Capítulo 4

Me abandono al cansancio, aunque intento resistirme hasta que él vuelva. Necesito que me explique tantas cosas... Necesito las respuestas a todas mis preguntas. Pero el sueño me vence, por lo que sin darme cuenta acabo envuelta en una neblina oscura en la que no existen los sueños, solo el descanso. Necesito dormir para que desaparezcan todos los dolores que me aquejan. Un rato más tarde, noto algo cálido y húmedo sobre mi frente. No sé exactamente cuánto tiempo ha pasado cuando comienzo a abrir los ojos con lentamente, así descubro un rostro sobre el mío. Lo reconozco. Es él. Cyril. Me intento incorporar, pero él pone sus manos en mis hombros para impedírmelo.

—Quieta —dice con tranquilidad—. Tienes fiebre.

Hace años que no me pongo enferma. Mis defensas son fuertes, juraría que las mejores del mundo. Pero la tos que emito lo desmiente mientras me resigno a quedarme postrada en la cama. Con una gasa comienza a quitarme la suciedad de la cara mientras dice con la seriedad que lo caracteriza:

—Es peligroso. No puedo decirte qué es lo que te pasa. Qué eres.

Escucho sus palabras a través de la nube de estupor que me anula el sentido al tiempo que comienzo a fruncir el ceño.

—¿Y entonces? —logro decir con una voz enfermiza que no me pertenece.

Se queda mirando mi brazo que ahora esta limpiando con sumo cuidado. El agua está fría pero sus manos calientes, me hace tiritar.

—Cállate y escucha, ¿bien? —asiento y él sigue—: Posees una especie de anomalía o algo así, no debes saber de que se trata si quieres estar a salvo.

Abro mucho los ojos, sorprendida. Sabía que algo en mí era extraño. Soy rara. Ahora está confirmado. Antes solo lo sospechaba, por eso no tenía amigos y los chicos me rehuían. Por eso todos se burlaban de mí. Y ahora ya sé por lo qué es. Pero dudo que ellos supiesen que tengo una anomalía. Termina de limpiar mi brazo que ahora ha quedado en su color natural y se dispone a curar algunos rasguños. Escuece, así que aprieto los dientes. Son pequeños, pero traicioneros.

—Exagerada —masculla—. El caso eso fue lo que te salvó de una muerte segura y nadie debe saber que has sobrevivido, porque te buscan. Quieren utilizarte.

Deja que asimile sus palabras y espera alguna reacción por mi parte, que conteste, que diga algo. Me limito a asentir. No tengo palabras.

—Y no debemos dejar que lo hagan porque tendría muy malas consecuencias.

Me remuevo mientras coge una gasa limpia, la introduce en el agua helada para limpiarme el otro brazo, inclinándose sobre mi cuerpo, aplastándome, me hace la respiración más difícil. Una sola persona no puede causar tantos estragos. Por muy poderosa que sea. Y yo no soy muy poderosa, a pesar de haber sobrevivido a un accidente aéreo.

—¿Hay más como yo? —digo con la respiración entrecortada.

Él vacila, evitando mi mirada. Creo que va a mentirme.

—No —dice muy seguro de sí mismo; aunque no logra convencerme del todo. Vuelve a mirarme a los ojos con intensidad. Está muy cerca de mí y no me gusta—. Y por eso vamos a realizarte unas pruebas. Durarán diez días. No te haremos daño.

Entiendo que quieran ver de dónde procede mi singularidad. Pero tengo miedo. Nunca me han gustado los médicos, ni las pruebas, ni nada que tenga que ver con ello. Y esto suena demasiado a eso. Trago saliva intentando mezclarla con mis miedos, después asiento vacilando.

—Empezaremos mañana si ya te encuentras mejor, ¿vale? —me responde acariciando mi mejilla con el dorso de su mano.

Asiento estremeciéndome. Es un tipo extraño, con demasiados secretos ocultos bajo una especie de capa de inmunidad. Todo un peligro. No entiendo sus frecuentes cambios de humor creo que me está ocultando algo. Aunque quiero confiar plenamente en él porque se supone que me está ayudando. Da por concluida nuestra conversación, así que sigue limpiándome y curando mis arañazos. Necesito una ducha. Además de comer algo. Pero yo no quiero dar por concluida nuestra conversación, aún tengo preguntas.

—¿Por qué se estrelló el avión? —le digo.

Él me mira a través de la oscuridad con esos ojos que me hacen estremecerme, me intimida de nuevo. Como siempre. Desvía la mirada y se humedece los labios a la vez que sacude un poco la cabeza.

—Eh... No lo sé —responde después de unos segundos; titubeando.

Asiento repetidas veces sin mucha convicción. Me duele la cabeza, pero necesito seguir.

—Creía que como estás en el ejército... Vosotros lo sabríais —él sacude la cabeza como si hubiera dicho una tontería y probablemente lo haya hecho—. Necesito darme una ducha, comer... —digo desviando la mirada a un punto oscuro de la estancia.

