Capítulo 2
Todos gritan a mi alrededor, pero hace tiempo que ya no los escucho. Solo puedo pensar en que no puedo morir ahora. Suplico por mi vida, aferrándome a mis pensamientos, como si estos fueran la propia vida que estoy perdiendo en este momento. El avión está descontrolado, no creo que la tripulación pueda hacer algo por salvarnos, aunque no estoy segura de qué es lo que ha pasado. Aunque estos segundos se hacen infinitos, en realidad, la caída no dura mucho, pero yo no veo nada. Sigo hecha un ovillo, asustada.
No sé que pasa con mi familia, pero ahora mismo solo existo yo, no puedo preocuparme de los demás cuando mi vida está pendiendo de un hilo. Hasta que por fin pasa lo inevitable. Han sido los segundos más angustiosos de mi vida. Voy a estallar. Pero lo que estalla es el avión al estrellarse contra el suelo. Una gran llamarada de fuego lo envuelve todo acompañado de un sonido estruendoso, que se me quedará grabado para siempre en la memoria. Mis últimos momentos de vida.
Chillo. Chillo junto a todos los pasajeros del avión que se calcinan junto a mí. El fuego me consume antes de que pueda volver a respirar por una última vez. La vida se me escapa, sale de mi cuerpo a través de mis dedos en forma de unos hilillos azules. No. Espera. Levanto la cabeza para mirar a mi alrededor, así es como descubre que solo quedan las cenizas de lo que hace unos segundos había sido un gran avión.
Jadeo asustada, sin saber qué ha ocurrido. Las preguntas se agolpan en mi mente, amontonándose entre ellas. No logro entenderlas. ¿Por qué no he muerto? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Me doy cuenta de que el fuego aún no ha logrado extinguirse, pero ahora solo quedan los rastros de su paso. Un desolador paisaje. Antes de poder asimilarlo, a mi lado, descubro los restos de lo que hace unos segundos era mi padre, y mi hermana. Y más allá, mi madre. Gimo. Un nudo del tamaño de un puño aparece en mi garganta rasgándome por completo, me quiebra por dentro.
—Papá... —digo sollozando.
Estoy intacta, no puede ser. No puede ser. Tendría que estar muerta. Como mi padre, como mi hermana, como mi madre. Han muerto. No puedo creérmelo.
—Papá... —repito.
Pero nadie contesta. Ya están todos muy lejos de mí.
—¡Papá! —chillo con un fuerte sollozo.
Me sorbo la nariz al tiempo que observo mis piernas. Entonces observo que mi asiento está intacto, como si nada hubiera sucedido. Desabrocho el cinturón con cuidado para levantarme. Aún se escucha el crepitar de las llamas a lo lejos, pero en realidad están cerca, muy cerca. Pero para mí es como si estuvieran en otra galaxia. El olor a quemado lo envuelve todo, es un olor asqueroso. No puedo estar viva. Debe de ser un sueño. No hay otra explicación. Me pellizco el brazo hasta que me hago daño, entonces soy consciente de que no es un sueño.
Sigo llorando con fuerza mientras me agacho delante del cuerpo calcinado de mi padre, abrazado a lo que queda de mi hermana, intentando protegerla inútilmente. Han muerto, todos. Me llevo las manos a la cabeza y chillo, pero por mucho que grite no soy capaz de escucharme. No lo entiendo. Paseo por los restos del avión tapándome la nariz y la boca con mi mano ennegrecida, para no inhalar ni el humo ni el olor putrefacto de la muerte. Busco a algún otro superviviente en medio de esta tragedia. No tengo éxito y me derrumbo de nuevo. Oigo las sirenas que quiebran el silencio de este sepulcro donde se encuentran los cuerpos inertes de demasiada gente. Ese sonido consigue hacerme despertar, así que instintivamente me escondo, no sé porqué razón. Pero tengo miedo. Me oculto entre los despojos del avión.
De pronto oigo un chisteo a mi espalda. Me han descubierto. Siento la sangre rehuir de mi rostro, abro mucho los ojos y giro la cabeza lentamente. Me pongo aún más pálida cuando veo a un soldado con una metralleta entre sus manos. Me indica que me acerque a él. Tengo mucho miedo.
—Ven, no te haré daño —dice su voz grave en un susurro.
Me tiende su mano para que me acerca y la coja. Trago saliva, intento darme un segundo para pensar con claridad. Soy la única superviviente de un accidente de avión. Y quizás este chico solo quiere ayudarme. Así que cuando carraspea decido acercarme hacia él con pasos cortos mientras el suelo arenoso cruje bajo mis pies.
