03.

LA CALMA


Dobló las rodillas, las apretó contra su pecho y apoyó la barbilla en el espacio curvo que quedaba entre ambas. Mantenía los ojos abiertos y firmes en la pantalla del televisor que colgaba en una de las paredes de la habitación del hospital. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba viendo aquél entretenido filme en el que una chica preciosa se proponía odiar a un chico de rizos negros que, después de idas y vueltas, acabó besando en medio de una guerra de pintura.

Estaba hipnotizada.

En Sion Creek no tenían permitido ver esa clase de películas románticas. Estaba prohibido todo tipo de contenido y entretenimiento que tuviera lo que ellos consideraban violencia, blasfemias o inmoralidad. El mismo principio aplicaba para la música.

«Así como las películas pueden poner imágenes o pensamientos inapropiados en nuestra mente, también lo puede hacer la música.» rememoró las palabras del profeta. Apenas había pasado veinticuatro horas fuera, un corto lapso de tiempo que fue suficiente para transgredir uno de los principios que la acercaban a Dios. Entonces, se preguntó si Él se habría enterado acerca de su huída. Probablemente sí, lo había hecho. Tuvo el desesperante deseo de saber si el resto de sus hermanas se encontraban bien. No había pensado cuánto las extrañaría... Le dio una punzada en el corazón cuando sopesó la posibilidad de no volver a verlas nunca más.

«Dios mío, ¿qué hice?»

—Hola, Rebecca. ¿Cómo estás? No tengo mucho tiempo —una mujer cincuentona apareció en la habitación. Tomó el mando del televisor y lo apagó. Vestía en colores oscuros, un pantalón sastrero, camisa y saco haciendo juego. Su cabello era rizado, grueso y voluptuoso. En un brazo cargaba un bolso, en el otro, papeleo—. Mi nombre es Ruth Jones, de Servicios Sociales.

—Uhm, ¿servicios sociales?

—¿Sabés lo qué es?

—No, señora.

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis —titubeó.

—Oh. Eres grandecita. Deberías saberlo —sonrió con sarcasmo—. De acuerdo a tu denuncia, tuvieron que apartarte de tu familia. Ya no puedes regresar con ellos, así que nosotros nos encargaremos de enviarte a un hogar de acogida hasta que cumplas la mayoría de edad.

Rebecca intentó captar lo que Ruth explicaba. Su cabeza abundaba de términos nuevos que no había oído nunca antes.

—¿A dónde me enviarán?

—Trataremos de ubicarte en una familia sustituta, aunque por tu edad es bastante improbable —comentó—. De momento, irás a un hogar de acogida junto a otros chicos en tu situación.

—¿Mi situación?

—Eres un poquito lenta, ¿eh? —pronunció en un tono malicioso—. Bien. Pasemos a otro tema. Te haré algunas preguntas. Responde con la verdad —exigió mientras sacaba un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta. Apoyó los papeles sobre una mesita de noche y repasó—. En dónde vivías, ¿había otras menores de edad en tu situación? Me refiero a sí sufrían maltrato o similar. Me refiero a si las golpeaban, Rebecca.

—Oh, s-sí. A... A veces. No mucho. No tanto como a mí —agregó lo último en un susurro. Desde niña tuvo la impresión que Elissa tenía un profundo odio hacia ella. Le había costado domar a la niña que no temía expresar sus pensamientos y hacer preguntas.

Poco quedaba de aquella niña curiosa en su interior.

—¿Sabes si sufrían abuso sexual?

—N-no lo sé. Yo no... No lo creo —la mujer le envió una mirada de desaprobación. Rebecca sintió que no estaba cooperando. Tuvo ganas de llorar—. ¿Qué harán con ellas?

—Bueno, si comprobamos que todo esto es cierto, es probable que también las saquemos de ese lugar.

—Y... ¿Y luego?

—Serán designadas a otras familias u hogares.

La joven se escondió tras sus rodillas una vez más. Ruth le causó miedo. Hablaba con prepotencia y decía cosas horribles, como llevarse a todas las niñas de Sion Creek hacia lugares desconocidos. Tuvo un profundo dolor en el pecho. Ella no quería eso. No quería ver a su comunidad entera haciéndose trizas. Era una sensación intensa y contradictoria; a pesar del sufrimiento, Rebecca no podía odiar a nadie en Sion Creek. Ni siquiera a Elissa. Estaba completamente segura de que todos los comportamientos se debían a la imperiosa necesidad de acercarse a Dios.

