Capitulo 26

-No tenías por qué hacerlo -habló Roger con una pequeña sonrisa de agradecimiento en los labios. Dylan le respondió con otra más amplia.

Tenía entre sus manos una caja de cartón con una bonita y deliciosa tarta de fresa. Y a pesar de que lo agradecía enormemente, porque le animaba un poco su deprimente estado de ánimo, seguía pensando que era una tontería gastarse dinero en algo como eso. Aunque tampoco es que fuera a decir lo que de verdad pensaba. 

-No digas tonterías, merece la pena para verte sonreír un poco -Roger apartó la mirada con un ligero rubor en las mejillas. Aquel gesto le pareció al mayor muy gratificante porque se sentía extraordinariamente bien hacer feliz a Roger aunque fuera tan solo unos pocos minutos. 

-Gracias.

-No las des.

Roger se mantuvo con la mirada pegada al suelo durante un rato.

Era sábado. Un horrible y apestoso sábado para él. No hubiera soportado pasar el día entero solo en casa porque temía tener que soportar de nuevo sus malos recuerdos y pensamientos, puesto que Freddie había tenido que ir al mercado porque el dinero no se conseguía por milagros. Suerte que al menos le había permitido pasar unos días tranquilo sin tener que trabajar para recuperarse un poco de la enfermedad que significaba que le rompieran el corazón. 

Por lo que ese día no pudo decir que no cuando Dylan se presentó en su casa con una dulce sonrisa y un regalo, pidiéndole dar un paseo con él para despejarse.

Y ahí se encontraban los dos. Como si siempre hubieran sido amigos cuando hacía menos de una semana que Roger no era capaz de verle ni en pintura. Pero se sentía reconfortado con la presencia del pelirrojo a su lado. Como si necesitara sentir de nuevo la calidez de otra persona que no fuera Freddie. Como si quisiera llenar el vacío que la ausencia y traición le Brian le había dejado.

-¿Cómo has estado estos dos últimos días? -ante la pregunta Roger dejó escapar una diminuta risa sarcástica que se interpretó más como un bufido.

-Supongo que mejor -al menos sigo vivo.

-Ya -Dylan se removió incómodo. Ambos estaban sentados en las escaleras de entrada a un edificio de viviendas. Era una calle poco transitada y el polvo de la acera mal pavimentada les manchaban el bajo de los pantalones y las botas desgastadas de cuero falso. 

El silencio se volvió extraño pero al menos no duró mucho. Esa tarde Dylan ignoró cualquier tipo de negación que Roger se atreviera a pronunciar ante sus planes para distraerse y se lo llevó a cualquier parte lejos de Smithfield. Recorrieron calles y calles hasta que los pies les dolieron y hablaron, en su mayor parte Dylan, de cualquier cosa que se les cruzase por la cabeza.

Y Roger no podía hacer otra cosa que agradecer esa atención porque durante al menos un tiempo pudo olvidarse de su desgraciada experiencia romántica y volver a sonreír sin remordimiento. Dylan le ayudó y lejos de parecerle mal, como en cualquier otra ocasión le hubiera parecido, se permitió disfrutar de ello.

De modo que al atardecer Rogar llegó a casa de una pieza. Dejó la caja con la tarta sobre la mesa de la salita y caminó hasta su habitación donde permaneció sentado sin hacer nada hasta la llegada de Freddie. 

Ambos, o más bien el moreno, engulleron buena parte de la tarta. Esa fue la primera vez que Freddie no se quejó de algo que tuviera que ver con Dylan, es más, estuvo horas diciendo cosas maravillosas con respecto a ese regalo tan dulce y delicioso que había ido a parar a su casa. Roger solo pudo reír debido a sus inesperadas palabras.

Y la noche llegó. 

Y con ella llegó la mañana siguiente.

Domingo.

Roger no había conseguido pegar ojo en toda la noche. Su mente más pendiente en otra cosa que no tenía nada que ver con dormir y soñar. Lo estuvo pensando durante horas, si debía hacerlo o no. Pero por mucho que intentara negarlo y que su mente le dijera que no fuera, su corazón le alentaba a otorgarle una última oportunidad. 

Era muy pronto por la mañana, probablemente no pasaban de las nueve, y Roger se levantó de la cama. Lo hizo con lentitud y cautela para no despertar a su mejor amigo que aún seguía profundamente dormido. Se acercó al armario y tomó una gran bocanada de aire antes de abrirlo.