Cuando llego hasta él me aprieta la mano con fuerza y respira hondo. Me indica que me agache y lo hago, igual que él. Me mira con sus ojos grises con pequeñas pintas azul oscuro. La intensidad de su mirada consigue que me sienta intimidada. Se acerca un poco más a mi rostro para que solo yo pueda escuchar lo que está a punto de decir. Pero... ¿Por qué nadie más puede escuchar?
—Quiero ayudarte —susurra; me abruma—. Debes venir conmigo y que nadie se entere de esto. Nadie puede saber que has sobrevivido.
Sacudo la cabeza. Ya estoy sintiendo las lágrimas empañando mi visión, a punto de salir. No puedo hablar, el nudo de mi garganta me lo impide. Lo único que tengo claro ahora es que necesito respuestas.
—¿Por... —empiezo a formular la pregunta, pero me quiebro; se lleva un dedo a la boca y me indica que me calle.
Asiento. Obedezco. Respiro entrecortadamente, estoy muy asustada y acabo de perder a mi familia. Intento sonreír, pero las lágrimas acuden a mis ojos. No puedo evitar pensar en toda la muerte a mi alrededor. Ahora mismo siento como si yo también hubiera acabado calcinada. Al fin y al cabo, solo somos almas muertas, en cuerpos que viven, que sonríen mientras están a punto de llorar. Como intento hacer yo ahora. Pero quizás una parte de mí se ha quemado ahí dentro.
—Vale, tendrás que quedarte aquí escondida hasta que yo venga a por ti. Cuando finalice mi trabajo, ¿entendido? —asiento hipnotizada por la intensidad de su mirada—. Está bien, tranquila. ¿Sabes si hay algún superviviente más?
Sacudo la cabeza enérgicamente, él asiente y se levanta con un brinco. Me indica que permanezca callada y se aleja. Aún sigo paralizada, así que sin saber bien qué hacer me acurruco entre los escombros de lo que debía haber sido la entrada a la cabina de mandos y permanezco con los músculos en tensión. Alerta a cualquier movimiento. Nadie puede descubrirme.
—¡Nada por aquí! —oigo decir al soldado que intenta mantenerme oculta.
Escondo el rostro entre las piernas y dejo caer algunas lágrimas. Me lamento en silencio. Las horas pasan, pero nadie viene a por mí. Puede que no sean horas, pero a mí se me antojan una eternidad. Necesito salir de aquí y olvidar este infierno en el que he estado a punto de morir. Escucho ruidos a mi alrededor, entonces decido asomarme un poco a ver si viene alguien. A rescatarme o a matarme. Aunque quizás ya esté muerta. Y quizás sea lo mejor.
Pero no. Es él. Suspiro de alivio, supongo. Menos mal que no han decido escarbar en esta parte. Aunque no sé cómo pretende esconderme, cómo quiere llevarme a un lugar seguro y cómo intenta sacarme de aquí si está todo plagado de oficiales que buscan arreglar todo este desastre.
—Toma, ponte esto —me tiende un bulto blanco y arrugado que se saca de debajo de la chaqueta verde que lleva.
Lo cojo dubitativa y lo miro ladeando la cabeza. ¿De dónde lo ha sacado? ¿Y...?
—Vamos, no hay ni tiempo para preguntas ni tiempo para el pudor. No miro, te lo prometo —me dice perdiendo los estribos.
Resoplo y doy media vuelta. Giro la cabeza y veo que él también lo ha hecho. Mira al frente, y entonces comienzo a desvestirme. Desenrollo el revoltijo de ropa y me pongo una camisa blanca que me queda grande. Es ropa de médico. La huelo y guarda el aroma a limpieza y a desinfección que caracteriza a los centros médicos. Vuelvo a girar la cabeza y veo que el soldado también lo hace.
—Date prisa, me están esperando —dice con voz dura.
Juego con el botón del pantalón vaquero hasta que cede, bajo la cremallera y me los quito, sin quitarme las zapatillas. No hay tiempo. Me pongo los pantalones anchos y blancos y me giro y me pongo a su lado.
—Vamos —dice cogiéndome del brazo firmemente; me mira de arriba abajo—. Espero que cuele.
Trago saliva. No sé que pretende hacer, pero me da miedo el brillo de sus ojos. Miro hacia atrás. He dejado mi ropa intacta entre los escombros, es increíble que no tenga ni un rasguño. Me van a descubrir. Se da cuenta y volvemos a donde estaba hace unos segundos, se agacha, coge la ropa y la hace un ovillo, introduciéndola luego bajo su chaqueta. Debe de tener calor porque hace un calor abrasador, estamos en medio del desierto.