«Elissa solo intenta mantenerte en el buen camino».

«Él solo quiere llevarte hacia la salvación».

Estaba convencida de que cada acto había sido justificado por la inquebrantable fé. La firme decisión de no fallar ante Dios.

—No pueden hacer eso.

—Nuestro trabajo es proteger a menores de edad en situaciones de vulnerabilidad. Así que sí, podemos. Debemos hacerlo —explicó de forma abrupta al mismo tiempo que recogía los papeles y guardaba el bolígrafo—. Bien. Es todo por el momento. Regresaré mañana para ubicarte en tu nuevo hogar, ¿entendido?

—S-Sí —musitó colapsada.

Los pensamientos de arrepentimiento siguieron divagando en su cabeza ni bien Ruth abandonó la sala. Se hicieron aún más fuertes.

«¿Qué harán conmigo?».

«¿A dónde me llevarán?».

«Me convertiré en un alma impura, pecadora».

Empezó a plantear la idea de volver. Quizá todavía estaba a tiempo de redimir sus pecados. Pedir perdón. Corregir sus errores. De un manotazo, se quitó la aguja del suero que estaba conectada en su brazo izquierdo. Un fino torrente de sangre corrió a través de su extremidad pero no le importó. Salió de la cama y caminó a través del pasillo del hospital. Tan solo vestía una bata celeste, debajo ropa interior y calcetines. Esa tarde, el recinto estaba desbordado por una emergencia multitudinaria, por lo que pacientes heridos ingresaban a cada minuto. Tal era el caos que nadie se percató de la frágil joven que caminaba inquieta tratando de esquivar a la gente.

«Tengo que salir de aquí. Tengo que salir de aquí. Tengo que salir de aquí» era todo lo que había en su mente a medida que avanzaba. Una vez que atravesó la puerta de salida, el frío de invierno la golpeó por completo aunque no lo sintió.

«Debés volver a casa. Junto a Él. Cumplir con el deseo de Dios» repitió internamente y siguió andando, inconsciente de lo que hacía. Ni siquiera podía distinguir las caras u objetos a su alrededor, todo lo que podía captar era que debía regresar a Sion Creek. Y tenía la ingenua convicción de que sus pies la llevarían a su destino cuando jamás había recorrido la ciudad.

Rebecca Larsen desconocía por completo donde se encontraba.

La misión se complicó al llegar a la avenida; una de las más importantes de la ciudad que contaba con varios carriles en múltiples sentidos. Cruzó un tramo con éxito hasta que un vehículo hizo una maniobra peligrosa para esquivarla. Luego, escuchó un montón de insultos dirigidos a su persona. Frente a ella, un vehículo se detuvo a escasos centímetros, lo que causó un intenso alboroto en el resto del tránsito. El hombre tocó la bocina, quería avanzar pero Rebecca, paralizada, no se lo permitía. Detrás de él, una larga fila de autos se vieron obligados a detenerse. También empezaron a tocar sus bocinas, incluso algunos conductores se asomaron por la ventanilla y comenzaron a gritar barbaridades.

—¡Muévete, estúpida!

—Hazte a un lado, tonta. ¿No ves que tenemos prisa?

—Mueve el maldito trasero, niña. ¡Date prisa!

Rebecca observó hacia a los lados, en pánico. Sus latidos, acelerados, golpearon contra su pecho hasta dificultar la respiración. El suelo se movió sobre sus pies, presa de una sensación de irrealidad, el mundo daba vueltas justo frente a sus ojos. ¿Qué le ocurría?

—¡Qué te muevas, estúpida! —un conductor, enfadado, salió del vehículo y fue directo hacia ella con la intención de arrastrarla a la banquina. Rebecca dio un paso atrás, aterrada. Tenía las manos en los oídos, tratando de suavizar la intensidad de los sonidos a su alrededor.

