Hechizo de Invierno.

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Me había llamado mestizo. Sentí como si la sangre que circulaba por mis venas ardiera y comencé a rascar los brazos sin poder evitarlo.

La anciana sin nombre me condujo escaleras arriba hasta una habitación circular. Todo el edificio estaba construido de modo que el agua no entraba de ninguna forma y a través de las ventanas podía verse el mar en todo su esplendor. En el centro de la estancia había también una especie de estanque plagado de plantas acuáticas.

Observé una mesa de hierro finamente forjado junto con una silla. Sobre la mesa, había una caja bastante grande, pero no podía ver lo que había en el interior.

La anciana sacó un cuenco y una jarra, ambos de un metal brillante. Su arrugada mano señaló el estanque.

—Quítate la ropa y métete —instó.

Apreté la flor entre mis manos hasta que se deshizo. Los pétalos se deslizaron hasta caer al suelo.

—¿Por qué tengo que obedecerte? —repliqué y para mi sorpresa la vieja se carcajeó—. No le veo la gracia. Me has llamado mestizo, ¿crees que me hace ilusión ser hijo de algún fae?

Crucé mis brazos sobre el pecho.

—Ah, una postura defensiva —carraspeó ella.

—¿Cómo te has percatado de que era mestizo? No tengo alas, no me parezco en nada a los otros fae.

La mujer dejó la jarra con el cuenco en el suelo y se acercó renqueando; aproximó su desfigurado rostro hasta que quedó a escasos centímetros de mi cara. En este reino, el espacio personal era un sueño imposible por lo que se podía ver. Levantó dos de sus dedos y los llevó a los extremos de mis ojos.

—Tus ojos son almendrados y ligeramente rasgados —dijo mientras apretaba un poco mi piel—. No tienes apenas vello y la cara es redondeada, cualquiera que haya visto a otros mestizos y que tenga un mínimo de inteligencia se dará cuenta. Y apuesto a que tienes en alguna parte de tu cuerpo la marca de la mariposa.

Se separó para caminar con parsimonia hacia el estanque, haciendo una pausa para tomar de nuevo el cuenco y la jarra en sus manos.

—Por suerte y desgracia para ti —continuó—, no hay mestizos en Astria. Son asesinados al nacer, no importa dónde se escondan.

Solté el aire que tenía retenido. Estupendo.

—¿Y por qué sigo con vida?

—Buena pregunta, ¿por qué sigues viviendo, Invierno? —Señaló de nuevo al estanque.

Desabotoné la camisa con lentitud, observando la piel de mis manos y brazos. Solo las viejas cicatrices me devolvieron la mirada. Si por marca se refería a la mariposa que tenía en el talón, nunca le había prestado la menor importancia.

Retiré mis botas y el pantalón. Avancé hasta el estanque y me quedé quieto en el borde.

—Las reinas de Astria siempre han temido a los mestizos —explicó la anciana mientras me tendía el cuenco—. El miedo y la ignorancia hacen más mal que bien.

Metí el pie derecho y para mi sorpresa el agua estaba a una temperatura más que agradable. Algunas lentejas de agua se movieron hasta tropezar con un nenúfar. Sumergido hasta la cintura, avancé hasta el centro.

—Los mestizos no podéis hablar con la magia, pero esta tiene cierta predilección por vosotros —siguió explicando la mujer—. Por eso sois capaces de usar sus poderes a pesar de que no entendáis sus palabras. Responde a vuestras emociones.

En cierto modo, mi forma de ser me había salvado de morir a manos de la reina. Toda mi vida había estado reprimiendo mis sentimientos y, por lo tanto, alejando a la magia. O al menos, eso era lo que había llegado a comprender.

Agarré con fuerza el cuenco y contemplé a la anciana fae. Esta recogió un poco de agua con la jarra y la llevó hasta otro cuenco situado en sobre la única mesa que había en la estancia.

—Sin embargo, yo sí soy capaz de hablar con ella, ¿qué quieres preguntarle?

¿Cómo puedo matarte?

—¿Por qué sigo con vida?

—Colma tu cuenco y obsérvalo con atención.

Hundí el cacharro y dejé que el líquido se filtrara hasta llenarse. Su tonalidad pasó de ser verdosa a resplandecer con un brillo azulado.

El chisporroteo que precedía a la presencia de la magia erizó el vello de mis brazos. Podía intuir que estaba ahí, deseosa de hablarme para llevarse un buen pedazo de mi alma.

La sacerdotisa comenzó a hablar en un idioma que jamás había escuchado. Aunque para ser sincero, tampoco es que hubiera escuchado otra cosa que no fuera lenguaje común y fae.

El agua se volvió un espejo y luego el espejo cambió para mostrarme un corazón rodeado de cadenas.

—Ah, un hechizo de supervivencia. Eso es lo que te impulsa a seguir viviendo contra todo pronóstico —dijo la sacerdotisa, esta vez en habla común—. Muy inteligente por parte de tu madre.

Toqué con mis dedos la imagen del palpitante corazón; la superficie del agua se onduló antes de congelarse.

Mi madre. Es evidente que alguna tendría que tener, no he nacido de un árbol. Todo este tiempo he pensado que mi madre había sido Aine, ya que mis primeros recuerdos recaen en Orquídea. Sin embargo, no estaba seguro de que Aine fuera una fae.

—No congeles todo, muchacho —gruñó la abuela—. Está claro que tienes predilección por la magia de hielo tal y como ha mostrado la flor.

Parpadeé percatándome de que, salvo la zona en la que me encontraba, el estanque se había congelado por completo. Las plantas se habían cristalizado de tal manera que parecían joyas.

Para tener predilección por la magia de hielo, bien que había quemado la cara de Albor instintivamente.

Suspiré con fuerza.

—Creo que por hoy han sido suficientes revelaciones para ti.

—¿Cómo puedo controlar esto?

Los ojos de la fae se entrecerraron.

—No puedes —resolvió. Fue en busca de mi ropa y se quedó parada a un borde del estanque—. Mi consejo es que evites a la reina y hables con el rey. Él es el único que puede protegerte.

—¿Vas a...?

—¿Decirle a la reina que eres un mestizo? Yo no le debo lealtad a nadie, por suerte. Tú sabrás a quién le revelas tu secreto.

Salí con dificultad del hueco y caminé sobre elhielo hasta llegar a la mujer. Agarré con cierta irritación mi ropa y me vestí,dispuesto a ir junto a Lume.

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