30. Muerte (Agustín)
No sé cuánto tiempo más nos quedamos bajo ese árbol compartiendo nuestro amor. No se siente como si fuera algo físico, es más bien como si estuviéramos envueltos en una bruma de todas las emociones positivas que alguien pudiera experimentar. Es gozo, es placer, es sublime.
—¿Vamos? No quiero que estés sola en este lugar y está por oscurecer —digo y ella se levanta perezosa, como si no quisiera irse.
—Me gustaría quedarme aquí para siempre —susurra—. A lo mejor termino por morir de hambre y de sed y así podemos estar juntos.
Yo me río y niego.
—No vas a morir, tienes mucho por hacer, vamos... andando —añado y la levanto.
Sube a la moto y seguimos hacia los acantilados. Cuando llegamos, sé que estoy cerca, lo puedo sentir, es como si mi cuerpo comenzara a pesarme, me duele la cabeza y las luces que hace un rato fulguraban alrededor se han vuelto opacas.
—Estamos cerca —dice ella que también lo nota—. ¿Recuerdas algo?
—No, pero me siento extraño... —digo y ella se detiene en un sitio.
Bajamos y caminamos para mirar el agua y entonces comienzo a tener unas visiones.
—Estaba enfadado porque había peleado con mi tío, me llamó para preguntarme dónde estaba y decirme que volviera. Le dije que no iba a ir y él me dijo que era un malagradecido y desconsiderado. Me enfadé, tomé velocidad y me salió un animal, lo quise esquivar y perdí el control, y mi cabeza fue a parar por una piedra, acá a unos cuatrocientos metros —digo y entonces siento como si me sacudiera internamente.
—¿Qué te sucede? —pregunta Sofy.
—No lo sé, no me siento bien —digo y comienzo a temblar—. Hace frío...
Ella se acerca y me abraza, tiemblo tanto y me sacudo que la hago moverse.
—Todo estará bien, estás bien, estamos bien... —susurra—. ¿Ves la luz? —pregunta.
—No... tengo miedo —digo y ella se aferra a mí—. No quiero... no quiero...
—¿Qué no quieres? —pregunta.
—Morir... no quiero morir —suspiro.
—No vas a morir, tu alma nunca morirá —dice, pero no puedo contener el temblor de mi espíritu.
Entonces siento como una descarga y luego la paz, los temblores se van, regresa la calma.
—¿Estás mejor? —pregunta ella y yo asiento—. Me siento cansada —dice y se deja caer en el suelo. Está pálida—. Creo que... siento como si... como si me hubieras quitado energía...
—¿Yo? Lo siento... no sé qué sucedió... Vamos, se hace de noche...
—No... no puedo —susurra.
—No te puedes quedar aquí, Sofy —insisto, pero está a punto de dormir en el suelo.
Me acerco a ella y la toco, pienso en lo mucho que la amo y lo agradecido que estoy con ella y trato de traspasarle esas emociones. Veo el color regresarle a la piel y abre los ojos.
—¿Mejor? —pregunta.
—Sí... ¿qué hiciste?
—No lo sé, amarte... —respondo y ella sonríe.
—Vamos... se hace de noche.
Cuando retomamos el camino, más adelante, vemos a una persona caminando por el costado de la ruta. Aún no oscurece y parece un trabajador, tiene un trapo para cubrirle la cabeza y con una pala parece rellenar baches inexistentes en la ruta.
—No te detengas —digo por temor, no me gusta que esté sola por estos lados y comienzo a sentir culpa de nuevo.
Ella sigue, pero siento su corazón acelerarse.
—No vaya por aquel lado —grita el hombre cuando pasamos de nuevo—, es peligroso... hace poco un chico se accidentó allí...
Sofía se detiene en seco.
—¡Sigue! —ordeno, pero no me hace caso.
—¿En la ruta de los acantilados? —pregunta y el hombre asiente.
—Nadie pasa por allí salvo algunos locos que aman la velocidad, ¿qué hace una señorita como usted sola por aquí? —inquiere.
Cuando Sofía se acerca me doy cuenta de que es un señor mayor.
—Estoy... averiguando algo para un trabajo... justo eso... sobre los accidentes y demás que hay en esta zona.
—Hace mucho que la ruta está en desuso, por acá solo pasan los que van a Las Hadas... Antes pasaban camiones y remolques...
Entonces el hombre me mira.
—¿Eres tú? ¡El del accidente! —exclama.
Comprendo por fin que el tipo es un espíritu también.
—¿Es un fantasma? —inquiero a Sofía que asiente.
—A mí uno de esos camiones me llevó por delante un día que estaba trabajando —murmura.
—Lo siento... Dígame una cosa... ¿Sabe dónde está? ¿El cuerpo del chico del accidente? —pregunta ella.
—En Las Hadas, en el Hospital central... Yo vi cuando se estrelló. Tuvo mucha suerte porque era un día festivo en Las Hadas y había cierto tráfico por aquí, un auto llamó a la ambulancia y lo llevaron.
Entonces el señor se da vuelta y mira hacia el cielo.
—Hay una luz... —dice.
—¿La ves? —inquiere Sofía, pero yo niego.
—¿Tengo que ir? —pregunta el señor.
—Sí, sí... vaya —dice Sofy y después de un rato, lo veo desaparecer.
—¿Qué sucedió? —pregunto al verla sonreír.
—Es probablemente lo único que le faltaba... ayudar a alguien más para poder cruzar —explica y una sonrisa de satisfacción se muestra en su rostro—. Ahora vamos a Las Hadas, a encontrar tu cuerpo —añade.
No estoy del todo convencido, pero supongo que era a lo que habíamos venido.
Parece que las cosas al fin están resolviéndose... o ¿complicándose más?
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