3: Hombre reptil
Una aldea tranquila, era habitada por seres de tierra, obligados a trabajar con las plantas también para que éstas crecieran más rápido de lo normal y así alimentar a los hombres lagarto del rey del fuego. Aquellos sujetos amaban la abundante comida tanto como al intenso calor.
Piel con finas escamas, ojos un tanto saltones, en sus rostros de reptil humanoide. Dominantes del fuego, claro estaba, y pobre de aquel que se atrevía a retarlos.
Los pobladores de la tierra eran algo más peculiar tal vez. De forma irónica se asemejaban a lo que les estaban haciendo cuidar: plantas. Pudiendo manejar la tierra a su antojo y comunicarse con sus semejantes. Estas personas tenían un pigmento como la clorofila que sintetizaba la luz del sol, y en vez de cabello, hierbas con flores. Conforme envejecían iban formando corteza, hasta que finalizaban su existencia como especies de árboles pequeños en jardines extensos.
Un pequeño niño planta intentaba alimentar un brote de maíz, dirigiendo un poco de agua con leves movimientos de tierra. A su alrededor, muchos niños más hacían lo mismo. El niño formó una figura similar a él y la hizo caminar, hasta que ésta chocó sin querer con la pierna de alguien, deshaciéndose en el acto.
El hombre lagarto dirigió sus frías pupilas sesgadas hacia el pequeño, que enseguida lo reconoció. El fiel sirviente del rey del fuego. Un cobarde ante él, pero un abusivo cuando estaba lejos. Sonrió mostrando toda la hilera de dientes en punta. Los niños no tardaron en percatarse del humo en su aldea. Estaban siendo rodeados por muchos de esos seres.
—Casi todo está siendo quemado por mis hombres —dijo el líder—. ¡¿Ahora me dirán por qué no hacen lo que se les pide?!
Los niños negaron.
—No hemos hallado lo que buscan en nuestras tierras —aseguró con temor el pequeño.
—¡Ya destruimos la aldea cercana, por lo mismo! —Todos los hombres extendieron sus manos listos para prenderles fuego—. Ahora mueran.
Chasqueó los dedos y los hombres lanzaron inmensas llamaradas.
Un fuerte estruendo, seguido de una especie de tifón, les extinguió el fuego en un abrir y cerrar de ojos. Frente a ellos se posicionó el dragón blanco, a pocos metros del suelo, con el viento arremolinándose a su alrededor. Los niños aprovecharon y huyeron.
El mayor miedo de aquel hombre lagarto, aunque nunca lo hubiera admitido, eran los elementales del viento. Bien recordaba cuando estuvo prófugo en su niñez, en tiempos de lucha. Unos de la resistencia del viento atacaron la aldea en donde se ocultaba con su familia, buscando matar a la gente de las tierras del fuego, para así llevar a cabo una especie de advertencia y venganza.
En ese entonces el pequeño niño lagarto vio morir a sus padres, gente noble, en manos de hombres del viento, no supo cómo, solo que fueron letalmente veloces, y habían sido sus amigos, aprovechando el ataque en el exterior para cubrir el suyo. No sabía qué clase de poder oscuro podía llegar a ser el viento hasta ese día. Sin embargo, estando tan cerca de ser descubierto en su escondite, alguien lo salvó.
Sus fugaces recuerdos fueron dispersados cuando Aarón tocó suelo. Ocultó la expresión de horror y la reemplazó por una de profundo rencor.
—Hasta que por fin aparecen —renegó—. Qué plaga, creímos haber eliminado ya a todos los del viento. No puedo creerlo. Por otro lado, me alivia no tener que quemar una tercera aldea para hacerlos venir.
Eso enfureció a Aarón. ¿Ya era la segunda aldea quemada? Eso no podía ser. Sin pensarlo siquiera, sacó su espada y lanzó un tajo al aire, haciendo que el viento se disparase y lanzara a todos los hombres tres metros hacia atrás.
—Aarón —le reprendió Christopher con seriedad—, no manejes al viento con la ira.