Quiero preguntarle quiénes son los responsables de mi peligro. Cómo saben de mi existencia, entre otras muchas cosas más. Pero... No creo que sea buena idea. Además, no me lo diría. Él asiente mientras se incorpora.

—Tienes razón, te traeré algo de comer. Pero la ducha tendrá que esperar, estás enferma y seguramente te marearás al dar dos pasos seguidos —dice volviendo a irse.

Intento replicar, pero no me salen las palabras. No estoy tan débil, simplemente tengo fiebre. Cierra la puerta, dejándome de nuevo sola con mis pensamientos. Es muy misterioso todo esto. No entiendo nada. Sigo sin entender nada. Suspiro. Esta vez intento no dormirme. Y sorprendentemente lo consigo.

De repente se abre la puerta, de nuevo aparece Cyril que enciende la luz. Lleva entre sus manos una bandeja con una botella de agua, un vaso de zumo y varios platos que no sé qué es lo que llevan. Los deja encima de mi regazo y me ayuda a incorporarme, me mareo un poco, pero me recupero en un segundo.

—¿Te ayudo? —dice.

Intento sonreír mientras sacudo la cabeza. Ya soy mayorcita, a pesar de lo que él crea, para que me estén dando de comer como a un bebé. Observo la comida que me ha traído y pierdo el apetito. Ensalada y fruta. Me gusta la ensalada y también la fruta. Pero ahora tengo tanta hambre que me esperaba una pizza. Debo de haber puesto una cara extraña porque se ríe. Vuelve a darme miedo su cambio de humor. Porque inmediatamente se pone serio y dice:

—Come, estás enferma y no puedes comer lo que sea.

Vaya, ahora parece mi padre. Suspiro e introduzco el tenedor de plástico en el plato de ensalada. Pincho un trozo de lechuga y me lo meto en la boca. Esto me hace tener más hambre. Lo veo observarme y lo fulmino con la mirada.

—¿Qué? —dice con esa voz dura que lo caracteriza.

Desvío la mirada y mientras pincho un poco de tomate respondo:

—No me gusta que me miren mientras como.

Él asiente, pero sigue mirándome. Esto no me gusta. Es un problema que he tenido siempre. Deberé lidiar con él. Pero no hoy. Solo era un juego y acabó convirtiéndose en una pesadilla diaria. Es como estar haciendo equilibrios al borde de un precipicio. Sabes que te estás destruyendo o que estás a punto de hacerlo, pero no puedes parar. Y ahora mismo no puedo con esto.

—Bueno, pues tendrás que acostumbrarte. Aquí quién sigue órdenes eres tú. Y sigues mis órdenes porque soy tú superior. Así que tendrás que aguantarte.

Genial. Me da más miedo ahora. Cedo un poco, porque no sé qué me da más miedo. Mis pensamientos o él. Así que intento terminar la ensalada y bebo agua. Me refresco por dentro. La necesitaba.

—¿Y el zumo? —dice autoritario.

Me hace sentirme más frágil. Miro el vaso y me encojo de hombros. Es de naranja. Me gusta el zumo de naranja. Pero...

—No creo que la ensalada y el zumo sea una buena combinación —le digo desafiándolo.

Él asiente y coge el vaso con el zumo de naranja y se lo lleva a los labios.

—¿Algo más que añadir? —dice con el cristal del vaso acariciándole los labios.

Asiento alzando las cejas y sonrío.

—Odio la pulpa de la naranja. Y este zumo tiene pulpa —le guiño un ojo y comienzo a comerme el plato de fruta.

Entonces me vuelca el contenido del vaso sobre la cabeza, cierro los ojos y abro la boca estupefacta. Lo miro y veo que su expresión no es muy amigable. Ahora sí da miedo. No puedo creer que me haya hecho eso de verdad.

—¿Te crees qué me importa? ¡Aquí se hace lo que yo diga! —me grita.

Me levanto enfurecida, pero lo único que consigo es marearme. Me enredo entre las sábanas tropezando, pero no llego a caerme. Soy el ridículo personalizado.

—¿Qué haces? —dice interponiéndose en mi camino con los brazos cruzados en el pecho.

No me lo pienso, me da igual que diga ser mi superior. Cojo impulso y le acierto en su perfecta mandíbula con mis nudillos. Desato toda mi rabia. Ha sonado fuerte, me llevo las manos a la boca que acabo de abrir sorprendida de mi fuerza y él se lleva la mano a la cara, donde le he dado. Es increíble que yo no me haya roto la mano.

Intento salir corriendo, pero antes de poder hacerlo estoy inmovilizada sobre la cama mojada de zumo de naranja con pulpa. Cyril me aplasta con su peso y me sujeta por las muñecas que están a los lados de mi cabeza. Me hace daño. Intento disculparme, pero no me deja hacerlo.

—No has debido hacer eso —me dice tranquilo, pero enfurecido—. Que sea la última vez. Te dije que tuvieses cuidado conmigo. Y debes tenerlo, porque no sabes de lo que soy capaz.

