01.
LA LLAMADA
Rebecca Larsen tenía días sin probar un plato de comida. Todo lo que había en su estómago era agua y trozos de pan que una de sus compasivas hermanas se arriesgó a darle a escondidas. Eso era todo. Sentía el cuerpo débil. Los brazos le flaqueaban cada vez que tenía que cumplir con los quehaceres domésticos: hacer las camas, trapear el piso, lavar y planchar la ropa, aspirar los espacios alfombrados, fregar la vajilla y cuidar de las más pequeñas. A cada hora en punto, tenía que dirigirse al cuarto destinado a rezar, ponerse de rodillas y orar a Dios durante quince minutos.
«Reza y obedece», decía el cartel de cerámica ubicado en medio de la habitación. Lo repetían a diario las mujeres de la casa.
Era una regla inquebrantable.
Estaba herida en múltiples lugares. Había moretones alrededor de sus brazos, torso y piernas. También había marcas antiguas de cinturón y quemaduras que permanecían, principalmente, en su espalda. Habían pasado ya dos días desde que Él le dio una paliza, a causa de un inconveniente que experimentó en la intimidad. Rebecca estaba terminando de lavar los platos, cuando una punzada de dolor se disparó en la pelvis, se dobló a causa del dolor y una bandeja de vidrio cayó al piso. Se hizo pedazos. Trató de arreglar el desastre —a pesar de que el dolor era cada vez más fuerte en la zona— y tuvo que detenerse de rodillas para recuperar el aliento. Entonces, percibió humedad entre sus piernas. Dejó el lío a medias y corrió al baño, alarmada. Cerró la puerta. Levantó la falda larguísima del vestido rosa pastel, bajó las bragas y se sentó en el inodoro. Abrió los ojos grandes ante la mancha roja en medio de su ropa interior blanca. Las náuseas se hicieron presentes, seguidas de un intenso deseo por vomitar.
Sintió que moriría pronto.
Llamó desesperada a una de sus madres; para su mala suerte Elissa abrió la puerta. Era la mujer más dura y rígida, tenía cincuenta y seis años y era la décima de las treinta y seis esposas que tenía Él. Para ese entonces, Rebecca había comenzado a llorar. No tenía idea de por qué había sangre en su ropa interior y lo que dijo Elissa la aterrorizó aún más.
—¿Qué has hecho? —cuestionó irritada—. Has profanado los mandamientos, ¿verdad? —musitó tirándola del cabello—. Dios te está castigando por los pecados que cometiste —la sacudió, arrojándola contra la pared de cerámica fría.
La joven cayó al suelo. Lloró con fuerza. Había sido dócil, dulce y obediente. Había rezado a cada hora. Todos los días. ¿Por qué Dios la estaba castigando?
—No hice nada malo. Nunca quise ofender a Dios de ninguna manera. Lo juro —se animó a pronunciar.
Elissa le dirigió una mirada repleta de asco.
—Mentirosa. Sigues profanando la palabra de Dios —la culpó—. Ponte de pie, vamos. Rápido. Esto tiene que saberlo Él.
—No. No. Ahora no —rogó entre sollozos. Ni siquiera podía levantarse a causa del dolor y el pánico. Estaba entumecida.
Sin embargo, Elissa se acercó con determinación. La sujetó del cabello y la llevó a rastras hasta la cocina donde, para colmo, Él se encontraba furioso por el desastre que había en el piso. Su enfado se incrementó a causa de los gritos y lamentos que la joven pronunciaba, pidiéndole a Elissa que la soltara, que le estaba haciendo daño, que le dolía todo el cuerpo.
—¿Qué está pasando? —preguntó Él.
—Esta niña cometió algún acto pecaminoso y Dios la castigó. Le bajó la sangre —respondió Elissa; la jovén permaneció en el suelo. Lloraba desconsolada.
Él no dijo nada. Se puso a su altura y, sin previo aviso, le dio una bofetada. Luego, se quitó el cinturón y la golpeó por todas partes. Elissa observó todo sin titubear. Finalmente, la hicieron levantarse a las fuerzas.
Rebecca deseó morir.
Nadie intervino. Nadie dijo nada. Cuando esas situaciones ocurrían, de pronto, todas las que habitaban la casa se hacían humo. Invisibles.
—Ve a limpiarte. Te quiero en diez minutos en el cuarto —ordenó Él. Inmutado, dio un paso adelante y se marchó.