Ahí estaba el traje de terciopelo verde que Brian le había regalado unas pocas semanas antes. Bien doblado, limpio e impoluto, como si no perteneciera a ese lugar. Lo tomó con manos temblorosas y se lo puso. 

Se acercó al pequeño espejo de la habitación y se observó. No pudo evitar un profundo suspiro cuando contempló su reflejo delante de él, con esa misma ropa con la que tantas veces antes se había visto tan feliz pero que ahora costaba demasiado llevarla puesta. Tomó el cepillo y se peinó. 

No pudo hacer mucho más. Sus ojos, aunque ya no estaban tan rojos e irritados, seguían teniendo grandes ojeras violáceas debajo de ellos, adornando su rostro como si ya fuera la visión más normal del mundo. Sentía como si llevaran ahí toda la vida.

Salió de casa sin hacer ruido. 

Sus pasos fueron pesados durante todo el trayecto. Mantuvo las manos dentro de los bolsillos y la mirada pegada al suelo. No se percató de las miradas extrañas de la gente en un principio ni de las sonrisas y saludos que le dedicaron al salir de Smithfield. La fuerte brisa de esa mañana le revolvía los cabellos y le secaba los ojos. 

Caminaba sin mirar al frente, como si sus piernas supieran el camino correcto y no hiciera falta la mente para guiarlas. Simplemente se dejó guiar por su corazón en un camino que le acercaba por inercia a una persona en concreto. 

Sus pasos se detuvieron frente a un edifico grande y que destacaba por encima del resto. La iglesia de Bloomsbury. Alta, elegante y majestuosa. Roger tragó saliva al verla. Pareciese que el mismo edificio se estuviera riendo de él, mofándose y divirtiéndose. Como si supiera que albergaba en su interior algo que no estaba a su alcance. Y lo hacía. 

Un matrimonio con Brian nunca estaría a su alcance.

Miró a su alrededor y comprobó que aún no había nadie. La boda debería ser dentro de unas horas. Por lo que a paso lento y pesado se acercó al pequeño parque en el que estuvo unos días atrás, cuando descubrió la verdad más dolorosa que jamás había presenciado en su vida.

Se sentó en un banco, el más alejado del que Brian y Elizabeth estuvieron sentados una vez. Y esperó. Esperó paciente, inmóvil y en silencio a que la maldita boda empezara. Y llegó un momento en que pensó que la boda ya habría ocurrido, que le habían vuelto a mentir, que era otro día, que se habían arrepentido. Lo que fuera. Pero de repente comenzó a llegar gente.

Roger observó hacia la iglesia y vio como bajo ella, cerca de la puerta, se comenzaba a aglomerar un cúmulo de personas. Hombres, mujeres y niños con trajes elegantes, costosos e impecables. Altos, distinguidos y refinados. Sonriéndose los unos a los otros pero criticándose a sus espaldas. Riendo con falsedad y poniendo los ojos en blanco cuando no los veía nadie. Tan falsos e irrespetuosos pero aceptados por su prestigio. A Roger le dieron ganas de vomitar con el simple hecho de verlos. 

Se puso en pie y observó a los invitados pasar poco a poco a la gran iglesia. Se acercó.

A medida que sus pasos le acercaban a la multitud sus pulsaciones aumentaban en velocidad e intensidad. Sus piernas eran percibidas más temblorosas y su respiración comenzó a agitarse.

¿Y si le reconocían?

¿Y si se daban cuenta de quién era?

¿Y si veía a Brian?

Por suerte pudo pasar desapercibido. Era una tontería pensar que no lo haría. Al fin y al cabo iba vestido tal y como ellos. No había nada que temer, solo tenía que actuar con normalidad.

Y esa fue la primera vez que Roger puso un pie dentro de una iglesia. Y no supo si su reacción fue debido al propio rechazo que sentía de estar allí por la situación y el momento o porque en sí el edificio era un poco tétrico. Pero no le causó buenas impresiones. Parecía un lugar triste y muerto cuando en realidad habían bastantes adornos brillantes y que muy probablemente muchos de ellos serían oro puro. 

¿Pero así eran las iglesias, cierto?

Se abastecían de dinero que no era suyo y lo despilfarraban en tonterías absurdas e inútiles como todo lo que incluían dentro de ellas. Roger sintió una ira desmesurada dentro del pecho al imaginar la cantidad de niños que morían a diario en el propio Londres por hambre y enfermedades mientras las iglesias contenían una gran cantidad de dinero con el que poder salvarlos.

