Anexo #6: Drew Tanaka

Sé lo que piensan de mí, sé que la mayoría aquí me odia, solo que la mitad de ellos me insultan a mis espaldas y la otra mitad lo hace en mi cara. Pero, nadie nace siendo un monstruo, ni siquiera yo. Tal vez estoy siendo muy amable conmigo misma, pero creo, que solo soy la abominación que me forzaron a ser. No me tengan lástima, aún así, se los prohíbo, aún puedo arrancarles sus partes nobles si se atreven a sentir algo tan asqueroso por mí.

Mis padres se conocieron cuando ambos eran muy jóvenes. No aquí, en Japón. Mi madre era una soñadora, y desde que era niña, nunca le había gustado estar encerrada en medio de cuatro paredes, controlada por mis abuelos; así que él fue una buena ventaja para conseguir su libertad. Para mi padre, fue amor a primera vista, o al menos eso dicen; pero él ya estaba comprometido con otra señorita, de más alta alcurnia, y mejores dotes.

Ambos tenían dieciocho años cuando se fugaron hacia Norteamérica.

Mi padre era listo, pero también honorable, no quiso esconderse y por lo tanto, no tardaron en encontrarlos. Cuando lo hicieron, los obligaron a regresar a casa, dando por finalizado un romance que duró tres meses. Sin embargo, mi madre, decidió escapar y esconderse lejos de las manos de mis abuelos. Se quedó en Norteamérica, convirtiéndose en la vergüenza de su familia y siendo desheredada y repudiada para siempre.

No le importó. Ella poseía otros planes a futuro. Quería ser libre. Quería experimentar el verdadero "sueño americano", excepto que no tenía dinero, ni ningún talento por medio del cual conseguirlo para subsistir. Así que eligió la vida fácil: pasar de un hombre a otro hasta que cada uno de ellos se cansara de mantenerla, mientras se dedicaba a vivir de fiesta en fiesta, comiendo lujuria y bebiendo alegría.

Hasta que, por supuesto, se enteró de que sus tres meses de romance con aquel japonés que ya casi había olvidado por completo, habían generado sus consecuencias: un embarazo no del todo deseado. Supongo que le fue difícil conseguir un benefactor en aquellos meses donde su vientre estaba demasiado grande como para resultar atractivo, pero, incluso luego de haber nacido, su exótica belleza prevaleció por muchos años más, por lo que pudo continuar dándonos de comer, ahora a las dos.

Mi madre no dudó en registrarme con el apellido de mi padre. ¿Cómo sé que realmente es él mi progenitor y no ninguno de los otros? Bueno, las fechas no mienten, los genes tampoco, tengo sangre cien por ciento japonesa en las venas, pero, si eso no resultase suficiente, Tanaka se encargó de hacer la prueba de ADN. Aunque claro, eso fue mucho tiempo después.

A él lo conocí cuando tenía doce años de edad. Antes de eso, tuve que crecer con una madre que cambiaba de hombre cada dos meses y lo traía a vivir a casa, obligándome a verlo como "padre".

En algún momento mi madre dejó de tener esa habilidad para seleccionar a los hombres adinerados, y el dinero empezó a escasear. Tan pronto como pude caminar y hablar, ella me entrenó como la mejor y más atenta ama de casa. Yo me encargaba del hogar, y ella salía todos los días a conseguir dinero, a veces hacía trabajos deshonrosos, a veces arreglaba el cabello de alguna chica, o le pintaba las uñas. Prácticamente, vivíamos de propinas.

Las personas son malvadas, tan pronto como se encuentran con otro en desventaja, se sienten superiores y no hacen otra cosa más que aprovecharse de su superioridad sobre ti. Soy capaz de recordar cómo tuve que pelear, metafórica y físicamente, una y otra vez, por conseguir lo que necesitaba: una beca para estudiar en una escuela pública, un vestido al sesenta por ciento de descuento en viernes negro, para poder tener ropa que me quedase al año siguiente; recuerdo haber hecho fila, desde las tres de la mañana, frente a la embajada japonesa en Washington, solo para obtener una solicitud para pedir un bono que nos permitiera conservar el diminuto apartamento en el cual vivíamos.

Aún así, siempre había un papi distinto en casa. Algunos no aportaban nada, esos eran los buenos; los malos, se robaban lo poco que teníamos y se largaban en medio de la noche para nunca más volver, dejando a mi madre en una depresión constante que le impedía obtener un empleo fijo, y metiéndola cada vez más en el alcoholismo.

