Iris ❈ Camino en la oscuridad.
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Invierno no conectó su mente con la mía. Las noches caían suaves junto con la silenciosa nieve mientras deseaba volver a escuchar su voz.
El ocaso en el que los pasillos del palacio se tornaron del color de la sangre, dejé que mi frente reposara contra el helado cristal mientras sujetaba el colgante entre mis dedos y contemplaba los copos danzar de un lado para otro.
La piedra ya no tenía el brillo azulado que había emitido cuando empezó a hablarme. Quizás por eso no era capaz de enlazarnos. Quizás fuese lo mejor para ambos. Mirar al interior del abismo de una persona sin perder el equilibrio era algo tan difícil como caminar a ciegas por un campo de rosales plagados de afiladas espinas.
Me sentía débil y hambriento. Había pasado el mediodía y el guarda que me traía la comida no apareció. El tiempo discurrió lento, de tal forma que mi cabeza iba en cualquier dirección.
Albor pretendía quebrar mi alma y someterme.
—Jamás —musité.
La puerta que llevaba a mi libertad se abrió con brusquedad. Mi cuerpo se tensó, a pesar de estar agarrotado. Me giré con rapidez para confrontar al príncipe, pero quién permanecía apoyado en el umbral no era otro que Kalmia.
Una de sus alas parecía haber sido arrancada a dentelladas y la otra estaba rasgada. La sangre manaba por doquier.
—¡Mi señor! —La costumbre llenó mi boca antes que el pensamiento.
Me abalancé para evitar que se golpease contra el suelo. Entre mis brazos parecía mucho más pequeño y débil de lo que aparentaba.
La sangre discurría por el pasillo, pintando con su color carmesí las paredes y los cortinajes.
Los dedos de Kalmia se hundieron en mi camisa.
—El peor resultado —jadeó—. Ha sido el peor resultado.
Cubrí la herida más grande con una de mis manos. Era inútil.
—Escúchame, Iris —continuó hablando—. La reina ha muerto.
Tragué la noticia, se resbaló por mi garganta ahogando mi interior. Alivio. Decepción. Rabia contenida.
—¿Qué ha sucedido? No he escuchado nada y, sin embargo, todo está destrozado.
—Tu puerta estaba imbuida en magia. —Un borbotón de sangre salió de entre sus labios y comenzó a toser. No le quedaba demasiado. Era consciente. Sacudió la cabeza queriendo centrar sus pensamientos—. Ahora no importa. Nada importa. El cadáver de la reina se ha levantado como un desgarrado. Es silenciosa y letal.
Las lágrimas rodaron por su mejilla, mezclándose con la sangre. En el lado oscuro de mi corazón, la palabra lamentable estaba pintada en blanco. El gran general del ejército del rey. Aquel que había logrado llegar hasta su posición a pesar de haber sido marcado por ser un hombre fae que podía usar la magia. Todos sabían lo que eso significaba.
Su muerte iba a estar exenta de gloria.
—Ni siquiera Invierno podría enfrentarse a ella. Lun estaba luchando en la sala del trono. Las sacerdotisas del templo sellarán Nenúfar para siempre. —Su agarre se aflojó, las pupilas se agrandaron ligeramente—. Huye.
—¿Y el rey?
Kalmia emitió un sollozo.
—¿Y el príncipe? —pregunté con la ira reverberando en mis huesos. Si Albor estaba muerto, iría a levantar su cadáver para patearlo hasta que solo quedase una masa sanguinolenta.
—El príncipe partió a Shira con su guardián.
Así que Cade se había librado de la condena, de la reina y de estar atrapado en palacio con un monstruo sediento de sangre y almas. Cabrón con suerte.
Alcé el cuerpo de Kalmia para llevarlo hasta la cama deshecha. Lo recosté en la posición más cómoda que pude dadas sus heridas.
—Márchate.
—Me quedaré hasta vuestro último aliento.
Kalmia lanzó un suspiro.
—No merezco tal consideración. Te abandoné. Abandoné a Invierno. Este es mi merecido castigo. Todo lo que he hecho ha sido para...
Sus últimas palabras se diluyeron. La quietud de la muerte rondaba, procurando acariciar mi alma.
Apreté las palmas de mis manos contra los ojos, empujando las emociones a otro lugar.
No quería sentir pena.
No quería estar asustado.
No quería vivir la decepción de no haber logrado asesinar a la reina Albora.
Entumecido me tambaleé hacia el guardarropa para tomar una abrigada y oscura capa. Los dedos ensangrentados resbalaron por el cierre varias veces.
Las luces fae que iluminaban el palacio estaban cada vez más tenues. O bien la nobleza había caído o habían evacuado la zona.
Salí al acristalado y largo pasillo con el corazón martillando en mis oídos. Debía evitar a toda costa la zona central del palacio, pues allí se encontraba el trono. Tomé aliento y me fundí con las sombras que proporcionaba la escasa iluminación.