¿Y así era cómo pretendía Dios salvar a sus hijos?

Menuda sarta de mentiras.

Tomó asiento en la última fila de bancos, esperando que nadie sintiera su presencia y agachando la cabeza cada vez que alguien miraba en su dirección.

El espacio fue llenándose poco a poco. Los bancos de madera comenzaron a llenarse de gente que esperaba paciente el inicio de la celebración. Roger se mantuvo con las manos sobre sus rodillas y observando a su alrededor con curiosidad y nerviosismo. Sintió a alguien tomar asiento a su lado y se puso nervioso. Al girar la cabeza se encontró con una anciana. Tenía el rostro inundado en numerosas arrugas que aumentaron cuando esta le dedicó una dulce sonrisa. Roger se la devolvió, aunque la suya no mostraba los dientes y mucho menos era una sincera.

No volvió a mirarla en un buen rato.

La espera se hizo eterna. Su posición quedaba muy lejos del altar, suerte que tenía buena vista y era capaz de apreciar todos los detalles. Hubo un momento en que el cura apareció y se situó detrás de una especie de mesa de mármol. No tuvo tiempo de fijarse en nada más pues justo en ese momento, cuando ya todo el mundo estuvo sentado y en silencio, apareció la persona que provocó que todo su aire desapareciese de sus pulmones en un mero segundo.

Brian caminó con un paso elegante hasta situarse en el altar. Sus rizos estaban exquisitamente bien peinados, cargaba un traje negro precioso y una bonita pero pequeña sonrisa adornaba sus labios. Se le veía ligeramente nervioso pero hasta eso le hacía parecer bellísimo. 

Ese fue el primer instante de debilidad que sintió Roger ese día. Quiso levantarse y desaparecer de allí lo antes posible, arrepentido durante un momento de su decisión de acudir a la boda. Pero no pudo moverse, se había quedado estático, rígido, y lo único que alcanzaba hacer era respirar.

Apretó los puños sobre sus piernas y él, al igual que todos los presentes, mantuvo silencio.

Tenía que aguantar. Tenía que saber si de verdad todo lo que habían vivido no había sido real.

Así que aguantó. Y no pudo dejar de mirarle. De pasar su mirada por cada rincón de ese hombre. Y estuvo así durante un tiempo, un tiempo de espera que solo se rompió cuando la puerta principal de la iglesia volvió a abrirse de nuevo. 

Todas las cabezas giraron en esa dirección al igual que la de Roger. En ese instante una música de piano de cola comenzó a sonar a modo de eco en todo el edificio. Y todo el mundo sonrió. Todos menos él. 

Porque Elizabeth acaba de entrar tomando el brazo de otro hombre bastante mayor que ella, ambos con una ligera sonrisa en los labios, una de orgullo y otra de nervios. Y Roger no pudo apartar la vista de esa hermosa mujer que caminaba con lentitud hacia el altar. Portando un precioso vestido blanco con detalles brillantes pero sencillos, con una gran cola de unos pocos metros que se arrastraba por el pasillo central. Su rostro cubierto por un precioso velo blanco casi transparente, disimulando sus ojos azules brillantes de emoción. Un bonito ramo de flores blancas descansaba sobre su mano libre.

Y sí, Roger no pudo negarlo; estaba preciosa. No pudo sentir ningún sentimiento negativo sobre ella, solo la más pura y fuerte envidia que jamás había sentido antes. Pero su mirada volvió a ponerse en la de Brian y entonces el mundo que a duras penas había conseguido mantener esos días se le vino completamente abajo. Porque Brian sonreía. Le sonreía a una persona que no era él.  A una mujer preciosa que no era él. A la persona con la que contraería matrimonio y que no era él.

No era él.

Y durante un momento deseó ser él en lugar de Elizabeth.

Y no se dio cuenta de que la primera lágrima se escapó hasta que la sintió recorrer su mejilla. 

Elizabeth llegó hasta el altar y Brian le ayudó a subir tomándola de la mano. Hubieron unos minutos en los que Roger no era capaz de escuchar nada, todo era muy lejano y distante, ni siquiera se concentraba en la vista. Solo en la emoción que el rostro de esos dos jóvenes parecía estar sintiendo. Y digo parecía porque Brian no sabía muy bien lo que sentía en ese preciso momento.