Mi vida dentro del hogar era frustrante, difícil y agotadora, pero soportable; lo que realmente parecía un infierno era la escuela. Ese lugar lleno de niñas caprichosas, irritantes y maliciosas que me miraban con la nariz arrugada como si apestara a un cubículo de basura andante, solo teníamos doce años, la edad justa en la que las niñas empezaban a jugar "¿Quién es la más linda de la clase?" "¿Quién es la más popular", poniéndose a sí mismas en jerarquías para sentirse especiales sobre las otras, y llenar el vacío de afecto y atención que mami y papi no les daban. Es decir, yo tampoco recibía afecto de nadie, pero al menos no era una zorra intentando pisar a otros para escalar en una imaginaria escalera de popularidad.

Bueno, al menos aún no.

Las niñas ya eran horribles con las demás niñas que no lucían mínimamente bonitas, y cuando se enteraron que mi madre era una prostituta a través de los rumores que corrían de boca en boca de los mismos profesores de la escuela; se convirtieron en verdaderas arpías que me excluían de los grupos, eliminaban mi rostro de las fotos escolares, y se burlaban de mis piernas delgadas llamándolas "patas de pollo".

Y en cuanto a los niños, doce años significaba la entrada a la pubertad, la entrada de la masturbación diaria; y por defecto, la época de atiborrarse con tantos vídeos porno, hasta que no existiera una sola página web que no conocieran. Eso les llenó la cabeza de mierda. Les mostró lo que hacía una prostituta, cómo se supone actuaban todas las mujeres frente a un aparato sexual masculino, y cuando supieron que mi madre era algo parecido a eso...

Ocurrió una tarde en el cumpleaños número doce de una compañera de clase, llamada Janice. Su fiesta aconteció en su casa, y por alguna razón, tal vez por lástima, me invitó. Ella y todos nuestros compañeros habían salido a jugar al jardín, luego de un rato, los adultos los siguieron para vigilarlos o tomar aire fresco cerca de la ostentosa piscina que los padres Janice habían construido. Yo me quedé en la cocina, disfrutando de la celeridad de probar por primera vez un pastel de chocolate, mientras lucía un gorro de cumpleaños.

Gocé de veinte minutos de paz y soledad, antes de advertir que alguien había entrado en la cocina. Los miré por el rabillo del ojo, se trataban de tres niños de aspecto sudado y sucio: mis compañeros. Uno de ellos, el de pelo rubio y sonrisa sin incisivos, había sido especialmente molesto y acosador estos últimos días, y dio el primer paso, acercándose hasta que solo un brazo de distancia nos separaba. Los otros dos, se quedaron detrás de su líder, con iguales sonrisas de idiotas y manchas de catsup en las mejillas.

—Hey, Tanaka —comenzó el líder en forma de saludo, ampliando su sonrisa a pesar de que lo ignoraba—. Las madres están hablando de ti allá afuera, dicen que tu madre es una zorra, y que nadie debería acercarse a ti, porque estás arruinada, y las niñas pueden contaminarse por tu culpa.

No respondí. Seguí comiendo los últimos trozos del pastel, con expresión fría y solemne, y la espalda tan recta como un samurái ante su emperador.

—¡No estamos mintiendo! —continuó el segundo, frustrado por mi silencio—. ¡La mamá de Vannesa se lo está contando a todos!

—¡Sí! —colaboró el tercero, y sonrió con malicia—. Tu mamá es una prostituta, y eso quiere decir que tú también lo eres, ¿no? —Se relamió los labios de forma grotesca. Solté un imperceptible escalofrío mientras dejaba la cuchara sobre el plato, y me limpiaba los labios de forma elegante— Tú y tu mamá hacen dúos sexuales, ¿verdad? Tú también te metes con los hombres, ¿verdad? ¡¿Hacen cosas como en el porno?!

—Queremos ver —asintió el líder, emocionado—. Muéstranos algo pervertido, algo como... ¡ecchi! O, ¡hentai! ¡Me encanta el hentai japonés! —Exclamó entre risas, al tiempo que cogía un puñado de mi cabello para jalarme hacia él.

Aparté su mano mediante un fuerte reverso de la mía. El chico se tambaleó hacia atrás sorprendido, mientras me ponía en pie y lo miraba con los ojos hechos de furia.

—¡Basta! —espeté, y me dispuse a marcharme a mi casa.

Sin embargo, no acababa de dar ni el segundo paso, cuando de pronto, sentí que alguien agarraba el dobladillo de mi blusa para levantarlo hasta mi clavícula, y dejar al descubierto mi vientre, estómago, y el sostén de algodón que había empezado a usar desde hace tres días.

Me quedé absolutamente en shock, fue por eso que al principio, no hice nada, mientras mi expresión lucía cada vez más horrorizada. Lo niños a mi alrededor soltaron risitas jocosas y despectivas, y entre el ruido que hacía mi cabeza, alcancé a oír al líder decir:

—Mmm... decepcionante, aún falta que crezcan más.

—Está completamente plana —colaboró su amigo aún riendo— son pequeñísimos y feos, pero puede que...