Su aliento roza mi nariz haciéndome de nuevo estremecer. Me mira con sus ojos grises con pintas azules oscuros que me amenazan solo con posarse sobre los míos. Trago saliva asustada mientras el temor crece y crece en mi interior. Se levanta, liberándome del peso de su cuerpo. Pero no me suelta, me coge fuertemente por el brazo para empujarme hasta la puerta. Está enfadado. Muy enfadado. Siento que esto no me conviene. Abre la puerta, quiero preguntar adonde vamos, pero estoy asustada y prefiero no hacerlo. Antes de salir dice inexpresivamente:

—Marina ya no existe. Está muerta. Ahora eres Eme. A secas.

No me gusta esa nueva forma de llamarme, pero me trago las palabras, no quiero hacerlo enfurecer aún más. Paladeo mi nuevo nombre. Eme. No me gusta. No me gusta tener una letra por nombre. Y enrojezco de furia. No me gusta nada de esto. No he pedido nada de esto. Aprieto los dientes y él hace lo mismo con su mano contra mi brazo. Avanzamos a través del largo pasillo blanco que hay detrás de la puerta de la estancia. No tiene ningún adorno, ni siquiera ventanas. Pero aun así, está muy bien iluminado. Resoplo.

—Cállate —susurra advirtiéndome.

Asiento al tiempo que trago saliva. Me pregunto adonde vamos mientras seguimos avanzando por este infinito pasillo. A lo mejor ha decidido abandonarme a mi suerte. Y no me gusta la idea. Quiero volver a mi vida de antes. A la sencilla. Con mis padres y mi hermana. Al recordarlos una espada atraviesa mi corazón, matándome. Cierro los ojos para evitar que las lágrimas recorran mis mejillas, pero ya es tarde. Por fin llegamos a la puerta que hay al final del pasillo. Toda la amabilidad ha desparecido. Que volátil es la simpatía en estos tiempos.

Detrás de la puerta nos aguarda una gran estancia, igual de blanca, iluminada y vacía que el pasillo. Pero llena de gente con batas blancas que va de un lado a otro. Es un auténtico caos. La sala es hexagonal y tiene muchas puertas alrededor. Cada una conducirá a otro pasillo igual que del que acabo de salir. Por encima de nuestras cabezas hay una enorme cúpula de cristal que filtra los rayos del sol. Y en el lado opuesto al nuestro un águila vigila el mundo que coge con sus garras. La Tierra. Cuando llegamos aquí atardecía y ahora parecen ser las doce del mediodía. He descansado bastante, por eso tengo los ojos pegajosos. La gente de mi alrededor no se detiene a mirarme, van a lo suyo, algo que en realidad agradezco. Cruzamos la habitación para atravesar la puerta de enfrente. El pasillo que se abre aquí es igual que el de antes, pero este está repleto de puertas a los lados.

No avanzamos mucho más, en la tercera puerta de la izquierda nos detenemos y la abre. Me empuja hacia adentro. Parezco su prisionera. Tal vez lo soy. Esta sala está vacía, es una especie de baño, sigue siendo blanca, bien iluminada, sin ventanas, sin decoración. A la derecha hay duchas individuales, son como una especie de habitaciones. A la izquierda están los retretes sin nada que los oculte. En la pared de enfrente están los lavabos con un espejo por cada grifo. Me atrevo a observar mi reflejo, algo que casi nunca es fácil. Hoy tengo más ojeras que de costumbre, además estoy algo desaliñada y demacrada. No tengo buen aspecto, pero supongo que es normal debido a las circunstancias. Cyril me empuja hasta una ducha, no me suelta hasta que estamos dentro, entonces se apoya en la pared de la obertura que le hace de puerta.

—Necesitas una buena ducha para aclararte y comprender —dice severamente.

Estoy asustada. Asiento frunciendo el ceño.

—Está bien, vete. Pero vaya castigo... —mascullo mirándome los pies.

Él deja escapar una carcajada sarcástica.

—Oh, no. Yo no me voy a ninguna parte. Mi casa. Mis normas —dice mirándome serio y desafiante.

Abro la boca, igual que los ojos e intento replicar tartamudeando. No me gusta nada esto.

—No pienso ducharme delante de ti —le digo impasible; pero no consigo intimidarlo. Nadie conseguiría intimidarlo. Él se acerca hasta a mí, haciéndome retroceder hasta apoyarme contra la pared. Su respiración regular me da contra la nariz. Mi respiración irregular, entrecortada, llega hasta su cuello.

—Lo harás. Por las buenas. O por las malas.

Ahora me da más miedo que nunca, trago saliva y lo sigo desafiando. No quiero que me intimide más. Esto no me gusta nada. No quiero acatar ninguna de estas normas. Si así es como funcionan las cosas aquí prefiero morir.

—No puedes obligarme —alego.

Cyril sonríe poniendo sus manos sobre mi sucia camiseta y comienza a subirla. Forcejeo con él mientras grito. Me tapa la boca con su enorme mano, por lo que aprovecho para morderle. Pero aun así no la aparta, es como si fuera indestructible. Nada le detiene.

