Capítulo 3
Empiezo a descolgarme por la fachada mientras dentro de la estancia en la que hace escasos segundos estaba, se llena de gente que se enzarzan en una pelea de la cual solo oigo los gritos y los golpes. Tengo miedo. ¿Por qué está sucediendo esto? Sigo sin entender. Estoy en peligro. Pero ¿cuál es el peligro? Miro hacia el suelo para observar el abismo bajo mis pies. Estoy a unos tres pisos de altura. Nunca he hecho algo así. De pronto tomo la decisión de soltar mis manos del alféizar al que estoy sujeta cuando consigo apoyar los pies en el marco de la ventana de abajo. Me resbalo un poco, estoy a punto de caer. Pero intento convencerme de que puedo llegar hasta el suelo.
Continúo deslizándome con lentitud, provocando que cada segundo se convierta en una agonía. No confío en mí, no creo que lo vaya a conseguir. Pero contra todo pronostico, lo hago. Tras unos minutos agónicos, por fin llego hasta el suelo. Pongo mis pies en tierra firme, sintiéndome un poco más aliviada. Ya no se escuchan gritos ni golpes desde arriba. Miro a la ventana por la que he salido. Todo sigue oscuro. Cuando de repente, vuela hacia mí un bulto arrugado. Lo cojo y compruebo que es mi ropa, pero ya no hay tiempo.
Entonces sin pensarlo echo a correr tan rápida como si pretendiera ser un rayo. Los altos edificios envueltos en la oscuridad de la noche me rodean aquí. No es muy tranquilizante. A pesar de la hora no hay ni una sola farola encendida en toda la calle brindando un aspecto tenebroso a la ciudad. Cuando ya estoy a unos metros del edificio oigo un estrepitoso sonido. Un disparo. Y otro. Y otro. Y otro.
Siento como la sangre desaparece de mi cara, vuelvo a sentir el miedo, y eso mismo hace que no pueda dejar de correr. Estoy en medio de una ciudad desconocida, oscura y casi laberíntica. No sé por dónde huir. Así que doblo en la siguiente esquina para dirigirme hacia el final de la calle. Pasados unos metros más, siento que no puedo correr más. Mis piernas se quejan adoloridas y mis pulmones también, el corazón está a punto de salir de mi pecho. Pero no puedo parar. Hoy no hay tiempo para romperme, para dejarme embaucar por la debilidad que me caracteriza.
Y sigo. Y sigo. Y sigo corriendo instintivamente. Un sudor frío recorre mi cuerpo acompañado con un escalofrío. Las calles están totalmente desérticas, la única testigo de mi carrera es la luna que me vigila desde el cielo. Giro a la izquierda para meterme en otra calle vacía y oscura. Después de un largo rato me detengo para acurrucarme contra una pared entre abatida y exhausta. Tengo que tratar de recuperar el aliento. Me hago un ovillo escondiendo la cara entre mis piernas, abrazándolas. Debo escapar de esta ciudad, pero la oscuridad es dueña de todo, por lo que me impide saber dónde estoy o encontrar una salida a esta huida sin sentido de un peligro oculto.
Jadeo en silencio, sigo estando asustada, diría que cada vez mis miedos se acrecientan. Si me descubren aquí, pasado el toque de queda, quizás hubiera preferido que me atrapasen las sombras. Así que cuando recupero el aliento me levanto para comenzar a caminar a paso ligero, no puedo dejar que me descubran. Me duelen los gemelos, no estoy acostumbrada a hacer tanto ejercicio y mi peso no juega mucho a mi favor. Pero tengo que intentarlo.
De repente oigo un ruido, pero este no me asusta. Sé lo que es. Conozco muy bien ese sonido. Tan tranquilizante y a la vez tan inquietante. Son las olas del mar rompiendo, cerca de aquí. Cierro los ojos mientras aspiro el salado aroma del agua mientras sigo caminando como si estuviera en un sueño. Cuando los abro veo que la inmensidad del mar se extiende ante mí con la majestuosidad con la que lo recordaba. Miro a mi espalda para observar cómo una grandiosa ciudad descansa ahí, en la noche.
Ahora ya no sé qué tengo qué hacer. No sé dónde debo ir. Así que paseo por la playa mirando hacia atrás por si viene alguien, pero afortunadamente nadie me sigue. El mar es mío. La noche también. Observo por un momento como las olas se alzan hacia el cielo, intentando alcanzar a su amada Luna, a pesar de que nunca podrán estar juntas.