Sus dedos manchados de tierra, se estiraron con la intención de bajarme el brasier, y entonces, desperté de mi letargo. Dejé salir un grito gutural y estruendoso como el de un animal embravecido, y me lancé a por él, para darle el primer puñetazo en la nariz que lo mandó a volar e impactar contra el suelo de culo. Inmediatamente, antes de darle siquiera la oportunidad de procesar lo que estaba ocurriendo, volví a lanzarme contra él, me coloqué a horcajadas, y lo agarré del cuello de su camiseta empezando a propinarle una lluvia de puñetazos, digno de una pelea de anime.

Los otros dos niños gritaron asustados ante mi brutal arrebato, y salieron corriendo al patio para avisarles a sus madres que: "Drew Tanaka, por fin perdió la cabeza".

Ellas llegaron. Me apartaron del chico al que había reducido y convertido en una masa llorosa y llena de sangre que salía de una nariz irremediablemente rota, y labios tan machacados como una víctima de Baki. La madre del niño en cuestión, me dio una cachetada, y no oyó mis justificaciones sobre que su hijo había sido un maldito puerco junto con sus amigos. Prefirió creerle a su hijo, quien le dijo que de la nada, me había vuelto loca cuando solo había querido hablar conmigo para hacernos amigos.

Las madres empezaron a murmurar entre ellas, mientras me miraban con desaprobación. Oí frases como: "Es igual a su madre, un completo desastre". "Nuestros hijos no están a salvo con ella, solo mírala". "¡Es un mal ejemplo para nuestras hijas, hay que hacer algo!" "Por supuesto, hay que hablar con la maestra, o el director, para que la mantenga apartada". "Pero es tan bonita, ¡qué desperdicio!".

Al final, regresé a mi casa, con los ojos ardiendo por las lágrimas que me negaba a derramar. Era un caso perdido, no importaba cuantas veces intentara explicarme, el resultado sería el mismo. Ya me odiaban demasiado por muchas razones, una de ellas, era que mi madre siempre había intentado seducir a muchos padres de familia en las reuniones escolares, incluso en presencia de sus esposas, había probado llevarlos a la cama. Y muchos de ellos habían caído, destruyendo familias en el acto, y regalándome enemigas en la clase: hijas destrozadas que me veían como un objetivo para buscar venganza.

No le iban a creer a la hija de una prostituta, y siempre iba a ser solo eso ante sus ojos, como si no tuviera algún valor propio.

Fui condenada desde el segundo en que me concibieron.

Y sin embargo, cuánto más querían pisotearme, cuánto más me amedrentaban intentando hacerme trizas; más aumentaba mi valor y mi brillo de manera instintiva y feroz. Yo era como un sucio trozo de carbón sacado de una caverna olvidada por Dios, pero que con las condiciones de extrema presión, con el tiempo, había logrado transformarse en algo aún más precioso, resistente, y fuerte, para nunca ceder ante nada o nadie de nuevo. Me había convertido en un diamante, y como tal, reconocía mi valía, sin necesidad de que nadie me lo dijera.

Era consciente de que tal vez se trataba del delirio de un ego sin base, producto de la desesperación nacida por quienes intentaban insistentemente humillarme, pero no tenía nada más en el mundo. Estaba vacía. Caía. Y no tenía de dónde sostenerme. Jamás había visto a mi padre. Mis abuelos me repudiaban como la escoria de mi madre. No tenía un solo amigo. Mi madre prefería el amor de los hombres, y para lo que ella concernía, yo no existía; era simplemente el vestigio de un pasado que quería olvidar en los brazos de otro.

Me tenía solo a mí misma, solo yo podría salvarme. Y de alguna forma absurda o sorprendente, sabía que no merecía esto, entendía que era más de lo que todos veían a simple vista. Residía en mí, la sensación de ser una reina esperando triunfar en la más mínima oportunidad. Era intrínseco, un susurro en mi subconsciente que me empujaba a mantener la barbilla altiva, ante cualquier cucaracha que osara cruzarse en mi camino.

Tal vez solo fueron los deseos desesperados de una niña asustada, tratando de convencerse, consolarse; de que no era lo que todos pensaban, para no caer en un hoyo más profundo de aquel al cual mi madre me arrastraba. Daba igual. Mi propio ego me salvó, me sujetó antes de caer más al vacío, así que me aferré a ella con uñas y dientes como Cleopatra a su reino. Rodeé mi corazón de estalactitas puntiagudas del que nadie podría atravesar. Forjé y protegí mi mente con diamante cual Emma Frost de los X—Men; y ocurrió, desde ese día, de esa única forma, que me volví poderosa.

"Cuando un niño te molesta, es porque le gustas"

No me gustaba que los otros niños vieran mis calificaciones, pero intentaba mantenerlas en alto de todos modos. La beca no se mantenía sola y mi escasez de amigos provocaba que no tuviese otra cosa que hacer en mi tiempo libre más que aprenderme de pies a cabeza los libros prestados por el colegio. Al final, aprobar el año no fue mi única recompensa, sino que me seleccionaron como la especial afortunada para asistir a un campamento de verano gracias a mi buen puntaje.

