias se agrupaban en la parte baja de la torre. Estaba seguro de que en cualquier momento empezarían a usar la fuerza para apartarnos—. Sé que tenéis miedo, pero os prometo que tendréis una vida digna.

¿Tan digna como la vida de ella? Su vestido salmón era seguramente más caro que todo lo que había comido desde que llegué a este mundo. Me apoyé contra la pared y crucé los brazos sobre mi pecho, observando la hilarante situación. Si quería limitar las diferencias entre clases, lo primero que debió haber hecho es bajar a hablar cara a cara.

Uno de sus subordinados le acercó una especie de esfera de cristal y los esclavos volvieron a enmudecer.

—Aquí están los nombres de todos los esclavos. —Alzó el recipiente para que pudiéramos observarlo—. Escogeré uno al azar para que reine conmigo.

De nuevo todos alzaron la voz y estoy seguro de que pude ver como uno de los guardias personales de la princesa se llevaba la mano a la cabeza.

Metió la mano en la esfera y removió los papeles varias veces hasta sacar uno. El silencio se hizo pesado con el calor del periodo estival; percibía como el sudor me recorría la espalda, empapándome la ropa de trabajo que llevaba puesta.

—¡Invierno! —En cuanto mi nombre fue pronunciado, varias caras se giraron hacia mí. No podía ser. Tenía que tratarse de algún tipo de broma—. Invierno será la persona que me acompañe en mi reinado.

Tragué en seco, puesto que no había bebido nada desde la mañana. La princesa se giró hasta uno de sus guardaespaldas y este comprobó algo en una lista. Ella asintió y se metió en la torre.

Al cabo de un rato, la gente que estaba apiñada en la puerta de la torre, se apartó abriendo un camino por el que la princesa avanzó hacia los que nos encontrábamos en la parte trasera. Algunos señalaban en mi dirección.

Sus ojos eran almendrados, de un tono miel oscura, con una fina línea de maquillaje naranja para resaltarlos más. Ahora podía ver bien su expresión. Era decidida, sin un atisbo de miedo. Se paró en medio de una multitud que podría arrebatar su vida en un latido si quisieran.

El vestido parecía estar hecho de algún tipo de seda que rozaba el suelo en su caminar. Sus diminutos pies estaban enfundados en unos zapatitos sencillos y de apariencia cómoda.

—Invierno —dijo ella cuando llegó junto a mí. Descrucé los brazos para hincar la rodilla en el suelo y bajar la cabeza en su presencia. Me estremecí cuando sus manos se posaron en mi rostro, asqueado ante el contacto cercano—. Así que tú eres Invierno. Yo soy Lume.

Asentí.

—¿Te parece bien venir hasta palacio para instruirte como gobernante?

Notaba una presión en el pecho que empezaba a dificultar mi respiración. Si decía que no, es probable que me torturaran hasta la muerte por desobedecer a la princesa. Por mucho que ella tuviese buenas intenciones, estaba claro que en cuanto se diera la vuelta cada quién actuaría como le viniese en gana.

—Sí —mentí, intentando no mirar a los demás.

Lume sonrió abiertamente y tomó una de mis manos, entrelazando sus dedos con los míos. Echó a caminar de regreso a la torre, arrastrándome con una fuerza que no hubiera esperado en una chica tan pequeña. Me pregunté si no se sentía sucia al tocar mi mano llena de barro.

—Como dijo la princesa, hoy os haremos entrega de dinero y el certificado que os hará libres —escuché otra voz que resonó entre la multitud. Hablaba con aburrimiento, parecía que sus palabras las había repetido una y otra vez—. Quien quiera puede seguir ejerciendo el trabajo al que estaba asignado; recibiendo un techo digno. Los que busquen un nuevo empleo han de informar en cualquiera de las oficinas de las ocho ciudades. Eso es todo.

¿Eso era todo? Parecía que nadie en el gobierno había pensado en las consecuencias de sus actos. Lo más probable es que la gran mayoría de los esclavos liberados acabasen muertos en menos de dos semanas y el resto terminaría por volver a lo mismo.

Cuando llegamos a la torre, las puertas se cerraron tras nosotros, sumergiéndonos en el frescor de la penumbra.

—¿Estás seguro? —cuestionó ella de nuevo soltando mi mano.

No respondí, eché un vistazo directamente a su rostro. Era ovalado, enmarcado por las ondulaciones de su cabello y un flequillo muy tupido.

—¿Invierno? —Volvió a preguntar—. Si no quieres venir no habrá castigo alguno, eso se acabó.

Logré ver que sus palabras eran verdaderas, sin embargo, el mundo no era un dulce que pudieras comer a gusto. Si volvía, mis antiguos compañeros me matarían. O algún guardia. No importaba el motivo, acabaría en una zanja pudriéndome con los que ya nos habían dejado aquel día.

—Iré —hablé—. Iré y me casaré contigo.

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