—Apártate de mí o te juro que te mato —le digo muy seria.

Él deja de forcejear conmigo por un momento parar acercar su rostro al mío, apoyando sus manos a los lados de mi cabeza, dejándome sin escapatoria, apretándose contra mí.

—No puedes hacerme daño —dice intentando sonreír.

A mí esto no me hace ni pizca de gracia. Ojalá nunca hubiera sobrevivido al accidente. Esto es algo muy serio. No es una simple prueba de obediencia. Ya ha pasado todos los límites de la decencia.

—Antes te lo he hecho. Además, tengo algo peligroso dentro de mí y puede que se vuelva en tu contra —lo amenazo.

Arquea las cejas haciendo una mueca, creo que está sorprendido. Espero haberlo asustado lo suficiente para que deje de hacer esto. Estoy desesperada, ya no sé cómo parar esto. ¿Con qué clase de loco he topado?

—Si quieres creerte que me has hecho daño, hazlo. Pero no lo has hecho. No puedes hacerme daño si no sabes cómo. Y no vuelvas a amenazarme, te he dicho que soy tu superior. ¡Eres insoportable, defectuosa! —dice apartándose de mí.

¿Defectuosa? ¿Ese es mi nuevo nombre? ¡Vaya! ¡Nada mejor para que te recuerden que algo va mal dentro de ti! Su cálido y dulce aliento deja de darme en la nariz y me siento aliviada. Como si me hubiera quitado un peso de encima. Ahora mismo miles de sentimientos están entrando en colisión dentro de mi pecho.

—Así que sí que puedo hacerte daño con..., eso —murmuro mientras se aleja y me da la espalda.

No me contesta. Pienso que me he librado cuando vuelve a apoyarse donde antes estaba, en la entrada de la ducha.

—Dúchate, apestas.

Sacudo la cabeza, negándome mientras las lágrimas comienzan a aflorar de mis ojos. No puedo creerme que esto esté pasando de verdad. Jamás hubiera imaginado que algo así podría pasarme a mí.

—¡Vamos! ¡No tengo todo el día!

No me queda otra que hacer lo que me ordena. Temo que si no lo hago no saldré de aquí en todo el día. O quizás no saldré nunca. Puede ser capaz de matarme. Me giro y me quito la camiseta lentamente. Nunca me he desnudado ante un chico. Y no quiero que este, que dice ser un soldado que vela por mi seguridad, al que apenas conozco sea el primero. Pero no me queda otra opción. No puedo luchar contra él.

—No me mires —digo sollozando.

Mi voz retumba contra las baldosas, escuchándose aún más. La pena resuena por toda la habitación, pero no parece calar en su corazón. No parece tener sentimientos. Quizá esto no vaya de lo que yo creo, y sea realmente una manera de hacerme ver que tengo que obedecer o me humillará hasta dejarme reducida a cenizas.

—¡Oh, vamos! ¡Eres una niña! ¡No encuentro nada de atractivo en tu cuerpo! —dice convencido desde su posición apoyado en la obertura de la ducha; con los brazos cruzados en el pecho.

Resoplo y pongo los ojos en blanco, aunque no me vea. Le arrojo la camiseta a la cara y veo como la intercepta. Jamás me había sentido tan humillada, y sus palabras solo han hecho que me sienta peor. Ahora mismo querría que la tierra bajo mis pies se abriera y me hiciera desaparecer para siempre.

—Ahora iremos a por ropa limpia —dice.

Podría ir ahora, mientras me ducho. Pero empiezo a temer que este es mi castigo por pegarle. Desabrocho mi sostén mientras me pongo roja de vergüenza y de rabia. Se lo arrojo sin girarme, para que no me vea.

Después me quito los pantalones con lentitud, he perdido mis zapatillas, supongo que me las dejé al huir, ni siquiera me di cuenta de ello. Me despojo de mi otra prenda de ropa interior. El último vestigio de mi dignidad. Aún tengo la esperanza de que me diga que me detenga, que ya ha sido suficiente para aprender la lección. Pero eso jamás sucede.

Mis problemas van desapareciendo, me voy purificando con cada gota de agua. Aunque estoy enferma, creo que esto me está sentando bien o eso creo. Por un momento consigo olvidarme de que Cyril me está observando hasta que carraspea a mi lado para darme un pequeño frasquito de gel, otro de champú y una pequeña esponja rosada. Me tapo todo lo que puedo y cojo lo que me tiende. Vuelve a su lugar, yo por mi parte sigo intentando abstraerme del mundo. Cuando termino, vuelvo a vestirme con mi ropa sucia, pero ahora me siento como nueva.

—¿Te ha gustado la experiencia? —le pregunto desafiándolo, intentando perder la vergüenza.

Él sacude la cabeza, como si yo no hubiera entendido nada. Vuelve a cogerme con fuerza por el brazo para arrastrarme por los pasillos inmaculados del edificio.

—¿Qué voy a hacer contigo, defectuosa?

Ambos dejamos escapar un breve suspiro.