Cuando llegué ese día a casa para contárselo a mi madre, me encontré con la sorpresa de que había un nuevo individuo en la sala. Se veía enojado, no era uno de sus amantes. Era un hombre adinerado, eso podía verse a kilómetros de distancia. Estaban discutiendo en japonés, con gestos de manos al aire y muecas que se alternaban entre el dolor y el desprecio. Aunque lo que más parecía predominar en los oscuros ojos del hombre, era una profunda congoja mientras miraba a mi madre de arriba a abajo, como si la desconociera.

No manejaba tan bien el japonés en ese entonces, mucho de la conversación la escuché sin comprender el contexto, pero alcancé a entender palabras como, otosan, usero y, ¿nande? Eso último especialmente, el hombre lo repetía mucho. Y luego hubo muchos nuevos insultos para agregar a mi repertorio.

Luego de un rato, mi madre pareció llegar a su punto límite. Se tapó los oídos con las palmas de las manos de una forma infantil, y acto seguido, empezó a zarandear con la cabeza fuertemente, negándose a escuchar otra palabra. Al final, ella soltó un abrupto chillido que hizo callar al hombre de la impresión, y entonces, mi madre aprovechó su pausa para gritarle:

—¡Onegai, Jigoku he ochiro!

Dicho eso, se dio media vuelta y salió corriendo de la sala, con los pies descalzos dejando un conjunto de golpes sordos contra el suelo. Yo estaba bajo el umbral de la puerta, pero mi madre ni siquiera me miró mientras huía del desconocido, tan solo me golpeó el hombro al pasar, casi haciéndome caer hacia atrás, y se encerró dentro de su habitación luego de dar un portazo que hizo vibrar las ventanas de la casa.

Un leve sollozo se escuchó después de eso, pero en lugar de ir a verla, devolví mi atención hacia el hombre que aún permanecía de pie en nuestra sala, con la cabeza gacha, y los puños apretándose a cada lado de su cuerpo. Observé que el japonés debía de rondar los treinta, quizás la misma edad que mi madre; tenía el cabello negro en un aburrido corte genérico, sus rasgos eran afilados y solemnes, sin ninguna arruga de expresión, como si jamás hubiera reído en su vida. Era alto, y estaba ataviado en un traje a la medida color gris y zapatos de vestir bien pulidos. Debía de ser un ejecutivo.

Después de un instante, el hombre alzó repentinamente la mirada, e irguió los hombros con firmeza, como si estuviera a punto de atravesar un tifón. Me sorprendió, porque reconocí ese gesto. Lo había visto en mí, incontables veces en el espejo, poniendo aquella misma expresión cada vez que debía enfrentarme al miedo o a alguna nueva amenaza. Sentí un escalofrío, una sensación de familiaridad me embargó, mientras una idea comenzaba a formarse. No obstante, la deseché al segundo que apareció en mi mente.

El hombre se giró, y me encontró contemplándolo en silencio con un atisbo de interés. Me estudió a su vez, sus ojos se entrecerraron en mi dirección como rayos x 's, intentando ver a través de mi piel, mi sangre, y mis huesos. Le sostuve la mirada con firmeza, sin dejarme intimidar.

—¿Quién eres? —le pregunté, sin ningún temblor en la voz.

El japonés permaneció callado, su rostro era casi una máscara perfecta de la inmutabilidad, excepto por el temblor de sus cejas, que acabaron por fruncirse con severidad. De pronto, empezó a caminar. Cuatro largos pasos, y estaba delante de mí, aún estudiándome con detenimiento, como un experimento de laboratorio que no debería haber existido. Era imponente, transmitía por cada poro de su ser, tanto aire de autoridad y pulcritud, que pareció ridículo que estuviera parado a mitad de una alfombra llena de moho y polvo.

Esperé por un largo tiempo, hasta que lo vi estirar una mano en mi dirección, y por alguna razón, las alarmas de peligro se mantuvieron apagadas. Lo observé agarrar una sola hebra de mi cabello, lo arrancó de raíz de mi cabeza, con sumo cuidado, y se lo quedó viendo como si fuera el hilo de un telar del que trataba de descubrir su valoración. Pestañeé sorprendida, y lo miré esta vez con más intriga que había sentido al principio.

—Eso es lo que voy a averiguar —se limitó a contestarme, y a continuación, se marchó sin decir nada más, con la hebra de mi cabello colgando de entre sus dedos.