—¡Ey, ey! No toques a esa chica —exclamó un joven que divisó el altercado desde la saliva del hospital, al otro lado de la avenida. Atento, sorteó el tráfico y llegó hasta ella. Era alto, de cuerpo atlético y fornido, tenía el cabello castaño oscuro y vestía ropa deportiva—. Eres un monstruo, ¿no te das cuenta qué está asustada?

Rebecca se quedó inmóvil mientras veía una espalda ancha y firme bloquear toda su visión.

El chico impuso respeto desde el momento que se plantó con seguridad. Protector. Mantenía los puños apretados, decidido a romperle la cara a quien se atreviera a tocarla. Detestaba las injusticias. El furioso conductor lo notó, retrocedió entre balbuceos y su actitud prepotente cayó en picada.

—Como sea, amigo. Sácala de aquí porque está obstruyendo el tránsito.

—Podrían tener un poco más de consideración, ¿no? Todos ustedes —masculló hacia la multitud, enfadado—. Insensibles —agregó. Luego, giró hacia la chica.

Colton Bradford contempló de cerca a Rebecca. Era bajita. Tenía una nariz respingona, pómulos pronunciados y ojos brillantes. Su cabello era largo, castaño claro y de naturaleza ondulada. Había, en especial, una gran dosis de ingenuidad y frescura en su cara. Junto a eso, una mirada húmeda y aterrorizada qué no se atrevían a contactarlo demasiado.

—Ey, ¿estás bien?

Rebecca negó. Su garganta estaba tan apretada que no podía hablar.

—¿De dónde saliste? —preguntó; nuevamente la inspeccionó con la mirada. Notó el hilo de sangre que recorría un brazo izquierdo, los hematomas y por último, la pulsera de papel que llevaba en una muñeca. Centro Médico Mayo, alcanzó a leer. «Qué idiota, es obvio que salió del hospital» pensó. De hecho, traía la típica bata que usaban los pacientes—. Ya lo sé. Tranquila, no te preocupes. Primero tienes que abrigarte. Voy a colocarte mi chaqueta, ¿de acuerdo? —ella simplemente asintió. Cole se quitó la chaqueta deportiva y cubrió su cuerpo. Se veía como un vestido gigante —Ahora tenemos que salir de aquí, ¿está bien? ¿Me puedes seguir?

Colton sujetó su mano, tiró ligeramente de ella para guiarla pero Rebecca no respondió. Permaneció inmóvil.

«Está en shock», adivinó.

Ella intentó hablar pero quedó en un balbuceo. Quería decirle que no podía moverse, sus piernas no respondían y a duras penas podía respirar.

—Está bien, no puedes. Te sacaré de aquí de todas formas, tú tranquila. Voy a cargarte, ¿de acuerdo?

Colton pasó una mano tras su espalda, otra por sus piernas y la levantó en sus brazos de un simple movimiento, como si estuviera cogiendo una pluma del suelo. Con la misma facilidad que la recogió, Colton caminó a través de la avenida, atento a los semáforos y a los vehículos que transitaban a altas velocidades. Aún no entendía como esa chica consiguió llegar a salvo hasta el punto donde la encontró, de verdad había sido una gran hazaña que un conductor apresurado no la hubiera llevado por delante. Rebecca, inerte, paseó la mirada a través del muchacho que la sostenía. Observó el cabello espeso y oscuro, la mandíbula delineada y el cuello, marcado por un camino curvilíneo de pequeños lunares. Nunca había estado tan cerca de un hombre, excepto de Él. Colton notó que ella lo estaba mirando y le dirigió una paciente sonrisa que le transmitió calma.

Pura calma.

Además del médico y la enfermera, era la tercera sonrisa amable que había visto desde que salió de Sion Creek. El resto de personas que se topó en su camino, habían sido indiferentes y antipáticos; la mayor parte de los policías, otras enfermeras y, por supuesto, Ruth Jones que le acabó causando un ataque de pánico.

En aquel instante, un pensamiento se cruzó en su cabeza. El muchacho se hizo presente justo cuando estaba en peligro... Lo que para Rebecca tenía una sola explicación. El profeta, en más de una ocasión, había hablado acerca de seres espirituales que son mensajeros de Dios en la Tierra, que protegen y guían a las personas.

Ese chico era uno de ellos... Era un ángel.


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