—Te hará falta después —me explica cogiéndome de nuevo con fuerza del brazo.
Me obliga a andar y me cuesta adaptarme a sus grandes pasos, jadeo intentando recuperar el aliento.
—Espera un momento —dice mirándome.
Me toca la cara, intentando limpiarme la suciedad que supongo que recubrirá mi rostro. Me estremezco. Sacude mi pelo y sale polvo, toso.
—Vale, no hables y no los mires, estás sucia —me advierte.
Ahora mismo daría lo que fuera por una ducha. Siento como si hiciera años que no estoy limpia. Creo que está a punto de entregarme a unos monstruos, por lo que mi miedo crece. El escenario del accidente está en efervescencia. Es un hervidero de idas y venidas. Hay ambulancias, camiones de bomberos, camionetas, coches particulares, todoterrenos e incluso tanques de guerra. Todos intentan ayudar de alguna manera, aunque ya no se puede asistir a los pasajeros ni a la tripulación. Todos son víctimas de la catástrofe. Entre ellas mi familia. Entre ellas yo que soy la única superviviente y ahora huyo con un perfecto desconocido de un peligro oculto que me acecha. Quizás no debería irme con él. Quizás debería acercarme a algún sanitario e informarle de que soy la única superviviente. Pero no lo hago. Andamos por la arena del caluroso desierto en el que nos encontramos mientras dejo atrás mi pasado y nos acercamos a mi incierto presente. Mientras me desgarro y me rompo a pedazos por dentro.
Nos acercamos a uno de los tanques que no sé muy bien que hacen aquí. Tengo miedo, estoy muy asustada. Los finos y largos dedos del soldado se me clavan con fuerza en la grasa de mi brazo. Trago saliva mientras miro al suelo cuando nos detenemos en seco.
—Tengo que acompañarla a su casa. Más tarde nos vemos —le dice a un compañero que hay al lado del blindado.
Siento como sus ojos se clavan en mí con curiosidad, lo que provoca que el corazón se me suba a la garganta y desde ahí lata con fuerza después de pararse por un momento. Trago saliva, no levanto la mirada.
—¿Quién es? —pregunta con curiosidad—. Debemos volver al cuartel.
Mi salvador resopla repetidas veces. Y me asusto aún más. ¿Dónde pretende llevarme?
—Es una amiga y está enferma. Demasiados cadáveres —le explica secamente; su voz me da miedo—. No voy a volver en unos días. Tengo una misión especial.
El otro refunfuña, pero así lo dejamos. Caminamos un poco más allá hasta llegar a un coche de color marrón, que parece bastante antiguo, entonces me empuja hasta la puerta del copiloto. Entramos, huele a viejo, a polvo y no puedo evitar estornudar. Me observa con seriedad, aunque puedo atisbar en sus labios el inicio de lo que podría ser una sonrisa. Por un instante, me observo de reojo por el espejo retrovisor, aunque me creía intacta, tengo algunos rasguños y estoy sucia.
Deja el arma en los asientos traseros, así que me quedo un poco más tranquila, luego se quita la chaqueta quedándose con una ajustada camiseta de color verde que deja entrever cada músculo de su cuerpo. Me tiende mi ropa y la cojo dejándola sobre mi regazo. Con un gran rugido el motor que parecía que no arrancaría, se pone en marcha.
Apoyo la frente en el cristal mientras me remango. Hace calor. Mis pensamientos y la tristeza que se guarece en mi corazón me asfixian. No puedo evitar que algunas lágrimas recorran mis mejillas mientras me escapo al mundo de los sueños. Todo está oscuro. Nada ni nadie irrumpe en mi profundo sueño, solo oscuridad. Supongo que es porque estoy triste y vacía. Rota, quebrada y desgarrada.
No sé exactamente cuánto tiempo ha pasado desde que me he dormido pegada a la ventanilla de un coche viejo. Estoy sudando, en una cama. Abro lentamente los ojos y me remuevo un poco. Me giro hacia un lado, está todo oscuro, no veo nada. Pero percibo un ligero olor a obsesiva limpieza. Palpo mi cuerpo, ya no llevo ese uniforme de médico. Estoy prácticamente desnuda, solo llevo mi ropa interior. Me incorporo un poco. Sé lo que ha pasado y un pinchazo acude a mi pecho para recordármelo por si lo había olvidado. Pero no sé dónde estoy. Entonces oigo una puerta abrirse lentamente con un silencioso chirrido, veo como entra un haz de luz que desaparece cuando se cierra. El calor y el color rehúye de mis mejillas. Tengo miedo. Un paso. Dos pasos. Tres pasos. Cuatro pasos. Cinco pasos. Y aparece una sombra en la esquina que vislumbro.