Se necesitaron varios minutos para despertar de mi ensimismamiento. Al final, decidí dejar a mi madre sola en su habitación, para que llorara y bebiera todo lo que quisiera de las botellas de alcohol que sabía que tenía guardadas debajo de su cama y en los cajones de su armario. Tuve que esperar como cinco horas para que ella se calmara, y poder entrar en su habitación a darle la noticia del campamento.

Por supuesto ella accedió inmediatamente, sin ocultar su alegría y alivio. Unos días fuera de casa, significaba que mi madre no tendría que preocuparse por mi alimento, sino solo por el de ella, así que me envió, sin dudarlo ni un segundo. Además, tendría la casa sola, y sabía que aprovecharía cada segundo de ello.

Drew soltó un resoplido, luego formó una mueca, al final, se sacó la lengua, y se llevó un dedo con la uña pintada de verde hacia los labios en un gesto de asco. El interlocutor a su vez, dejó salir el asomo de una sonrisa sobre su rostro. La asiática que estaba sentado delante de él, era tan hermosa como exótica, con ojos negros tan vibrantes de energía y malicia, que resultaba difícil creer que había provenido de un lugar de tanta miseria; sin embargo, era justamente por eso que lucía así, con un aire de orgullo y confianza, harta de ser pisoteada, se había obligado a ser fuerte, y era esa imagen y nada más, la que mostraba a todos para nunca más ser utilizada como antes.

La asiática se paró recta, sus pequeños hombros se irguieron en todo su esplendor, mientras levantaba una pequeña barbilla desafiante en su dirección. Parecía inquieta sin embargo, por la forma en que su rodilla izquierda no dejaba de rebotar insistentemente. Se mordió el labio, y cogió aire con una expresión frustrada.

—Listo, ya le he contado lo importante. Ahora, ¿ya puedo marcharme? —preguntó, arrugando los labios.

Sin dejar de mirarla a los ojos, negó lentamente, a lo que ella reaccionó con un ligero abrir de ojos y luego un fruncimiento de cejas, en exasperación.

—Aún no, señorita Tanaka —pronunció su apellido con significado— Mire, no soy su enemigo. Solo soy alguien que quiere entenderla y ayudarla. Pero para eso, necesito conocer algunas cosas más de su vida.

—Ya le dije lo suficiente —repuso Drew, apretándose las manos sobre su falda de mezclilla— Era hija de una prostituta, me gustaba golpear algunas narices...

—Es la segunda vez que está en este cuarto, señorita Tanaka, creo que podemos empezar a ser sinceros el uno con el otro... Sabe que tendrá que volver aquí el próximo mes, si no— dijo, intentando sonar lo más confiable, posible, luego agregó—: ¿Por qué no me cuenta que ocurrió en el campamento al que fue?

Se mostró reacia al instante, Drew apartó la mirada, pensativa, parecía querer saltar por la ventana y huir.

—¿Quiere que le cuente otra patética y típica historia de unas niñas molestándome solo por existir? —bufó divertida—. ¿Y de qué serviría eso?

—¿Aún no se da cuenta? —le regaló una media sonrisa—. A veces, solo hablar basta y sobra, para dejar caer esa pesada carga un instante. Evita que nos volvamos locos— miró la carpeta en sus manos, sus ojos se tiñeron de melancolía— en ocasiones, lo único que puede salvarnos es un buen oyente.

Ella lo miró con ojos inquisitivos, pero no preguntó nada. Él carraspeó suavemente, volviendo al presente.

—Cuénteme —la instó, con un gesto de mano— por cierto, en ese lugar, ¿no llegó a conocer a un chico llamado Frank Zhang y su hermana Clarisse?

—¿Eh? ¿Nani? —susurró lo último en japonés, como si no hubiera sido consciente. Luego, pareció caer en cuenta y abrió los ojos de par en par— ¡Ah! Ya entiendo, ¿así que ese chino habló de mí? ¿Dijo algo sobre que habíamos sido novios o...?

—No, no —negó rápidamente— no puedo divulgar demasiado sobre las confesiones de otros estudiantes, pero le aseguro, que nada malo ha dicho sobre usted, ni referente a su relación.

—Porque no hubo relación, jamás existió —Drew rodó los ojos—. Pero claro que no me creyeron, y ese chino arruinó la única amistad que estaba formando en ese campamento. No fue esa su intención... ni hizo nada, pero... al igual que conmigo, solo bastó su existencia de genes asiáticos para que causara problemas!

Era de noche, alrededor de las ocho en el comedor. Algunos chicos del colegio rival, habían estado molestándome junto con este chino panda humanoide con esteroides, porque era asiático, y yo también, así que claro, teníamos que convertirnos urgentemente en pareja para la diversión de las masas. Se trataba de una broma sumamente infantil, algo típico de niños pubertos queriendo llamar la atención de las niñas de una forma patética. Sin embargo, el pequeño show tuvo mayor impacto en Tiffany, una niña rica que presumía una diadema en la cabeza, como si fuese una corona y quien, enamorada de Frank Zhang, llegó a la conclusión de que le estaba intentando robar el futuro novio.