Un paso más. Mi pie tropezó con algo. Bajé la mirada para encontrar un brazo cercenado. Del cuerpo no había rastro alguno, la reina se lo había comido por completo en busca de un alma de la que alimentarse. ¿Había sido un fae? ¿O uno de los sirvientes humanos? Eso ya no parecía importante.
Mordí mi labio inferior y cambié mi la ruta hacia la armería. Era demasiado arriesgado salir sin protección alguna. También necesitaba unas botas más silenciosas.
Aparté un cuerpo sin cabeza de la entrada que conducía a un corredor para el servicio. Llevaba el uniforme de la guardia del rey. Seguramente alguien que conocía.
—Lo siento —dije pasando mis dedos por el emblema. Si hubiera rebanado la cabeza de Albora, todos estarían a salvo.
La oscuridad del corredor era opresiva, sin embargo, seguí avanzando atento a cualquier sonido. Mi aliento se había vuelto errático ante la tensión. Me apoyé en la pared para seguirla y poder guiarme hasta la armería.
Llegué al punto en el que el corredor se detenía y se tornaba en unas empinadas escaleras de caracol desde las que se podía acceder a la parte baja del palacio. Me las arreglé para descender sin matarme por el camino y solté el aire que había contenido durante demasiado tiempo.
Quietud y soledad. El fuerte olor de la sangre había sido reemplazado por el conocido aroma de los productos que se guardaban en los diversos almacenes.
Siguiendo de nuevo la pared, conté las puertas de rugoso metal hasta dar con la armería, que se encontraba abierta.
Un leve llanto llegó a mí.
—¿Hay alguien ahí? —Lancé la pregunta con la sensación de que iba a morir por abrir la boca.
El lamento se detuvo.
—¿Capitán?
El alivio me recorrió la espina dorsal. Un guarda. Nada de monstruos. Palpé los estantes en busca de los viejos candiles que se usaban para las patrullas fuera de la ciudad. Tras localizar uno lleno de aceite, lo sostuve y atrapé lo que parecía una daga.
—Busca una piedra de fuego. Es compacta y traslúcida en los bordes —expliqué revolviendo las estanterías. Me eché a reír—. No es que sirva demasiado saber que es traslúcida, porque no hay luz. Inténtalo igualmente.
Tras un buen rato, hallé una piedra.
—Ahora necesitamos pergamino blanco. Deshazlo y avísame de tu posición.
La voz juvenil del guarda sonó en la otra punta de la estancia. Una vez allí, hice chocar varias veces el metal con la piedra hasta que las chispas prendieron el pergamino. Soplé con suavidad para avivar la llama y encendí el candil.
—Kailen —susurré el nombre del joven que estaba sucio y tembloroso. Tenía el cabello rubio pegado a la frente, la palidez casi mortal, contrastando con las mejillas y la nariz roja debido al llanto—. Has sido muy valiente.
Entrecerró sus ojos verdes.
—No había nada que pudiéramos hacer —relató mientras yo buscaba algún arma—. La reina falleció en soledad, sus protectoras fueron las que trataron de que el cadáver no se levantase. Fallaron. Tras eso, lo único que podíamos hacer es evacuar.
Una a una fui examinando las espadas que había tiradas por el suelo. La sala había sido arrasada en medio de la histeria.
—Los nobles no quisieron arriesgar su pellejo, ¿verdad? A pesar de que ahí hay fae que pueden usar magia —apunté con acritud.
Kailen asintió con la cabeza y se arrodilló.
—He sido un cobarde como ellos. Cuando la reina empezó a comer me asusté. Pretendía escapar por las alcantarillas, pero perdí la orientación en medio de la oscuridad.
Desenvainé una espada que me había llamado la atención. Su filo era negro, junto con la empuñadura. Sencilla y cómoda, aunque de alguna manera percibía que no pertenecía al palacio.
No había botas ni ropa, por lo que tendría que conformarme con lo que llevaba puesto.
—Las alcantarillas están selladas —aclaré—. Debemos subir.
—No puedo. No puedo volver ahí. No.
Se abrazó, todavía con las rodillas en el suelo.
—Escúchame. Van a cerrar el palacio. —Agarré el candil mientras hablaba y me dirigí de nuevo a la puerta—. Puedes quedarte aquí y morir. O venir conmigo y quizás sobrevivir. Llorando no te salvarás.
Casi parezco Invierno, pensé.
No esperé a la respuesta de Kailen. Una vez fuera, el candil iluminó el suelo que antes no podía ver. Estaba cubierto por una sustancia negra y aparentemente espesa.
—¿Qué es eso?
—El rastro de la reina. Ha bajado. Estamos muertos. Estoy muerto.
Apreté la empuñadura hasta que el metal se clavó en la palma de mi mano.
Invierno: ¿Cómo que la reina está muerta? ¿Qué es este timo? Nos han estafado a todos.
Lirio: Todavía se puede matar. Y en formato monstruo. Seremos unos héroes al final.
Invierno: Yo no quiero ser un héroe.
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