La chica tembló de miedo. ¿Qué pasaría? Si bien todas confiaban y creían fervientemente en Él, Rebecca nunca consiguió hacerlo por completo. Le causaba un temor atroz tener que quedarse a solas con él. No había forma de escapar. Elissa la obligó a ponerse de pie, la llevó a trompicones al baño y la metió bajo la ducha. Tuvo que darse un baño rápido. Al salir, se puso ropa interior limpia y se vio obligada a colocarse un buen trozo de papel higiénico, ya que la sangre continuaba fluyendo y quería evitar otra mancha. Se colocó un vestido celeste pastel que le cubría desde el cuello hasta los tobillos y zapatillas de lona blanca. A pesar de los múltiples dolores, se las ingenió para trenzarse el cabello castaño y largo que le llegaba a la cintura. Lloró durante el proceso. A Él le gustaba que todo estuviera pulcro y perfecto y en ese instante, ella se sentía un completo desastre. Sucia, adolorida y molesta.
—Date prisa —ordenó Elissa en la habitación—. Te está esperando.
Caminó a la par de la mujer en dirección al cuarto de Él. El trayecto se hizo eterno. Él tenía la habitación más grande, en el segundo piso, la última al final de la escalera. Ella nunca había ingresado. Al abrir la puerta, se estremeció ante las resplandecientes paredes blancas. Una cama grande del mismo color en medio. Él estaba sentado a una orilla y al percatarse de su presencia, la miró de arriba abajo.
—Puedes retirarte, Elissa. Cierra la puerta —expresó. La mujer cumplió al pie de la letra—. Ven, querida. Siéntate —indicó, señalando el espacio justo a su lado—. Te has convertido en una joven hermosa —murmuró—. Pero has tenido pensamientos impuros, ¿cierto? Por eso Dios eligió castigarte —dio por sentado. Ella ni siquiera lo negó, no quería contradecirlo o hacer algo que pudiera enfadarlo—. ¿Sabés cómo puedes remediarlo?
—No.
—Llegó tu hora. Tienes que casarte. Ser una esposa dulce, dócil y obediente. Traer todos los hijos que Dios envíe a través de ti al mundo. Así es como conseguirás la salvación —el hombre elevó una mano. Le acarició la cabeza, el cuello y los hombros.
Tragó saliva.
—¿Cuándo?
—Lo antes posible —respondió—. Dado que sería completamente difícil encontrar un buen esposo en tan poco tiempo, he tomado una decisión. Quiero hacerte mi esposa. En tres días lo anunciaremos y haremos una pequeña ceremonia. Tienes que empezar a redimir tus pecados de inmediato.
«Quiero hacerte mi esposa» resonó en su cabeza. Una vez escuchó a un grupo de mujeres mencionar que era un verdadero privilegio ser esposa de Él. Un lugar que muchas deseaban tomar. ¿Debía ponerse feliz, entonces? No lo comprendía... Porque ni siquiera experimentó un céntimo de alegría. De lo contrario, algo se removió en su estómago, nuevamente surgieron las intensas ganas de vomitar. Y seguía temblando por los golpes que había recibido.
Se contuvo hasta que Él dio el encuentro por terminado, se acercó y le dejó un beso en la mejilla, cerca de la comisura de los labios. Aquel efímero pero repulsivo gesto terminó con su fuerza de voluntad y acabó en el baño, reclinada sobre el inodoro, expulsando lo poco que había en su estómago. Fuera, Elissa la estaba esperando. Le dijo que estaría castigada hasta nuevo aviso, es decir, hasta el día de la ceremonía.
Faltaba un solo día.
Menos de veinte horas.
Esa tarde, Él había viajado a la ciudad por cuestiones desconocidas. Había llevado a Elissa junto a otras cinco esposas. Lo que era una ventaja; la casa era un sitio más ameno y armonioso cuando él no se encontraba. A menudo aprovechaban ratos libres para cantar melodías religiosas, bailar o beber té bajo los rayos de sol, en el campo trasero. Ella, junto a otras cuarenta chicas, había sido separada de sus padres a la edad de ocho años. Su padre se encontraba en la comunidad que realizaba trabajos de construcciones para recaudar dinero y, su madre, en el campo dónde cosechaban alimentos para sustentar la comunidad dirigida por Él, denominada la Iglesia Fundamentalista de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
Cada una de esas personas tenían en común que creían en Él como la viva reencarnación de Dios y le concedían el poder absoluto. Tenían la firme creencia que Dios se expresaba a través de Él, que fue nombrado profeta y considerado un líder espiritual justo y equitativo. Seguían sus reglas, siendo lo único que conocían.