Nos encontrábamos en el baño, Tiffany estaba rodeada de otra de sus tres amigas sin personalidad, y acababa de darme una cachetada en la cara, recién hidratada con la crema que mi buena amiga Tiffany me había dado solo hace unas horas atrás. Estaba tan sorprendida que al principio solo me quedé mirando el suelo, con las cejas algo elevadas, oyendo como me hablaba y lloraba al mismo tiempo:

—¡Te dije que me gustaba Frank! ¿Cómo pudiste? —rezongó, limpiándose la nariz— Las amigas no se apuñalan la espalda de esta manera, Drew, ¡tenías que mantenerte alejada!

Miré sus zapatos de diseñador por un momento, antes de alzar la mirada hacia ella, tratando de lucir lo más calmada que sabía fingir, puesto que con mi madre y sus novios había tenido entrenamiento de sobra.

—No sé de qué estás hablando —me encogí de hombros—. Son ellos los que han estado diciendo que debíamos ser pareja, solo porque éramos asiáticos. Yo no tuve nada que ver.

—¿No? ¡Já! —Tiffany sorbió por la nariz, un acto poco propio para alguien que presumía una diadema tan elegante—. ¡Todos dicen que eres una envidiosa, porque tu madre es una zorra! Además, igual que ella, te gusta quitarle los hombres a sus amigas.

—Así es —la apoyó su amiga—. Y estoy segura que le dijiste a esos chicos que empezaran con ese juego para así poder llamar la atención de Frank, solo porque te gusta meterte con los chicos que le gustan a tus amigas.

Apreté los labios con fuerza, no tenía ánimos para esto.

—Da igual —inicié entre dientes, dándome la vuelta para marcharme—. ¿Y quién dijo que éramos amigas?

—¡Qué mala, Drew! —soltó una, la del fondo oculta tras su líder con diadema—. ¿No entiendes cómo se siente Tiffany por esto? ¡A ella de verdad le gusta Frank!

Chasqueé los labios, irritada.

—Bien, pues les deseo felicidad a ambos, a mi no me interesa en lo más mínimo.

—¿No te crees demasiado solo porque eres un poco linda? —me escupió Vee, otra de sus amigas, mientras me veía marchar— Solo vas de un chico a otro como una cualquiera, igual que tu madre.

—Y no creas que no he notado que quieres robarte mi diadema —agregó de pronto Tiffany, lo cual si me hizo detenerme abruptamente, por el latigazo de indignación que estaba recorriéndome como electricidad— Te he visto mirándola, pues, ¿sabes que?, es todo lo que podrás hacer con ella. Solo desearla, porque una muerta de hambre como tú, jamás podrá conseguir algo tan bonito y elegante como esto.

—Claro —le envié una sonrisa sardónica sobre mi hombro— se lo diré a Frank de tu parte.

—Tú...—siseó Tiffany— Solo haznos el favor de matarte. No eres más que la hija de una prostitu...

Me había hartado de ese apelativo, regresé sobre mis propios pasos, y le propiné un puñetazo a Tiffany en toda su cara mal maquillada, lanzándola al suelo por el impacto. Sus amigas detrás de ella, gritaron aterrorizadas al presenciar mi ataque violento, se abrazaron las unas a las otras como si fueran a protegerse de un monstruo, al tiempo que retrocedían hacia las esquinas del baño.

En cuanto a Tiffany, la niña de cejas de casi una sola línea, había caído tan fuerte que su diadema salió volando de su cabeza y cayó rebotando hasta llegar a mí. Me pareció como una ofrenda de paz del universo, así que alcé mi pie, e hice trizas de un pisotón la diadema carísima, por la cual, seguramente, sus padres se habían endeudado, al comprársela a su castrosa hija de bigotes mal rasurados.

Esa fue la última vez que intenté hacer amigas por mi cuenta, después de eso, me mantuve alejada, especialmente de los chicos.

En cuanto a Frank Zhan, oí que unos minutos después de que Tiffany peleara por sus partes chinas contra mí en el baño, él estaba peleando por sus propias partes chinas contra un cocodrilo de más de tres metros de largo cerca del lago. Como sea, luego de eso, se fue directo al hospital junto con su hermana, y no volvió jamás, perdiéndose para siempre, la posibilidad de comenzar un tórrido romance con Tiffany.

Quién sabe, tal vez el cocodrilo le acababa de hacer un gran favor. Excepto por la parte en que casi le arrancó una pierna, pero bueno, nada en la vida era gratis.