—Dejarme —respondo.

Cyril sacude la cabeza. Estoy empezando a odiarlo. Aunque seguramente solo lo haga por mi bien, por mi seguridad. Pero lo que ha hecho no puede tener ninguna justificación. Debe estar enfermo.

—Ya te encuentras bien ¿no? —me pregunta convencido mientras nos adentramos en otro pasillo.

Este edificio parece infinito. Si alguna vez tengo que andar sola por aquí seguramente me pierda. Todos los corredores son iguales y esos desembocan en otros y en esos otros. Es una completa locura. Pero él parece conocerlos como la palma de su mano. Me pregunto cuánto tiempo llevará aquí. Asiento lentamente, no muy convencida. Parece que quiere hacer algo conmigo.

—Bien, iremos a tu primera prueba. Aunque las que realmente son válidas son fuera del cuartel, y esas empiezan mañana por la mañana —me explica.

Me parece increíble la capacidad que tiene de ser duro, serio en un momento y al siguiente amable, aunque sigue siendo serio. Lo miro frunciendo el ceño. Me dan miedo las pruebas de las que habla, pero no tengo otra opción. Tendré que aprender que aquí manda él. Asiento y lo miro ladeando la cabeza, intentando escrutar sus más íntimos pensamientos. Es joven para ser tan importante. Tan peligroso. Me pregunto qué tipo de cosas habrá hecho a lo largo de su vida como para ser tan privilegiado como dice ser. Como parece ser.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunto con curiosidad, con un hilo de voz.

Me mira sorprendido mientras parpadea perplejo. Aprieta su mano cerrada entorno a mi brazo. Nos paramos ante otra puerta.

—¿Qué importa? —me dice.

Nos quedamos ahí un momento en silencio. Miro mis zapatos, avergonzada por seguir mis impulsos, supongo. Y él me mira. Pone su mano en el pomo y antes de abrir susurra:

—Dieciocho.

Asiento y trago saliva. Tampoco es tan mayor. Parece mucho más mayor de lo que en realidad es. No debería tratarme como si tuviera cinco años. Aunque quizás mentalmente sea así.

Entramos en la estancia, entonces todos los pensamientos desaparecen de mi cabeza. Es una sala amplia, blanca inmaculada, sin ventanas, sin adornos, pulcra, con olor a desinfectante. Sin ninguna diferencia a lo anterior. Pero en el centro hay una camilla, al lado de unos aparatos que no reconozco. Y colocados por la habitación, alrededor de la camilla, de forma estratégica, creo, hay unos escritorios metálicos sobre los que hay instrumentos de laboratorio: matraces, microscopios, tubos de ensayo... Algunos contienen líquidos de colores que me llaman la atención.

Esta especie de laboratorio está vacío. Me sudan las palmas de las manos, tengo la garganta seca, la cabeza me da vueltas. Mi respiración se vuelve irregular y jadeo. Estoy más asustada que en cualquier momento de mi viaje. La mano de Cyril, que había olvidado que estaba a mi lado, aún me sujeta con fuerza el brazo. Pero con la otra me acaricia la espalda levemente, intentando tranquilizarme.

De detrás de los escritorios metálicos de la otra parte de la estancia se abre una puerta corredera y aparece una mujer de mediana edad. Se le ilumina el rostro al ver al chico que me acompaña. Se acerca a nosotros y lo saluda con el brazo desde lejos. No repara en mí. O no quiere hacerlo. Tengo la sensación de que todas las personas de este lugar huyen de mí como si fuese un monstruo.

Llega hasta nosotros. Lleva unas gafas ovaladas negras con una cadena en el cuello, sobre la nariz puntiaguda. Tiene unos labios grandes que lleva pintados de rojo, un lunar en la comisura de la boca y el pelo corto, negro y rizado. También lleva los ojos pintados de negro. Va vestida de blanco y tiene un gorrito sobre la cabeza. Parece médico. Y no tendrá muchos años más que los que tenía mi madre. Tenía. El dolor vuelve a atravesarme. Sonríe a Cyril y evita mirarme, como si me tuviera respeto, miedo.

—Ey, Ce —dice alegre.

¿Ce? Me pregunto. ¿Qué pasa que aquí todos se conocen por letras o qué? Lo miro frunciendo el ceño mientras él sonríe a la mujer.

—Ey, Ele —responde confirmando mis sospechas; me señala y avanzamos unos pasos por el laberinto de mesas—. Te la he traído para que empieces a observarla con tranquilidad, se llama Eme.

Nunca había escuchado a Cyril tan contento. ¿Será su madre? ¿O le gustará esta mujer? Podría ser, porque no hace más que decirme que soy una niña... No sé por qué, pero es como si una aguja me atravesara mi pequeño corazón herido. La mujer me mira con desprecio, así que la sonrisa que iba a dedicarle se queda congelada en mi rostro. Vaya, no sé lo que he hecho, pero sea lo que sea no es mi culpa ser así. Y no parece sentarles bien.