Sin embargo, había una pequeña llama de libertad ardiendo en el interior de Rebecca. Si bien tuvo varios días para adecuarse a la idea del casamiento, no encontraba forma de aceptarlo. Los esposos establecían contacto físico con sus mujeres, se abrazaban y besaban en la boca, gestos que la llenaban de disgusto. Ella no quería casarse con él.
Le dolía el cuerpo y el alma. Su vida era cada vez más asfixiante. Y por algún motivo, dos detalles colisionaron en su mente inquieta. Poco antes de ser separada de sus padres, fue junto a ellos y a Él, a un hospital donde residía su abuela, al borde de la muerte tras negarse a recibir una transfusión de sangre. Fueron a despedirla. Una de las pocas veces en las que salió de la comunidad. En las paredes, leyó algunos letreros. Hubo uno, en particular, que jamás pudo borrar de su mente «¿Tú vida corre peligro? Llamá a la policía: 911». Otro detalle: el día que estuvo en la habitación de Él, divisó un teléfono de línea en la mesita de noche. El único teléfono, probablemente, que había en toda la casa.
El ambiente estaba calmo cuando su corazón golpeó fuerte su pecho. Tenía que hacerlo justo en ese instante o sería demasiado tarde. La joven atravesó sigilosa las escaleras, se escabulló en la habitación y cerró la puerta. Los primeros minutos, se sintió como en una realidad alterna. ¿De verdad estaba a punto de hacerlo?
Sí.
Sostuvo el teléfono y lo pegó a su oreja. Escuchó el sonido del tono. Marcó: 9-1-1.
—Policía, ¿cuál es su emergencia?
La respuesta apareció tan rápido que se sobresaltó. Cortó. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Tuvo el presentimiento de que si lo hacía, no habría vuelta atrás. Marcó otra vez: 9-1-1.
—Policía, ¿cuál es su emergencia? ¿Hola?
—Ho-Hola. Necesito ayuda.
—Sí, ¿qué pasó?
—M-Mi nombre es Rebecca. Tengo dieciséis años. Llamo desde Sion Creek —su garganta se apretó. Tuvo la sensación de que no podría hablar nunca más.
—Tranquila, Rebecca. ¿Puedes decirnos cuál es tu emergencia?
Inhaló una profunda bocanada de aire.
—Sí. Necesito que me saquen de aquí. Estoy herida —lloró sobrepasada—. Mañana tengo que casarme con Él y yo no... No quiero hacerlo. ¿Me pueden ayudar?
—¿Quién es Él, Rebecca? —indagó el agente—. ¿Puedes decirme su nombre? ¿Edad? ¿Estás ahí, Rebecca?
—Sí. Es... Es Joseph Warren. Tiene sesenta y dos —pronunció. No estaba segura qué clases de detalles debía dar. Sí sería relevante o no—. Por favor, tienen que venir. Realmente no quiero hacerlo —sollozó. De pronto, experimentó otra oleada de miedo atroz. ¿Y si no funcionaba? Si nadie venía a buscarla y Él se enteraba de esa estupidez, le daría la mayor de las palizas.
—Quédate tranquila, ¿si? Ya conseguimos localizar tu ubicación. Llegaremos en cinco minutos.
Entonces, cortó. Otra vez, tuvo la vertiginosa sensación de que estaba fuera de la realidad. Él había dicho tantas veces que el mundo exterior era malo, que estaba repleto de seres impuros que pretendía dañar su armoniosa comunidad a causa de la envidia y los celos. Si ella había atraído a los perversos, tarde o temprano recibiría un castigo divino. Después de todo, acababa de quebrantar la regla principal dictada para las mujeres:
«Sé dócil. Sé dulce. Sé obediente».
🤍🏀🤍
Si la historia te gusta, me ayudaría mucho que me dieras estrellitas, comentarios y la recomiendes a otras personas :).
Recuerda añadir la historia a tu biblioteca y seguirme en mi perfil, así no te perderás de ninguna novedad u aviso importante.
Gracias por la lectura y el apoyo.
Para más información sobre la novela, búscala en las redes:
Instagram: serielakeville / evelynxwrites
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top