Cuando volví a casa en esa ocasión, me encontré con que mi madre tenía un nuevo compañero de cama. Me lo presentó como si fuera la octava maravilla del mundo a pesar de que solo era un calvo, que se había mudado a nuestra casa porque lo echaron de la suya por eludir el pago de la renta. Mi primera reacción ante su presencia fue de simple indiferencia. Había visto a muchos como él antes, sabía que no sería el último. Ni siquiera me molestó cuando me dijo que lo llamara "papi" y que no me haría caso si no lo llamaba así.

Yo no necesitaba hablarle, de todos modos, así que podía decir lo que quisiera, no obtendría palabras de mí.

Sin embargo, después de un par de días, me dí cuenta de que era un absoluto bastardo asqueroso y que mi madre había cometido un verdadero error al traerlo a casa así como así. Para empezar, era un holgazán, sin trabajo y sin intenciones de buscar uno. No tenía siquiera la decencia de levantar sus piernas mientras yo limpiaba la casa, y en solo unos cuantos días estuvo tanto tiempo sentado en el sofá que fue capaz de dejar su huesudo trasero remarcado incorregiblemente sobre el mueble.

Mas, eso no era lo peor.

Lo peor de él, lo descubrí por las malas. Durante las noches, yo tenía esta común manía de bañarme para quitar el sudor que había acumulado sobre el cuerpo durante todo el día. Lo hacía con cubeta, para no despilfarrar agua, así que cada noche, sin falta, iba hasta la pileta de afuera, rellenaba una cubeta y volvía hasta el baño para limpiarme con una toalla.

No sé cómo se baña el resto de las personas, y sinceramente no me importa, pero yo era lo suficientemente tonta como para hacerlo desnuda, en mi baño y en mi casa. ¡Cuándo se habrá visto tal desfachatez!, ¿no?

En varias ocasiones escuché sonidos extraños, como una respiración acelerada, o el golpe de una puerta cerrándose tan pronto como me volteaba para mirar en la dirección en la que me había parecido ver algo. Empecé a tener miedo incluso de cambiarme, pero jamás lo había visto o encontrado infraganti, así que no dije nada.

Hasta que, un día, bajé a traer mi cubeta con agua, la dejé en mi habitación y luego salí de nuevo, rápidamente, porque había olvidado el jabón en la pileta. Cuando regresé a mi habitación, encontré a aquel extraño sujeto inclinado contra la puerta de mi recámara, presionando su rostro contra ella para poder mirar por la rendija sin abrirla demasiado, luciendo como una de esas gárgolas horribles de rostros perturbadoras.

El escalofrío en todo mi cuerpo fue inmediato, casi se me cayó el jabón de las manos y lo único que pude hacer fue correr nuevamente hacia afuera de la casa y recargarme contra una pared para intentar recobrar el aliento, pero este se negó a quedarse dentro de mis pulmones durante varios minutos.

Yo podía pegarle a mis compañeros, ellos no eran otra cosa más que inútiles debiluchos que se habían metido con la persona equivocada, ¿pero qué posibilidades tendría en contra de un hombre adulto? Yo tan solo tenía doce años. Las piernas me temblaban como si estuviesen hechas de gelatina y no podía dejar de pensar: "¿Por cuantas noches me ha estado observando al bañarme?".

Estaba paralizada, y en medio de todo mi terror cometí el error de quedarme allí, pensando que iba a estar a salvo. Pero no. Aquel hombre no tardó en notar que yo no me encontraba en la habitación, y vino a buscarme. Algo era diferente aquella noche, o tal vez yo simplemente tenía pésima suerte, pero, antes de poder siquiera estabilizar el temblor de mi cuerpo, mi supuesto padrastro estaba junto a mí, con los ojos brillantes y las mejillas rojas a causa de la ebriedad: había encontrado la cueva de sake de mi madre y se la había bebido entera.

Mi mamá no había regresado aún a casa, lo cual significaba que me encontraba completamente sola con él. Como había estado a punto de bañarme, ya me había quitado el uniforme escolar, vestía únicamente una camiseta blanca y un short gastado, ni siquiera traía puesto mi sostén pre—formador. ¿Era mi camiseta demasiado transparente? ¿Podía ver mi cuerpo?

Me dijo algo, sé que lo hizo, pero no lo escuché, tenía demasiado miedo para comprender sus palabras. Me sentía como una rata intentando escapar de un gato. Él tenía sus manos levantadas, como si quisiera tocar mi torso, donde recién empezaban a formarse mis pechos. Intenté fingir que no me daba cuenta de nada, traté de caminar lentamente hasta alejarme lo suficiente de él, pero de nuevo, fue un error.

Tan pronto como le di la espalda me sujetó el trasero. No fue una nalgada, yo era pequeña, pero una nalgada puede olvidarse. Eso, sin embargo, se mantuvo en mis pesadillas durante varios años. Él me sujetó en el medio, justo sobre la costura de mi short. Lo hizo tan fuerte, tan firmemente, que durante un momento crítico yo realmente no pude escapar. Intenté salir corriendo, pero no pude. Abalancé todo mi cuerpo hacia el frente, pero era imposible.