—Siéntate —me pide ella con voz dura, totalmente distinta a con la que le había hablado a Cyril.

Le hago caso. Me siento en la camilla, temiendo lo que está a punto de pasar y que es inevitable.

Cyril se queda a mi lado, pero ya no me toca. Ele, trabaja con los aparatos que hay junto a la camilla. Mientras tanto yo balanceo las piernas, inquieta. Tengo miedo, no sé qué me van a hacer.

—¿Puedes estarte quieta? —dice muy serio él—. Me pones nervioso.

Hincho un moflete mientras ladeo la cabeza, luego expulso el aire. Ele carraspea tratando de llamar mi atención. La miro y lo que tiene en la mano no me gusta nada. Grito y me bajo de la camilla, quiero echar a correr, pero Cyril me detiene y me sujeta contra mi voluntad. Vuelvo a sentarme e intento forcejar inútilmente. Parece que a pesar de todo jamás me cansaré de hacer el ridículo.

—No quiero —digo con voz de niña pequeña—. Me dan miedo las agujas. Por favor, no.

Estoy a punto de llorar, es una jeringuilla enorme. Me da mucho miedo. No importa lo estúpido que parezca, o parecer una inmadura. De verdad que no puedo con esto. Ya he pagado demasiado intentando enfrentarme a mis miedos. Pasará bastante tiempo antes de que lo supere y me lance a intentar superar otro.

—Pues entonces estarán bien los próximos días —dice Cyril riéndose—. Por favor, no te comportes como una niña pequeña. Quieta.

Me habla como si fuera un perro. No puede ir peor. Tengo que intentar contenerme. Resoplo e intento no pensar en la aguja. Los próximos días me van a pinchar el brazo innumerables veces, no es algo que me vaya a agradar. Quiero escapar de aquí. No debería haber confiado en él.

—Soy una niña pequeña, ¿no? —lo desafío de nuevo—. Tengo que comportarme como lo que soy. Además, acabo de comer y tengo que estar en ayunas para esto...

Él pone los ojos en blanco mientras sacude la cabeza. Paro de forcejear y la mujer me coge el brazo con firmeza con la ayuda de Cyril. Aprieta con una goma la parte superior y busca la vena. Aguanto la respiración y miro hacia otro lado. Pero el pinchazo no llega.

—Oye, mmm... ¿Ele? —no responde así que sigo hablando—. Esto no te va a revelar nada. Ya me hice un análisis de sangre a los siete años y solo observaron que soy alérgica al polen —digo intentando que cambien de día para estas misteriosas pruebas.

Ella deja escapar el aire que contiene y noto un dolor agudo que dura unos segundos mientras yo doy unos grititos.

—Eso es lo que tú te crees —contesta limpiando el orificio por dónde a entrado la aguja—. Ya está. Ahora a investigar —le dice a mi salvador guiñándole un ojo.

Me dan ganas de estrujarle el cuello. Observa mi sangre en la jeringuilla como si fuera un tesoro y luego me mira a mí con desprecio. Veo como todo se enmarca en negro. Tengo que cerrar los ojos durante un momento para detener el mareo.

—¿Qué vas a hacer? —digo frunciendo el ceño.

Ella arquea las cejas y se aleja, se pone detrás de una mesa y vierte mi sangre en un recipiente transparente que cierra. No puedo mirar cómo lo hace.

—No es de tu incumbencia, defectuosa —me dice desde allí.

Levanto las cejas haciendo una mueca de sorpresa y luego resoplo. Intento levantarme ahora que me he librado de Cyril, pero me mareo de nuevo. Me acuesto en la camilla y pongo las piernas en alto, mirando hacia el techo. Estoy acostumbrada a esta sensación. Siempre que voy al médico acabo así, con mareos y ganas de vomitar. Esperaba no tener que llegar a este extremo.

—Los próximos días serán así, entonces —digo con una risa amarga mientras veo los ojos grises del soldado que me ha traído hasta aquí sobre mí.

Ladea la cabeza y asiente. Esperamos hasta que se me pase mientras oigo como Ele trabaja en su escritorio de metal, con mi sangre. Cuando ya me siento mejor vuelve a cogerme fuertemente del brazo y me empuja hasta la puerta.

—Ce —dice cantando la mujer desde la mesa; él se gira y la mira frunciendo el ceño con una sonrisa, una mueca extraña—. Estoy trabajando en una máquina que nos permitirá entrar en su mente. Será divertido.

¿Divertido? A mí eso no me parece nada divertido, ni gracioso, ni nada. No quiero ser una rata de laboratorio. No quiero que experimenten conmigo. Esto empieza a asustarme.

—Genial —contesta dándose la vuelta—. Podremos hacerle un análisis muy completo.

Abre la puerta y dejamos a esa mujer que parece odiarme atrás. Y comienzo a hacerle preguntas. Me recuerdo a mi madre cuando yo salía alguna vez, aunque eran muy pocas las veces que lo hacía.

