Cristal en la piel.

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—¿Por qué me estás diciendo esto ahora?

Me levanté con rapidez para agarrar uno de sus libros románticos y darle con él hasta que solo quedase una masa sanguinolenta. Iris permaneció inmóvil, observando como tomaba un grueso volumen de la estantería. Atrapé su camisa, respirando de forma superficial. Tragué saliva y me centré en su rostro cansado.

El sonido de alguien llamando a la puerta me detuvo. Todavía con el libro en alto, me giré justo cuando la puerta se abrió para revelar al rey fae.

Llevaba las alas plegadas a su espalda y vestía una sencilla túnica azul claro que se arrastraba por el suelo. La corona que reposaba en su cabeza tenía un intrincado diseño floral. Sus cejas se elevaron al ver la situación en la que nos encontrábamos.

Iris se deshizo de mi agarre con agilidad y se postró ante el rey. Por mi parte, bajé el libro, pero no hice reverencia alguna. No iba a inclinarme nunca más, a menos que me obligaran.

Observé al padre de Lume con detenimiento. Las hebras blancas cubrían su cabello y numerosas arrugas cercaban sus ojos castaños. Cerró la puerta con cuidado y se acercó sin decir nada. No parecía estar molesto por el hecho de que ignorase las leyes de servidumbre y cortesía.

—Su majestad —dijo Iris con la cabeza gacha—. Este soldado lamenta la tardanza, ha habido un imprevisto.

El rey asintió.

—Veo que ese imprevisto es el joven Invierno a punto de atizarte con un libro prohibido —A pesar de que sus palabras eran serias, había un toque de humor en ellas—. Deberías haberte deshecho de Hierbarosa hace mucho, Iris Calei.

Bajé la mirada hacia la pesada obra que había en mi mano. Efectivamente, en la portada podían verse con claridad la palabra Hierbarosa escrita con sumo cuidado en lenguaje común. No había indicios de un autor y tampoco nada que indicara el contenido del libro. Esto era de lo que habían acusado a Cade.

—No puedo deshacerme de él, su majestad —respondió con tranquilidad Iris. Parecía que todo el fervor de antes se había hundido en algún lugar de su corazón—. Por mucho que sea un delito tenerlo en mi colección.

Apreté el libro en mis manos con la curiosidad cosquilleando por todos los poros de mi piel.

El rey suspiró y llevó las manos a la espalda. Recorrió la estancia con detenimiento, como si contemplara la inmensa colección de libros que tenía Iris.

—Entiendo. —Sacó otro de los libros y ojeó su contenido por encima antes de volver a ponerlo en la estantería. Tras eso, me confrontó directamente—. Diría que no estás llevando bien la estancia en palacio, joven Invierno.

—¿A usted qué le parece? —repliqué con sorna.

Iris alzó la cabeza para lanzarme una de sus poco efectivas miradas de advertencia. La risa del rey emergió suave, sus hombros temblaron un poco antes de detenerse.

—Así que es verdad que has perdido casi por completo la capacidad de autocontrol. Como todos los mestizos.

Una media sonrisa afloró en mis labios.

—¿Entonces me habéis traído a palacio para acabar con mi vida? ¿Ese era el propósito del gran sorteo amañado? ¡Cuánto esfuerzo por un simple mestizo!

El rey agitó su mano y de pronto me vi derrumbado, con la frente apretando el frío suelo. La fuerte mano de Iris presionó mis dos brazos contra la espalda sin darme posibilidad a moverme.

—Créeme, niño, no pasaría tanto esfuerzo para matarte. Ni mandaría a mi mejor oficial y confidente a buscarte. —Desde mi ángulo de visión pude apreciar los lujosos zapatos del rey—. Te necesito para defender a nuestro reino, pero si sigues comportándote como un energúmeno no te mantendré con vida. ¿Entiendes?

Resoplé contra el suelo.

Estoy tan harto de todos y todo, pensé.

Un crack resonó en la estancia, seguido de otros muchos. Al cabo de unos instantes, con un estallido, el aclamado cristal fae que conformaba la pared que daba al exterior se rompió en millares de pedazos que salieron volando en todas direcciones.

Y entonces, lo inesperado sucedió. Iris me alzó para obligarme a hundirme en el refugio de sus brazos, ignorado por completo al rey. Los afilados cristales se clavaron en su piel, pero se mantuvo firme.

La magia saboreó con alegría el pedazo de alma que me había arrancado y detuvo su ataque tras un corto periodo de tiempo.

—Su majestad, esto es lo que sucede si lo presiona —jadeó Iris apretando su agarre con ademán protector—. Deje a Invierno en mis manos.

Para mi sorpresa, el rey fae estaba intacto. Había alzado una especie de broche con forma de pájaro y los cristales no llegaron siquiera a rozarle. Al igual que Albor, el rey Lun tenía objetos imbuidos con magia para poder usarlos cuando lo precisasen.

—¿Es que acaso no entiende la gravedad de la situación? —demandó el rey—. ¿Todavía no se lo has explicado?

Iris negó con la cabeza, sus dedos se tensaron sobre mi espalda antes de retirarlos. Confuso, me quedé todavía pegado a él, podía escuchar como su corazón palpitaba a un ritmo alarmante.

—Estaba a punto de hacerlo cuando habéis llegado.

El rey empujó con sus pies algunos cristales. A lo lejos, los gritos de la guardia se hicieron eco. Como era evidente, se habían percatado del terrible destrozo.

—Escúchame bien, niño —imperó el rey—. Piensa con cuidado a quién quieres servir. Si no me compensa tenerte como aliado, arrancaré tu corazón mientras aún vives y lo lanzaré a los cuervos.

Para cuando terminó su amenaza, la guardia ya había llegado. Entraron a trompicones en el cuarto con las espadas desenvainadas y aspecto de peces recién salidos de la red.

—Traed algo para limpiar este estropicio y llamad a Kalmia. Iris, llévate al niño a otro lugar. —Tras su mandato salió por la puerta ignorando por completo las preguntas de los sirvientes.

Iris se movió imperceptiblemente. Tenía una serie de cristales clavados en los brazos y la sangre se deslizaba con pereza por su piel.

—¿Puedes moverte? —susurró en medio del gentío.

—Sí —acerté a decir. Tenía las piernas agarrotadas y la fuerza había abandonado mi cuerpo. A pesar de ello, me levanté. Las manos de Iris se posicionaron en mis codos para evitar que me tambalease y dejamos la destrozada estancia.

Caminamos hasta que mis piernas fallaron. Iris retiró todos los cristales que pudo de su piel antes de hablar:

—¿Puedo sostenerte?

Mi ceño se frunció ante su pregunta.

—A qué te refieres.

Sin decir más pasó, su brazo por debajo de mis piernas y sosteniendo mi espalda me alzó con cuidado. Para evitar caer, rodeé su cuello y apreté mis manos en su nuca.

Nuestras miradas se cruzaron de una forma fugaz.

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