El castaño también tenía sus propios recuerdos. Haber salido de casa, molesto con sus padres, y haber encontrado todo destruido y quemado al volver. Por suerte, Ellie se había sabido esconder, pero tardó años que lo perdonara, pues ambos sabían que él podía haber hecho algo. El viento le era más leal en ese entonces. Christopher tenía razón, el rencor y el odio lo habían debilitado.
Los hombres lagartos se pusieron de pie de un salto y lanzaron ráfagas de fuego al instante. Aarón se espantó pero Cristopher fue más veloz, poniéndose a su lado y disparando una bocanada de aire, dispersando el fuego. Los lagartos sonrieron y se burlaron.
—El primer dragón que no veo que lance fuego —se mofó el líder—. Como sea, nuestra misión en realidad ya la cumplimos así que estábamos en retirada. —Rebuscó en su bolsillo—. Buscamos esto —sacó el objeto en su puño cerrado pero no lo mostró—, servirán para crear un magnetismo especial que abrirá la tierra, y los titanes del fuego saldrán a colonizar.
—¿Cómo están tan seguros de que hallarán todo lo que buscan? —retó Aarón.
—Porque estas piedras —abrió su mano y dio a conocer al objeto en su palma—, nos llaman con su energía.
El joven castaño abrió mucho los ojos con terror. Aquella piedra roja era igual a la que había conseguido Ellie en su último robo. El hombre lagarto sonrió con malicia mientras veía cómo el chico subía con prisa al dragón blanco y éste salía disparado en un instante. Los lagartos emprendieron la marcha, satisfechos.
El bosque pasó por debajo como miles de líneas distorsionadas por la velocidad. Aarón rogaba porque su hermana hubiera dejado esa piedra y hubiera sabido esconderse otra vez. Pero al divisar la aldea completamente destruida, sus esperanzas flanquearon.
Christopher aterrizó y Aarón bajó de un salto.
—¡Ellie! —gritó, pero solo el silencio respondió.
Se negaba a aceptarlo. Volvió a llamarla, con lágrimas en los ojos... Nada, solo el crepitar de algunas llamas aún vivas en una casa medio quemada. Cayó de rodillas y empuñó las cenizas sin contener el llanto.
¿Qué haría sin su hermana? No pudo salvarla. ¿Qué haría sin sus abrazos de ánimos, sin sus cánticos que le ayudaban a dormir mientras se acurrucaba en su regazo? Él le prometió muchas veces una mejor vida, y lo que pudo darle ni siquiera estuvo cerca de eso. No estuvo a su lado cuando esos bastardos acabaron con su vida. ¿Lo habría llamado? Ya sabía que cuando algo le pasaba a tu ser querido, nada te avisaba de ello.
No había justificación para que los del fuego matasen, nada les costaba tomar lo que querían e irse. Pero la maldad corría por sus venas y él lo sabía, por eso se molestó con sus padres, porque ellos ocultaban familias de hombres lagartos alegando que también eran víctimas de la tonta lucha entre titanes elementales de fuego y aire.
Sintió una mano posarse sobre su hombro, Christopher en su forma humana. Él sin duda era el último titán del aire. En época de guerra, los titanes de ambos bandos, junto con sus reyes, habían hecho luchar a sus elementales de rango menor que vivían en la tierra. Y como ya se sabía, los del fuego terminaron ganando.
—Como ya sabrás, soy el último centinela del aire —murmuró el rubio—. No tenía poderes hasta que apareciste. Mi misión es ayudarte, eres descendiente del viento...
Aarón se puso de pie con la vista baja.
—Entréname, qué esperas —renegó.
—Debes encontrar la paz...
—¡¿Cómo quieres que encuentre la paz?! ¡Quiero acabar con esos mal nacidos!
Christopher no cambió su expresión seria a pesar de los gritos del muchacho.
—Sígueme... —Empezó a caminar.
A Aarón no le quedó más que seguirlo, luego de limpiarse el rostro.
Caminaron por el bosque hasta que se percató de que estaban dirigiéndose a un claro, con un bonito manantial que bajaba de la montaña, rodeado de flores diversas. Algunas de estas se levantaron sobre sus raíces y se apartaron corriendo para que no las pisaran.