"¿A dónde has ido? ¿Con quién? ¿Quién es? ¿Qué habéis hecho?" Y miles de preguntas más. Sonrío con añoranza. Solo hace unos días que no está, y realmente la echo de menos. Por muy mal que nos llevásemos a veces.

—¿Qué vais a hacer? ¿Por qué queréis entrar en mi mente? ¿Qué tipo de análisis me vais a hacer? ¿Me vais a hacer daño?

Me fulmina con la mirada y me sujeta los labios con dos dedos. Me hace daño.

—Cierra el pico —me suelta y muevo los labios aliviando el dolor, es muy fuerte—. Vamos a ver —empieza—. Cada vez que vayas a hacer algo tienes que pedirme permiso, incluso hablar. ¿Entendido? —miro hacia el techo ladeando la cabeza y asiento con un suspiro—. Bien y tienes que llamarme Ce. Como habrás observado aquí utilizamos la primera letra de nuestro nombre. Da igual que haya otros con la misma letra. Nadie debe saber tu nombre. Ni el mío. De hecho, eres la única que lo sabe.

Asiento intentando comprender, pero no puedo contestar ni preguntarle porque no me dará permiso. Me siento como si guardara un tesoro, aunque solo es un nombre. Pero nadie lo sabe y me pregunto como puede ser posible. Llegamos al pasillo que desemboca en la habitación en la que estábamos. No sé que pretenderá que haga ahora. Tal vez comamos. Aunque yo no tengo mucha hambre después de todo. A lo mejor me deja echarme una siesta.

—Ce, ¿puedo preguntarte algo?

Siento como evalúa mi expresión seria con las mejillas sonrosadas no sé por qué.

—No —contesta duramente; resoplo— Cállate, defectuosa.

Hago lo que me ordena sin rechistar de nuevo. Qué duro es a veces. Por no decir siempre. Y me quedo con la pregunta en la punta de la lengua hasta que se me olvida. Me pregunto por qué todos me llaman defectuosa... Aunque está claro que soy rara, que hay algo que no va bien en mí, pero no me gusta ese apodo. Al fin y al cabo, todos tenemos defectos.

Me empuja hacia la habitación dejándome aquí sola con mis pensamientos. Me siento en la cama, abrazando mis rodillas, entierro el rostro entre mis piernas hasta perder la noción del tiempo. Noto algo caer sobre mí. Levanto la cabeza para ver a Ce frente a la cama con una bandeja de comida en cada mano. Miro a mi alrededor, es ropa nueva y limpia. La cojo, mientras él se sienta en el lado opuesto de la cama mientras me tiende una bandeja. Me llevo el revoltijo de ropa a la nariz para aspirar el aroma a detergente.

—Gracias —murmuro.

Él asiente a modo de respuesta, después comienza a devorar su bocadillo.

—Cámbiate, me llevaré la ropa para que te la laven —miro a mi alrededor buscando un lugar dónde hacer lo que me ordena—. Ya te he visto desnuda, no pasa nada porque vuelva a hacerlo. Debes abandonar el pudor para prepararte para las pruebas.

Resoplo y comienzo a cambiarme. Esto sigue sin gustarme. Yo no he dado mi consentimiento para ello. Quizás las pruebas sean peores que esto. Pero no puedo imaginarme qué puede ser peor.

—No me mires —le pido.

—No lo haré —contesta con la boca llena.

La ropa que me ha traído me queda grande, pero no puedo quejarme. Es de color verde, como la suya. También me ha traído unas deportivas, así que me alegro porque ya no tendré que ir descalza. Me siento enfrente de él, mientras cojo mi bocadillo para darle un mordisco pequeño, sin muchas ganas. Sigo sin acostumbrarme a comer delante de alguien. Él ya se está acabando el suyo, mientras bebe algo de color rojo tirando a negro. No sé lo que es. Yo tengo agua.

—¿Qué es eso? —digo arrugando la nariz.

Él me mira con seriedad. He olvidado pedirle permiso para preguntar. Pero resopla y responde:

—Vino —frunzo el ceño y los labios, no sé que es—. Es alcohol. No hay suministros en las ciudades. Está prohibido. Para la gente normal, claro.

Asiento, lo voy entendiendo. Hay muchas normas en nuestro mundo, pero no me sé ni la mitad. Sólo las más cotidianas. Como por ejemplo la de la iluminación nocturna por el toque de queda. Las luces de la calle permanecen apagadas siempre. Yo creo que así es más fácil mirar hacia otro lado cuando hay asesinatos, robos o violaciones. En la oscuridad no se ven. Ni siquiera sabía de la existencia de esa sustancia. Alcohol. Debe producir alguna sensación extraña porque tiene las mejillas sonrosadas. Hago una o con la boca y asiento, para que sepa que lo he entendido.

—Bueno, tengo que irme. Misiones secretas —dice sonriendo; asiento—. Sé buena. No salgas de aquí.