Entonces empezó la ceremonia. Brian y Elizabeth se habían situado esta vez cara a cara. Brian le apartó el velo con lentitud y cariño dejando el bello y nervioso rostro de la joven a la vista de todo el mundo. Roger escuchó de fondo la voz del cura que recitaba palabras sin importancia, como si aquello lo dijera todos los días. Mientras él no podía apartar la mirada de las dos personas que se miraban nerviosas y sonrientes de vez en cuando. Solo aterrizó de nuevo cuando escuchó las siguientes palabras.

-Elizabeth Adolphson, ¿quieres recibir a Brian Harold May, como esposo, y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así, amarle y respetarle hasta que la muerte os separe?

-Sí, quiero -ella estaba feliz. Sonreía y miraba a su prometido con una luz en los ojos difícil de explicar.

-Y tú, Brian Harold May, ¿quieres recibir a Elizabeth Adolphson, como esposa, y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así, amarla y respetarla hasta que la muerte os separe?

Roger contuvo la respiración. Por un momento creyó que todos los presentes lo estaban haciendo, que Brian lo estaba haciendo. 

Esa era la última oportunidad que podía otorgarle. Después de aquella, si la fallaba, no habrían más. Esa era la razón por la que había decido ir, para cerciorarse de la decisión de Brian; descubrir si lo que fue a decirle a su casa hacía dos días era cierto. Porque si acababa diciendo que sí, si acababa casándose con ella, definitivamente lo que dijo fue cierto. Nunca significó nada para él ni jamás lo significaría.

Por eso contuvo el aire. Por eso se quedó estático, con los oídos agudizados, con la respiración retenida y la mirada clavada en la figura de Brian.

Vamos. Demuestra que lo que tuvimos fue real. Di que no. Dilo.

Y por un momento creyó que lo diría. Brian tardó unos segundos más en responder porque algo parecía haber aparecido de repente en su cabeza, algo que le perturbó lo suficiente como para disolver durante un segundo la expresión de emoción y sustituirla por una de inconformidad.

Entonces, tras pensarlo, tomó aire y habló.

-Sí, quiero.

El mundo pareció detenerse, al menos para Roger lo hizo. Ya no escuchaba y de nuevo lo sintió. Abrasarle desde lo más profundo de su ser, más incluso que del corazón. Abrasarle con una intensidad insufrible, consumiéndole el último pedazo de corazón que había conseguido mantener con la esperanza de que dijera que no. Pero no lo hizo.

Había dicho que sí.

Y ahora Roger no entendía a su alrededor. El cura volvió a hablar pero ya no importaba nada. No importaba absolutamente nada. 

-Es emocionante, ¿verdad, hijo? -lo que sí escuchó fue una voz baja y humilde a su lado. Roger giró la cabeza temblorosa y se encontró con la anciana que se había sentado a su lado al entrar, observándole con una pequeña sonrisa. La mujer había visto las lágrimas de Roger y no pudo evitar preguntarle, pensando, erróneamente, que esas lágrimas eran por un sentimiento positivo hacia la pareja -. Que quede entre nosotros -la anciana se acercó un poco a él y le habló en una voz aún más baja -, puedes llorar aunque seas un chico, no te preocupes.

Roger tragó saliva y sí, solo entonces sintió las lágrimas que quemaban sus mejillas como llevaban haciendo todos esos últimos días. No se molestó en apartarlas. Tampoco pudo hablar. Asintió a la mujer con torpeza porque tampoco era capaz de hacer o decir otra cosa diferente, se sentía absurdo, sin rumbo. Le temblaban las piernas y ni siquiera estaba en pie. 

Y ya no pudo aguantar un segundo más allí. 

No le importó la mirada que le dirigió la anciana cuando se puso en pie, ni el ruido molesto que podrían llegar a hacer sus zapatos al caminar por el pasillo central hasta la puerta. Pero sí le importó el ruido que realizó a propósito al cerrarla de golpe al salir.

Porque Brian solo escuchó un portazo en la lejanía al cual no le dio la importancia suficiente como para siquiera mirar un segundo hacia ese lado. Porque no lo sabía, pero con ese portazo se había esfumado la última oportunidad de estar con su amor verdadero.

Un amor que se había marchado para siempre.

•••

Un capítulo sin a penas diálogo, pero creo que no ha sido necesario.

Este lindo capítulo se lo quería dedicar a -Phxxlx, una personita muy mona y que me hace reír de vez en cuando❤️

Os adoro hasta el infinito. ✨

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