Christopher arremolinó el viento alrededor de aquellos extraños seres y las elevó. Las flores pataleaban y movían sus hojas, desesperadas.
—¿Qué haces? Déjalas —reclamó Aarón.
—No les pasará nada. —Las hizo flotar de un lado a otro—. Quiero que hagas lo mismo. No quiero que pienses en el viento como un elemento violento. Con lanzar ráfagas fuertes no logras nada. —Cambió de movimientos y las flores ahora giraban formando una circunferencia—. El viento se pasea con la naturaleza. Si comprendes eso, entonces te mostrará sus otras facetas.
Bajó a las flores y estas revolotearon a su alrededor, parecían felices por el «paseo» que les habían dado. Una tiró de la tela del pantalón de Aarón. El castaño miró hacia abajo y pudo ver a la pequeña flor, acompañada de otras a las que Christopher no había «paseado». Suspiró.
—A Ellie le hubiera encantado ver esto —dijo en susurro.
—Intenta elevarlas sin lastimarlas —ordenó su amigo.
El joven respiró hondo, intentando hacer a un lado el dolor, y se concentró. Puso sus manos al frente. Paz, eso era lo que necesitaba para que el viento hiciera lo que él quisiera, sin límites, aunque no tenía mucha noción de cuál era el máximo de su alcance.
El viento se arremolinó y logró elevar a las flores. Sonrió, aunque pronto tuvo que dejar de hacerlo y prestar atención, ya que al parecer sus emociones influenciaban, apenas, pero lo hacían. Las flores habían sido un poco revoloteadas durante su distracción. Respiró hondo y las elevó un poco más.
—Tienes que aprender a controlar el hecho de que tu ánimo altere tu control —indicó el rubio—, así aunque te hagan flanquear, tu poder no cambiará.
Aarón asintió. Volvió a respirar hondo y movió a las flores formando un círculo también, las sostuvo con una mano, mientras que con la otra elevó al resto de flores, incorporándolas al círculo. Cristopher mostró una leve sonrisa y asintió.
Su gesto se borró al detectar a dos seres observando desde el manantial. Eran elementales del agua, parecidos a humanos pero con cola de pez, ojos enormes y completamente negros en sus planos rostros, una cresta en sus cráneos, manos palmeadas, piel lisa, y lo peor, toda una hilera de dientes afilados.
Soltaron sus ya conocidos chirridos y se sumergieron a las profundidades. El mundo de las aguas era muy aparte del de la superficie. Lamentablemente aquellos extraños e intimidantes seres se prestaban mucho al espionaje si les daban una buena paga.
***
El hombre lagarto se dirigía a entregarle su botín de piedras magnéticas a su rey.
—Bien. ¿Hiciste lo que te pedí, Fuoco? —cuestionó.
—Claro, mi señor —respondió él con la cabeza gacha.
—¿Y los sujetos?
—Son un muchacho humano desconocido y el último centinela del aire, aquel que usted contó que había dejado de lado al ver que no tenía poder.
—Cállate. No pienso rememorar ese error. Ahora largo.
Fuoco inclinó la cabeza y dio media vuelta, sin embargo no avanzó.
—Quería... preguntarle —habló con temor—. ¿Por qué me ordenó...?
—Silencio, no tienes por qué hacer preguntas. Estás aquí para obedecer y sin fallar, o morirás. Es el trato que hiciste.
Ante esto, el pequeño hombre emprendió la retirada. Bien recordaba ese día en el que al salir de su escondite se encontró con los hombres del rey, que habían acabado con los malvados del aire, asesinos de sus padres. Prometió ir con ellos y obedecer, cegado por la sed de venganza.
Habría hecho bien o no, no importaba, pues la niña que distrajo a los del viento para que no lo viesen, nunca lo iba a reconocer... y nunca lo iba a amar, por ser lo que era, por su apariencia. Ella tan humana, y él tan reptil.
Caminó decidido a seguir buscando las piedras para su amo, no tenía ya en la vida más objetivos.
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