Desaparece por la puerta llevándose su bandeja vacía, así que me quedo sola. No me termino mi comida, no tengo nada de hambre. Me tumbo en la cama y miro al techo blanco. Ojalá pudiese salir de aquí. Me levanto decidida para dirigirme hacia la puerta. Pongo la mano en el picaporte. Quiero salir. Pero no sé a dónde ir, probablemente me perderé. Pero estaría bien explorar un poco este extraño lugar en el que parece que todos me odian por algo que no sé. O tal vez escapar. Desaparecer. Acciono el picaporte de manera que una voz robótica comienza a repetir una y otra vez, acompañada de un pitido insoportable:

—Salida denegada. No puede salir. Seguridad activada.

Una luz roja emerge de la parte superior de la puerta, recorriendo la estancia hasta encontrarme. El pitido cesa. La voz desaparece. La luz que parece ser un escáner me analiza de arriba abajo.

—Análisis completado. Todo en orden —dice la voz.

La luz se desvanece dejando la estancia en silencio de nuevo. ¿Pero qué ha sido eso? Vuelvo a sentarme en la cama. De modo que estoy siendo vigilada por métodos de seguridad desconocidos. Miro a mi alrededor buscando una cámara o algún dispositivo de vigilancia, pero no tengo éxito. No hay nada. O eso creo. Dejo la bandeja en el suelo, apago la luz y me acuesto en la cama decidida a dormir de nuevo.

No sé cuanto tiempo ha pasado. Cuando me despierto aún continúo sumida en la oscuridad. Tengo frío, creo que por esa ha sido la razón por la que me he despertado. Me incorporo un poco para buscar la sábana a los pies de la cama. Pero no la encuentro. Miro a mi derecha, así descubro que hay un cuerpo que me da la espalda, hecho un ovillo, lo más alejado posible de mí. Es Ce.

https://youtu.be/fNdeLSKSZ1M

No sé cómo ni por qué me acerco a él, para amoldarme a las curvas que forma su cuerpo, paso una mano helada por su cintura y la introduzco bajo su camiseta posándola en su abdomen. Lo he perdido todo. Necesito algo que me reconforte, pero aunque quizás no sea el lugar adecuado, me siento bien aquí mientras me transmite el calor de su cuerpo. Siento el fuego.

El fuego es poderoso. Arde con ímpetu y consistencia. Sus llamas son inaplacables, imparables; mortales. Parece inextinguible, se expande con facilidad y arrasa con todo a su paso. El fuego es poderoso. El fuego es indomable. Los incendios son vastos y arrasadores. Sus flamas lamen cada recóndito rincón sin dejar nada con su avance inexorable. El fuego es indomable. El fuego es brutal. Las llamaradas son asfixiantes e infinitas, eternas, permanecen para siempre activas, acabando con todo lo que hay en su camino. El fuego es brutal. Así es el fuego. Sin embargo, jugar con fuego es peligroso, arriesgado. Quien juega con fuego se acaba quemando, y la quemadura marca la piel eternamente.

Pero esta vez el fuego no dura mucho. Se gira como movido por una corriente eléctrica, quedándose a horcajadas sobre mi regazo sujetándome por las muñecas con fuerza, inmovilizándome.

—¿Qué haces? —dice su voz ronca.

Trago saliva, estoy asustada, de nuevo. No sé porqué he hecho eso.

—T-Tenía frío —tartamudeo.

Se acerca a mi rostro hasta que nuestras narices se rozan. Siento su aliento en mi rostro, me estremezco al sentirlo contra mí, tan cerca. Siento que me estoy quemando. Me intimida, me dan miedo sus reacciones. Aunque no puedo ver sus ojos con claridad los veo fulminarme lentamente. Mientras yo me derrito, me hago pequeña.

—¿Y alguien te ha dado permiso para... abrazarme? —susurra contra mí; trago saliva—. Si tienes frío te tapas.

Se quita de encima de mí, incontables sentimientos que se contradicen se liberan en mi interior. Vuelve a su lugar en la cama después de retirar las sábanas de la cama aún sin deshacer. Me introduzco en ellas alejándome de él todo lo que puedo, dándole la espalda. Soy una estúpida.

—Ha sido una mala idea no buscarte otra habitación. Descansa, mañana será un día duro —dice con dureza.

—¿Por qué no me has mandado a otra habitación entonces?

Durante unos segundos el silencio prevalece, se queda quieto sin mirarme. El tiempo se hace eterno, creo que no me va a contestar nunca, pero entonces con un susurro casi imperceptible dice:

—Sé que estás pasando un mal momento. Entiendo cómo te sientes y no quería dejarte sola en un sitio que no conoces. No me gustaría estar en tu lugar. Pero aun así, debes tratarme con respeto. No somos amigos. Ahora duérmete.

Me sorprenden sus palabras que se van volviendo más duras conforme avanza su discurso. Le hago caso aún avergonzada, aunque me cuesta coger el sueño de nuevo, porque ya no estoy cansada. Ahora mismo me iría a correr un maratón y todavía me quedaría energía para hacer otras cosas. Tengo miedo por lo que pueda pasarme mañana. Estoy intrigada. Demasiadas preguntas para las que necesito respuestas se agolpan en mi mente.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top