Me detengo para vestirme, ya que recuerdo mi desnudez, y no es algo que me agrade. Cuando quiero darme cuenta el amanecer de un nuevo día me sorprende, la ciudad comienza a despertar con el sol. Ahora empieza a acrecentarse mi miedo de nuevo. ¿Habrá conseguido mi salvador librarse del peligro que me persigue? Temo por él. Y por mí. Porque si él está muerto, creo que yo también lo estoy.
No puedo hablar con nadie ni dejarme ver por órdenes suyas. No hay supervivientes. O eso creen. Porque yo he sobrevivido. Al contrario que mi familia. Un pinchazo agudo me atraviesa el pecho. Me arrepiento de tantas cosas. Recuerdo los cadáveres de todos los pasajeros calcinados, desprendiendo un terrible olor putrefacto. El olor de la muerte.
El nudo que acaba de llegar a mi garganta para establecerla como su hogar se hace más gordo y fuerte. Carraspeo y trago saliva para que se vaya, al mismo tiempo pestañeo varias veces para que desaparezcan las lágrimas. No sé a dónde ir. Ni siquiera si tengo que esperar al soldado que tiene que ayudarme. Mientras tanto me siento en un banco para intentar pensar alguna solución.
Un carraspeo a mi espalda interrumpe el hilo de mis pensamientos. Me giro lentamente, apoyando el codo en el respaldo del banco. Sus ojos grises con pintas azules me miran con la seriedad de siempre. Creo que está enfadado. Me coge fuerte del brazo para obligarme a levantarme mientras me quejo. Acerca sus labios a mi oreja, provocando que me vuelva a estremecer como hace unas horas.
—Te he dicho que escapases —dice con voz dura.
No entiendo qué le pasa. Me enfurece. Sus largos dedos se clavan en mi brazo y forcejeo con él. Quiero que me ayude, pero más que ayudarme me está haciendo daño.
—Y eso he hecho —le digo con un hilo de voz enmascarado con dureza; mirándolo desafiante a los ojos.
Me arrastra por callejuelas vacías de gente, observando en cada esquina que nadie nos vea.
—Me refería que huyeses de aquí. Es peligroso —dice tras unos instantes; aflojando su mano y tranquilizándose.
Miro hacia los lados rompiendo el contacto visual, admirando los altos edificios de mi alrededor que me hacen sentir pequeña, como él me hace sentir.
—No sabía como salir de aquí —titubeo avergonzada mirando al suelo.
No se ríe como esperaba. No reacciona. Es un tipo extraño. Un momento está bien y al otro enfadado. Supongo que será por las cosas que ha visto, que ha vivido, pero aun así no creo que sea justificación.
—¿Cómo me has encontrado? —le digo.
Llegamos a otra esquina. La calle está oscura a pesar del sol tan radiante que inunda la ciudad. Me conduce seguro, pero a tientas hacia el centro donde un coche nos espera. Me monto en el asiento de atrás, él se monta en el asiento del copiloto. No estamos solos. El conductor es un hombre de pelo negro repeinado hacia atrás con algunas canas, no le veo la cara, pero lleva un traje negro. El soldado del que todavía no sé el nombre carraspea y me contesta mientras el coche oscuro con olor a nuevo sale despedido por la carretera:
—Siempre te encontraré.
Veo su rostro de perfil mientras observa como el horizonte se extiende ante nosotros cuando suelta esas palabras. Me estremezco de nuevo sin poder evitarlo. Pero no han sonado de una forma tierna, más bien lo ha dicho como si fuese una amenaza. Trago saliva. El miedo aumenta por momentos en mi interior.
Desvío la mirada de su rostro, siempre con esa expresión tan dura. Dejo escapar un gran suspiro de entre mis labios cuando yo también pierdo mi mirada en el paisaje cambiante que corre a través de mi ventanilla, como hace unas tan solo unas horas cuando iba de camino al aeropuerto con mi familia para irnos de vacaciones, un plan truncado. Otro nudo se apodera de mi garganta, suspiro fuertemente. Ahora mismo no debo pensar en eso. No puedo o me romperé. Y no es momento para eso.
