A solas.


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Cerezo emergió de entre los árboles que tenía a mi izquierda. Se aproximó con un movimiento grácil y posó su morro sobre la cabeza de Lume. Después dobló una de sus patas, bajando su cuerpo para que pudiéramos subir a su lomo.

Mi vista se dirigió a los restos de Hera. Estaba todavía con los ojos abiertos hacia el amanecer y una mueca en el rostro.

—¿Puedes ponernos a salvo? —le murmuré a Cerezo. Como respuesta escuché un bramido.

Me incorporé y busqué el morral de la princesa. Tras eso, levanté el pesado cuerpo de Lume, a pesar de que los músculos de mis brazos pinchaban. Aun así, me las arreglé para subir con Lume al lomo de Cerezo.

Me aferré con una mano a su cornamenta derecha, mientras que con la otra retuve la espalda de Lume para que no se cayera.

Cerezo comenzó a galopar entre los árboles, esquivando todos los obstáculos con gracilidad. Íbamos en dirección contraria a la cabaña, introduciéndonos todavía más en el bosque. Sabía que una gigantesca arboleda bordeaba las cuatro ciudades del camino que llevaba a la capital, pero nunca me había imaginado la extensión real.

El sol estaba alto en el cielo cuando Cerezo se detuvo, cerca de un riachuelo. Atisbé lo que parecía una cueva, oculta por unas enredaderas. Por suerte, la sombra de los árboles nos protegía del calor. Pisé el suelo y bajé con cuidado a Lume, que todavía seguía inconsciente.

Cerezo bebió con avidez del río y yo hice lo mismo. El agua estaba helada, a pesar de estar en pleno verano. Mojé mi rostro y comprobé que había unos cuantos peces un poco más allá.

Me saqué la camisa para empaparla y la froté varias veces antes de sacarla y escurrirla en los labios de Lume. Tragó el líquido con un sonido ronco.

Cerezo desapareció de nuevo. Estaba seguro de que aquel animal podía comprender perfectamente la situación, e incluso, las palabras del lenguaje común.

Llevé a Lume hasta la cueva. Era pequeña y bastante acogedora; el suelo era de tierra y olía ligeramente a humedad. La recosté sobre su capa sin saber bien qué hacer a continuación.

Tenía el vestido manchado de sangre, sudor y tierra, de tal manera que apenas se distinguía el color salmón. Comencé a sacar cosas del morral: el frasco vacío, el de limpiar los dientes, otro con un extraño líquido rosa, uno más con varias plantas dentro, un cepillo de madera, un peine de plata, jabón, ¿ropa interior? Un libro escrito en lengua fae, una caja cerrada, un cuchillo... También había unos paños, similares a los que las nobles usaban cuando tenían la menstruación. Al fondo había un par de piezas de ropa.

Agotado, volví a meter todo en la bolsa y dejé fuera un par de paños, el jabón, la ropa interior y un vestido holgado.

Salí al exterior y comencé a rebuscar entre las maderas que habían caído hasta encontrar una lo suficientemente curvada como para poder transportar agua, pero todas ellas parecían estar podridas.

Cerezo apareció de nuevo, en su morro tenía una especie de caldero.

—Eres increíble, ¿de dónde lo has sacado? —Exclamé con verdadera sorpresa—. ¿Puedes entenderme?

El animal pareció asentir. Acaricié su lomo cuando tomé el caldero. Dentro había menta, salvia, unas cuantas raíces comestibles, así como trozos de corteza. Había escuchado que algunas cortezas se podían comer, pero nunca lo había probado.

Llené el caldero con agua, mojé uno de los paños y lo froté con el jabón. Enseguida llegó a mí el olor a violetas. Volví junto a Lume y quité su vestido. Debajo llevaba una fina tela que dejaba entrever su piel. Cerezo metió la cabeza entre las enredaderas para no perder detalle de lo que estaba haciendo.

—No te preocupes, no voy a hacerle daño —le dije.

Pasé el húmedo paño con jabón para quitar la suciedad y luego aclaré. Le puse el vestido limpio y volví a intentar hacer que bebiera.

Decidí meterme en el río para relajar mis agarrotados músculos.

Había pasado demasiado en muy poco tiempo. Miré mis manos, rememorando el último aliento de Hera escapándose entre ellas. Lume hubiera muerto allí. Y es probable que yo también. A pesar de todo, en mi interior era consciente de que no había pensado en nada a la hora de atacar. Toda la ira que había sentido antes de su último aliento se había esfumado dejando tras de sí una mera sensación de vacío. Estaba tan acostumbrado a la supervivencia que esta parecía bloquear cualquier pensamiento racional cuando era necesario.

Restregué mi piel intentando quitar la suciedad que sentía. Salí tiritando y dejé que los rayos de sol calentasen mi cuerpo durante un buen rato antes de vestirme. Cerezo estaba descansando a la sombra, con los ojos cerrados. Eso significaba que no había peligro alguno.

Tras meditarlo, decidí hacer una hoguera para preparar una infusión. Metí unas cuantas raíces en la boca y las mastiqué. Sabían un poco a tierra, pero al menos eran alimento.

Conseguí preparar una infusión de salvia y la metí en el frasco vacío para dársela a Lume. Metí la mano debajo de su cabeza para elevarla y vertí el líquido poco a poco. Parecía que le costaba tragar, aun así, bebió hasta terminar el contenido.

En cuanto se hizo de noche, apagué la hoguera y limpié todo rastro por si acaso. Me recosté junto a Lume, sintiendo el calor de su cuerpo.

La oscuridad que se agazapaba en el techo me recordaba a los ojos muertos de Hera por lo que cerré los míos y empujé esa imagen al fondo de mi alma.

Lume posó sus dedos sobre los míos con suavidad. Me aparté.

—No me dejes sola —musitó con un quejido.

—Estoy a tu lado —respondí y ella se removió hasta pegarse a mí. Con un suspiro me giré hacia ella—. No voy a marcharme. Tampoco es como si tuviera alguna idea de dónde estamos.

La calidez de su cuerpo se filtró en mí, relajando ligeramente la pesada sensación que se había instalado en él. Todas las inquietudes quedaron relegadas a un segundo plano y antes de ceder ante el sueño, me pregunté si había utilizado magia para obligarme a descansar.

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https://youtu.be/WHEFkc--UTM

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