—Vaya, bien. Veo que te has despertado —dice una voz conocida.
Enciende la luz acompañada del chasquido del interruptor. Instintivamente me cubro con las manos y el chico sonríe pícaramente al tiempo que deja escapar una pequeña carcajada. Se tapa la boca con la mano.
—Oh, vamos. Eres una niña... —dice.
Me ponen furiosa sus palabras. Me he sonrojado, puedo notarlo. Carraspeo, levanto la cabeza mirándolo con seriedad.
—Tengo dieciséis años, para tu información. ¿Y tú cuántos tienes? ¿Cincuenta? —le digo desafiante.
Son las primeras palabras que le dirijo y han sonado tan duras como quería. Este chico no puede tener más de veinte años. Me sorprende que parezca ser tan importante entre sus compañeros. Levanta las cejas y me mira con incredulidad. Hace una mueca, aunque finalmente deja escapar una risita.
—Lo que yo decía, una niña. Lleva cuidado conmigo —dice serio, acercándose.
Logra intimidarme con esa mirada penetrante, siento que me hago pequeña. Se acerca más y nuestros rostros quedan a centímetros. Bajo la cabeza rompiendo el contacto visual. Me pone una mano en la barbilla y me estremezco, me hace mirarlo a los ojos. Me da miedo. Puedo observar con claridad las pequeñas pintas azul oscuro en sus ojos grises que ahora son más grandes. Trago saliva.
—Sé qué eres —me dice—. Y la gente como tú está en peligro. Quiero ayudarte y debes dejarte ayudar.
Resoplo y sacudo la cabeza. Otra vez ese nudo en mi garganta que me impide hablar. Me libero de su mano. Y las lágrimas afloran de mis ojos y recorren mis mejillas.
—Me estoy dejando ayudar, imbécil —digo empujándolo—. ¿Qué soy? ¡Dímelo! —le grito hipando.
Me indica que me calle y aprieta la mandíbula, se acerca de nuevo a mí, invadiendo mi espacio personal. Me sujeta la cara con fuerza con una mano, me hace daño en los mofletes. Estoy totalmente inmóvil.
—Ten cuidado —susurra—. Ahora tendrás que descubrirlo.
Me suelta para darse la vuelta. Me llevo las manos a mis doloridas mejillas mientras me muerdo el interior de estas. Quiero saber qué soy y por qué he sobrevivido al accidente. Y lo he fastidiado. Este chico parece un tipo peligroso. En realidad no creo que quiera ayudarme cómo él dice. No me inspira confianza. Ahora no. No tenía que haberme dejado engañar y haber venido con él.
—¿Por qué...? —la pregunta se queda en el aire.
Levanta un brazo con la palma de la mano abierta, de espaldas a mí. Se escuchan ruidos en el exterior. ¿Qué pasa?
—Ven, rápido —murmura.
Apaga la luz velozmente. Antes de que pueda levantarme del catre llega hasta mí, rodea con sus fuertes brazos mi cintura. De nuevo su cercanía consigue abrumarme provocando que un escalofrío vuelva a recorrerme. Me acerca hasta una ventana en la que antes no había reparado porque está totalmente cerrada. La abre apresuradamente para ayudarme a salir. Me quedo sentada en el alféizar mientras me sujeta para que no me caiga. Es de noche en el exterior, así que el frío roza mi piel desnuda.
—¿Cómo te llamas? —susurra en mi oído y me estremezco cuando sus labios carnosos rozan sin querer mi oreja.
Miro sus ojos desesperada, no creo que sea un buen momento para eso. Pero respondo rápidamente. En este momento no sé por qué. Tengo una sensación extraña. Como si esa pregunta fuera demasiado estúpida, porque por un momento siento que con solo mirarme él ya sabe todo de mí.
—Marina —susurro.
Asiente, pero mi miedo crece. No sé que pretende qué haga. La incertidumbre me mata. No estoy hecha para esto.
—Bien, Marina, necesito que bajes por la fachada con cuidado y corras. Debes huir y no puedes hablar con nadie. Yo te encontraré, te lo prometo.
Sus palabras se clavan en mi cuerpo como cristales. Tiene razón. Estoy en peligro. Solo intenta protegerme, yo también tengo que intentar luchar por hacerlo.
—Está bien —respondo con voz temblorosa.
Comienzo a deslizarme hacia abajo cuando irrumpen en la estancia varias sombras. Dejo al soldado, que me está salvando la vida, abandonado a su suerte.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top