Estoy sentada detrás del desconocido conductor que guarda silencio, como yo y mi protector. Apoyo la frente en el cristal que está congelado para mi sorpresa. Es entonces cuando me doy cuenta de que tengo frío y que estoy tiritando. Me abrazo a mí misma tratando de mermar esta sensación, cierro los ojos e intento abandonarme al sueño. Pero me es imposible. De nuevo las lágrimas empañan mis ojos y no me queda otra que dejarlas recorrer mis rosadas mejillas. Lloro en silencio. Soy débil. Y siempre lo seré.
Ahora mismo me siento más vacía que nunca. Es decir, durante toda mi vida he sentido un vacío inmenso incapaz de llenar. La gente que me rodeaba, a la que quería, siempre se acababa marchando, dejándome sola. Pero ahora siento que es peor que nunca, creo que estoy perdiendo la esperanza. Si no la he perdido ya. ¿Acaso esto tendrá alguna solución? No lo sé. Tampoco sé si hay un motivo por el que levantarme y seguir.
Pero eso no le importa a nadie. No les importa si estás bien o no. Lo único que quieren es que les muestres una de esas sonrisas de tu colección de imitación mientras en realidad, se te han secado las lágrimas de tanto llorar. Lo único que quieren oír es un "sí, estoy bien." Lo intentaré una vez más.
Mis acompañantes no hablan entre ellos, no sé si esto es bueno o malo. El silencio no suele incomodarme, es más, lo busco. Me encanta el silencio, es algo a lo que estoy acostumbrada. Pero este sigilo es tan tenso. Hace que el temor crezca.
Mi salvador a veces me inspira confianza, pero es complejo. Se comporta de una forma que me hace vacilar. Aún no sé qué ocurre. O qué soy. Ni siquiera sé por qué me ha dicho eso. Estoy muy confundida, necesito descansar, aclarar mis ideas. Pero con todas estas preguntas golpeado mi cabeza incansablemente me es imposible.
Este viaje se me hace eterno. Y más en silencio, en esta mudez tensa en la que me encuentro. No aguanto más. Hace rato que hemos salido a la autopista y que hemos dejado la ciudad atrás. Quiero saber adónde nos dirigimos. Qué es lo que van a hacer conmigo. Me echo hacia delante para quedar doblada entre el hueco que separa los asientos delanteros. Carraspeo para llamar la atención del chico. Aunque está serio, hace una mueca, que interpreto como un intento de sonrisa.
—¿Qué quieres? —dice su voz dura.
Ladeo la cabeza mientras me palpo la cara. Estaba llorando hace un momento. Me limpio las lágrimas, manchándome las manos con la suciedad aún presente en mi cara. Me sorbo los mocos antes de que caigan de mi nariz. No quiero que me vea así, ni que lo note. Pero ya es demasiado tarde.
—¿Qué te pasa? —dice esta vez ablandándose.
Sacudo la cabeza. No quiero exponerle todo lo que me pasa ahora mismo por la cabeza. Además, ya lo sabe. Acabo de vivir un accidente de avión en el que he perdido a mi familia, he visto los cadáveres de todos los pasajeros ardiendo, soy la única superviviente. Por si no fuera poco se supone que estoy ante un peligro que desconozco. Trago saliva, intentando concentrarme en lo que quería preguntarle antes de que fuese consciente de que estaba llorando. Eludo su cuestión.
—¿Adónde vamos? —digo intentando sonreír; sin mucho éxito.
Él vuelve a mirar hacia delante con su expresión severa. Temo que no me responda. Necesito saber la respuesta. Necesito respuestas. Ya.
—Vamos a un cuartel, allí estarás a salvo. Me quedaré contigo y..., bueno, ya te lo explicaré cuando lleguemos allí —me responde incómodo después de carraspear.
Eso no me tranquiliza. Además, me ha planteado más dudas. Algo dentro de mí estalla. Creo que es la desesperación. Sin pensarlo alargo mi mano para tocarle el brazo, esto provoca que se remueva un poco. ¿Me tiene miedo? No puede ser. Él es mayor, fuerte y seguro y..., y yo soy pequeña, débil, insegura y..., soy algo que él no. O eso creo. ¿Y eso puede asustar a un hombre como él? No lo sé. A lo mejor no es eso. Pero no aparto mi mano de su musculoso brazo.
—¿Está muy lejos? ¿No tienes que ir a cumplir con tu servicio? ¿Qué me vas a hacer? —lo acribillo a preguntas con mi débil voz, titubeando, vacilando.
