09.

LA INQUIETANTE ANSIEDAD


Alexa se colocó frente al señor Oscar, hurgó el bolsillo de su pantalón y sacó un par de billetes que dejó sobre la mesa, frente a la caja de ahorro común. Luego fue el turno de Sean, uno de los muchachos que tenía dieciséis años y colocó varios billetes. Apartados, se encontraban Jhena, de catorce y Valentino, de trece. Al ser menores de dieciséis años, no tenían permitido trabajar. Si se arriesgaban y eran captados por los servicios sociales, a Oscar se le armaría un gran problema. Finalmente le tocó a Becca, que tenía los bolsillos vacíos. Nada.

—No tengo dinero —murmuró—. Pero he conseguido un empleo, señor. Mañana me darán... —Oscar le propinó una dura bofetada.

No había traído dinero al hogar. Eso era motivo de castigo. Bajó la vista, aunque previamente contempló como Sean y Alexa se burlaban.

—Sin excusas, jovencita. Ya sabés las reglas —le dio un empujón para alejarla de su vista. Becca cayó de rodillas pero enseguida se recompuso.

Aturdida, corrió a la habitación. No sabía cómo sentirse.

«Eres una tonta. Debiste haber trabajado hoy» se regañó a sí misma. «Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te suplico que me guíes en esta nueva vida. Te necesito». Comenzó a rezar arrodillada frente a su cama, entre sus manos sostenía la cadena con el dije de cruz que llevaba junto a ella desde que era niña. Tenía pocos recuerdos de su madre biológica, uno de ellos era del día que le entregó ese collar. «Tienes que llevarlo siempre contigo», le había dicho. Y así fue. Becca jamás se despegaba del objeto. Las memorias de su madre se sentían como un recuerdo lejano, como si hubiera sido un sueño que tuvo en su infancia. Lo mismo sucedía con su padre. A la edad de ocho años, Rebecca fue seleccionada junto a otras niñas y adolescentes, para vivir en la gran casa del profeta. Su madre le había dicho que debía ir, que era un privilegio. Allí tendría una vida mejor a quedarse trabajando en la huerta o confeccionando prendas de vestir. Su padre también dio el visto bueno. Él se encontraba en el grupo masculino que realizaban trabajos de construcción para reunir dinero destinado a la comunidad.

Cualquier decisión que saliera del profeta, era una orden. No se cuestionaba. Consideraban que Dios se expresaba a través de él.

—Niña, ¿sabés cocinar? —Isabella, la esposa de Oscar, interrumpió en la habitación.

—Sí. En Sion Creek siempre...

—Bueno, manos a la obra —interrumpió— Tendrás que hacer la cena. No pienses que vas a quedarte aquí perdiendo el tiempo.

Sin cuestionar, Becca se puso de pie y se dirigió a la cocina. La mejilla aún le ardía pero se mordió la mejilla interna, reprimió las lágrimas y se puso a cocinar. Al menos, tenía una ventaja en la cocina. Estaba acostumbrada a preparar comidas a muchas personas, sabía de cantidades y porciones. Se concentró en trabajar. Durante un par de horas olvidó el miedo, el sentimiento de humillación y los malos tratos.

Sirvió la cena: salteado de pollo con verduras. Todos optaron por platos contundentes excepto Becca que se limitó a un par de cucharadas. La boca de su estómago estaba cerrada, no había un rastro de apetito en su cuerpo. Se obligó a ingerir un par de bocados, lo que aumentó la sensación de malestar y las ganas de vomitar.

Solo quería meterse en la cama. Rezar. Dormir.

«Todo estará bien. Mañana traeré dinero a la casa. Oscar se pondrá contento. Todo comenzará a funcionar», se consoló. Necesitaba oír, aunque sea de sí misma, que en algún momento su vida comenzaría a cambiar.


🤍🏀🤍


Aquel atardecer, el café de Maggie estaba plagado de ocho muchachos deportistas. Habían ocupado una mesa rectangular pegada a un ventanal, desde allí tenían una vista perfecta del exterior. Eran estudiantes del instituto de Lakeville, tenían entre dieciséis y dieciocho años e integraban el equipo de baloncesto escolar. Acaparaban el espacio como si les perteneciera, sentándose cómodos y parloteando en voz alta; haciendo bromas, molestando o riendo sin perjuicio alguno. Desde el otro lado del recibidor, Becca respiró profundo mientras se sentía profundamente intimidada por la presencia de aquellos jóvenes atletas. En principio, no estaba acostumbrada a estar rodeada de hombres, aún menos de su edad. Segundo, no podía apaciguar la curiosidad que le causaba. No podía dejar de sentir atracción hacia los detalles físicos, los colores de cabello, la forma de sus espaldas, los músculos marcados por debajo de las camisetas.

Volvió a inhalar una bocanada de aire. Luego, sacó la libreta y el bolígrafo que Maggie le entregó esa tarde en cuánto su turno comenzó. Tenía que recibirlos y apuntas las órdenes. La primera cliente que atendió había sido una mujer mayor amable que solo tomó un café y un pedazo de pastel de vainilla. Después, una pareja pidió té de frutilla y galletas de chocolate. A pesar de que los nervios estuvieron presentes, fue sencillo. En cambio, el grupo de adolescentes revoltosos representaba un verdadero desafío. Su estómago se apretó.

«No tengas miedo, Becca. Necesitas practicar para aprender así que, adelante. No pasa si te equivocas», recordó las palabras de Maggie quien, de hecho, se encontraba ocupada recibiendo a una familia con siete niños.

Tenía que hacerlo. Caminó hacia la mesa y se plantó frente al grupo.