Me impone mucho respeto. Pero, aunque bufa y temo su reacción se limita a mirarme y al final me obsequia con una preciosa sonrisa llena de blancos dientes. Noto como un escalofrío me recorre la espalda. ¿Pero qué me ocurre?
—Estamos cerca. Esta es una misión importante y no te haré daño, te lo prometo —me dice volviendo a su severa expresión.
Resoplo. Vuelvo a mi lugar en el coche, con la frente apoyada en la helada ventanilla para seguir a la espera. Han pasado unas cuantas horas desde que emprendimos este viaje. Tengo los músculos entumecidos, sed, hambre y ganas de ir al aseo. Y de darme una ducha. Me siento sucia, lo estoy. El paisaje no cambia, es todo arena. Lo único que ha cambiado ha sido la hora del día. Ya está atardeciendo. Me sorprende lo rápido que ha pasado el tiempo y lo lento que se me ha hecho a mí. El conductor toma una desviación a la derecha dejamos atrás la árida y yerma carretera acompañada del ardiente desierto. Unos instantes después todo es oscuridad. Nos hemos introducido en una especie de túnel en el que vamos cuesta abajo y no hay ningún tipo de alumbramiento. Sólo los faros del automóvil. El coche frena en seco de repente y el conductor y mi salvador bajan. Yo vacilo hasta que finalmente los imito, abro la puerta y bajo temerosa. Me tiemblan las piernas, así que estoy a punto de caer, pero sus brazos están allí para recogerme. Me rodea la cintura provocándome que de nuevo me estremezca entre sus brazos. Levanto la cabeza y nos miramos a los ojos. ¿Alguna vez se detendrá esta sensación?
—¿Estás bien? —me pregunta frunciendo el ceño.
Asiento débilmente. No estoy bien. Lo sé y lo sabe. Así que pasa uno de sus brazos por debajo de la parte de atrás de mis rodillas y el otro por mi espalda. Rodeo su cuello con los míos, intento no rozarlo mucho, porque me da miedo. Sobre todo, sus extraños cambios de humor. Aun así, escondo mi cara en su pecho, mojándole la camiseta con mis lágrimas. Me lleva a través de este lugar también desconocido para mí. Anda hacia delante, hacia la derecha, hacia la izquierda, de nuevo a la derecha. Me marea con tanta vuelta. Finalmente se detiene parar abrir una puerta con la cadera. Me sorprende que no esté cerrada. Luego me deja sobre una superficie blanda. Aquí huele bien. También huele a limpieza. Y a nuevo. Está oscuro, pero enciende la luz sin mucha demora.
Estoy en el centro de una estancia amplia, es blanca sin muchos adornos. Acostada en una cama grande, el único mueble de la habitación, además de una mesita a cada lado de la cama. Él se dirige a la ventana que hay en el lado derecho. La persiana está bajada y la cortina blanca que la cubre está corrida. Retira la cortina para subir la persiana, pero no abre la ventana. Lo cierto es que no hace falta porque en lo alto de la pared veo una rejilla de ventilación por la que entra el aire fresco. Pero yo sigo teniendo frío. Se acerca para sentarse en el borde de la cama, a la altura de mi mano.
—Aún no te has presentado —digo con los dientes castañeando, delirando un poco.
Al notarlo se levanta para retirar las sábanas con cuidado, después se acerca para arroparme. Vuelve a su lugar en la cama, desde allí me mira con una expresión extraña. La cabeza me arde. Creo que me va a estallar.
—¿Mejor así? —yo asiento; me toca la frente—. Estás ardiendo, tendré que traerte algo para esto. Creo que tienes fiebre.
Se levanta, escapando de mis palabras, pero antes de que desaparezca por la puerta le hablo de nuevo tiritando, con las pocas fuerzas que me quedan:
—No te vayas, espera.
Se detiene en seco, entonces vuelve a ocupar el lugar que acaba de dejar.
—¿Cómo te llamas? Tienes que explicarme muchas cosas y si te vas, tal vez cuando vuelvas me haya dormido y... —mis dientes siguen castañeando y me indica que me calle.
Suspira y se levanta, se dirige a la puerta. Pone la mano en el pomo y se vuelve hacia mí.
—Ahora vengo, te despertaré y te contaré todo lo que desees saber —abre la puerta y sale; apoya la frente en ella, me sonríe y añade—: Soy Cyril.
Cierra la puerta, me quedo en la cama mientras oigo como sus pasos desaparecen a través del desconocido pasillo.
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