—Ho-Hola, chicos —titubeó. Ellos hablaban sin parar—. Bienvenidos —agregó tratando de no perder la firmeza—. Estoy aquí para...Vengo a tomar sus órdenes.

—Hola —Rowley, un muchacho de cabello rubio crispado, giró hacia su dirección—. Bonito vestido.

—Oh, gracias —pronunció con un débil tono de voz. De inmediato sintió que se sonrojaba.

—Así que está de moda taparse hasta los pies. ¿Cuándo ocurrió esa desgracia que no me enteré? —puso una sonrisa burlesca. La mayoría rió.

—Qué... ¿Qué van a pedir?

—Todos queremos hamburguesas especiales y refrescos de coca cola.

—Bien —abrió la libreta y con esmero, apuntó la orden—. Entonces... Entonces ¿cuántas hamburguesas?

—Una para cada uno. ¿No escuchaste?

—Claro, sí. Entonces serían... —alzó la vista, repleta de vergüenza y contó internamente—. Ocho. Ocho hamburguesas. Y refrescos.

—Sí, ocho. No es tan difícil de entender —Row le dio una mirada de pie a cabeza—. ¿Eres monja o algo así?

—Y bastante lenta —agregó Hudson. Los ojos de Becca se arrugaron, confundida por las actitudes de los muchachos—. Tienes que reírte, es un chiste.

—Eh, imbéciles. Dejen a la chica hacer su trabajo —intervino Shep cuando consiguió despegarse del móvil—. Deberían pagarte una fortuna por aguantar a estos pesados —Becca no comprendió con exactitud lo que estaba pasando pero sí captó un tono amigable en las palabras de ese chico y deslizó una pequeña sonrisa—. Eso es todo lo que pediremos. Ocho hamburguesas especiales y ocho refrescos de coca cola. Nada más.

—Ey, Becca —escuchó detrás. Giró y encontró a Julian de pie con las manos en los bolsillos de su chaqueta deportiva blanca y verde inglés. Entonces, recordó que la chaqueta oculta en su cama del hogar era idéntica. De hecho, todo el grupo vestía una. Sin embargo, no había rastros de su ángel—. ¿Todo está bien?

—Sí, eh... Solo tomo nota del pedido —respondió. Julian echó un vistazo incrédulo a sus compañeros, intuyó que algo había pasado—. Lo llevaré detrás —dijo; seguido, pasó a un lado de Julian y se dirigió al recibidor para dárselo a Maggie, que se ocupaba de la cocina.

A pesar de que solo llevaba cuatro meses en el instituto privado de Lakeville, Julian conocía a sus compañeros. Sabía, por ejemplo, que no le caía bien a Colton, el capitán y que, de hecho, no se encontraba en esa reunión porque no le agradaba su cafetería. También sabía que tanto Rowley como Hudson eran dos imbéciles con tendencia a burlarse de los demás, especialmente de los más débiles y vulnerables. El resto, como Gus o Grayson, solían seguirle la corriente, reír de sus estúpidas burlas. Shepherd, en cambio, era un gran hablador al que le costaba cerrar la boca pero tenía pasta de buena persona. Lo mismo sucedía con Colton que, aunque no congeniaban, parecía un tipo respetable que no le encontraba gracia a burlarse de los demás.

—Qué bien, eh. Burlarse de alguien que está haciendo su trabajo —Julian habló indignado—. Los felicito, muchachos. La próxima vez que lo hagan me encargaré de sacarlos de aquí uno por uno. Hablo en serio —advirtió. Su paciencia estaba al límite.

—Tranquilo, Julian. Nadie se meterá con ella —Shep decidió calmar las aguas turbulentas—. ¿Por qué no te quedas un rato? También eres parte del equipo. Vamos, pide otra hamburguesa —sugirió amigable. Julian ni siquiera se inmutó.

—No creo que sea buena idea —contestó—. Le romperás el corazón a tu mejor amigo —acotó descartando la invitación; la cafetería estaba plagada de clientes, no le parecía justo sentarse a disfrutar mientras su madre se partía el lomo trabajando. Las risas se pronunciaron entre el grupo, incluso Shep que no pudo evitarlo. Había sido ingenioso.

Julian se dirigió a la cocina, saludó a su madre que preparaba hamburguesas y luego fue hacia Becca, que se hallaba frente al lavabo bebiendo un vaso de agua. Necesitó una pausa de cinco minutos. Por dentro se sentía extraña, fuera de la realidad, como una pieza diferente imposible de encajar en el puzzle. Aún no era capaz de entender si aquellos muchachos habían sido amables o crueles.

—Becca, ¿estás bien? —ella asintió—. Si pasa algo, me lo tienes que decir. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Por cierto, me encargo de la mesa de los chicos.

—Oh, ¿hice algo mal? —se preocupó.

—No, no. Lo estás haciendo excelente —aseguró—. Solo que los conozco y prefiero ocuparme personalmente de ellos.

Becca asumió la decisión como algo normal. Su nula interacción con personas de su edad le dificultó comprender que había sido víctima de bromas de mal gusto. No tenía que reírse como el chico insinuó; sus palabras habían sido ofensivas y todavía resonaban en su cabeza, como si repasar una y otra vez la conversación le haría encontrar algún sentido. Todavía oculta en la cocina, se mordió la mejilla interna mientras trataba de apaciguar la inquietante ansiedad que la consumía. Poco después, inhaló una gran bocanada de aire y salió de nuevo al mundo. Tenía que mantener el empleo.

«Dios ha puesto este plan para mí. Funcionará tarde o temprano. Lo hará» se dijo a sí misma tocando la cruz que colgaba en su pecho. 


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