Sus dedos índice y medio eran los que más fuerte se colaban en medio de mis piernas. ¿Qué tan fuerte tiene que sujetarte alguien para que puedas notar eso? ¿Durante cuánto tiempo debe hacerlo para que lo recuerdes de por vida? En esa ocasión, sí escuché lo que me decía.

—¿Cómo lo tienes? ¿Se parece al de tu madre?

Eso fue suficiente para desesperarme por completo, empecé a sacudirme como un animal huyendo de las garras de un león. Conseguí darle un codazo que al fin me devolvió mi libertad. Corrí tan rápido y con tanta desesperación que mis reflejos no estaban funcionando, me estrellé contra la puerta, escuché mis uñas arañar la madera de la pared, cuando luché por estabilizarme. Mi corazón parecía estar a punto de salirse de mi pecho, pero sobre todo, me sentía furiosa. En un efímero segundo, perdí la noción de mi cuerpo, como si mi alma se hubiese llenado tanto de rabia que ya no cabía dentro de él.

—¡Me largo! ¿Me oíste? —sufrí de mis propios gritos, al salir quebrados a través de mi garganta— ¡Dile a mi madre que se puede morir en la cama contigo! ¡YO ME LARGO! Prefiero morir de frío en la calle.

Y de verdad lo hice. Salí así, tal y como estaba. Ni siquiera tomé mis libros, o cosas de la escuela. Me fui de esa casa solo con lo que llevaba puesto que, como mencioné, no era mucho. Caminé en medio de la noche por la calle, con los brazos cruzados sobre mi pecho porque me daba miedo lo que podría generar que los viera alguien. Bajando mi mano de vez en cuando para jalar la tela de mi short, intenté cubrir la tela de mis piernas delgadas, tan flacuchas que, no tenía sentido que la gente quisiera admirarlas.

Yo no había pedido nacer en este cuerpo, o con este rostro, ni siquiera había pedido nacer en absoluto. ¿Entonces por qué todo el mundo me acusaba de insultarlos con mi sencilla existencia? ¿Tienes idea de lo que es odiar tu reflejo en el espejo y ni siquiera poder quejarte sin ser catalogada como mentirosa y soberbia por ello? Si negaba ser hermosa, entonces estaba siendo hipócrita; y si lo aceptaba, incluso en contra de mi voluntad, eso me convertía automáticamente en una maldita perra.

Hiciera lo que hiciese, siempre sería mi culpa.

En las películas, la chica desafortunada soporta cierta dosis de sufrimiento antes de encontrar al amor de su vida, que la rescata y la lleva a un palacio, se casa con ella y la convierte en la mujer más afortunada del mundo, pero, en aquel momento yo me di cuenta de que eso jamás me ocurriría a mí, porque yo no era una princesa en ropas de plebeya, yo era la villana, y los villanos no tienen un final feliz. Los villanos viven una vida real donde no existe el "felices para siempre". En la vida real, la cámara siempre sigue grabando, y aunque lo desees con todas tus fuerzas, jamás puedes pedir un descanso.

Fue entonces, mientras caminaba pensando en esto, y la lluvia empapaba mi camiseta blanca, dejándome prácticamente desnuda en medio de la calle, que empecé a razonar sobre lo que debía hacer a continuación. Me detuve, junto a un semáforo peatonal, que alumbraba en rojo y comprendí, que nada de lo que me había ocurrido era mi culpa, y aún así, era yo, y solo yo, quien debía cargar con las consecuencias. Y decidí que, si era yo quien debía vivir esto, al menos me permitiría tomar la decisión más favorable para mí.

Si ya era una maldita perra, sería una maldita perra interesada... pero viva, seca, sana y salva.

Quise detener un taxi, pero ninguno atendió a mi llamado, así que tuve que caminar. No sabía en dónde vivía mi padre, pero sí sabía en donde trabajaba, el edificio llevaba mi apellido, ¿cómo podría ignorarlo? Caminé hasta allí, mis pies descalzos se llenaron de ampollas, la tela mojada de mi ropa empezó a friccionar mi piel y crearme sarpullidos rojizos.

Sabía que no me iban a dejar entrar, suponiendo que aún a esta hora hubiese alguien ahí, pero no me importaba esperar toda la noche sentada en la puerta frontal. De todos modos, no tenía otro lugar al cual ir.

Cuando llegué, el oficial de seguridad me observó de arriba a abajo y cuando le dije "Soy Drew Tanaka, ¿mi padre está ahí dentro?", pareció atemorizarse tanto ante el posible escándalo que podría formarse por un chisme como ese, que lo llamó de inmediato, por un teléfono de emergencia en su casetilla.

Quise sorprenderme porque él siguiera en la oficina, pero la verdad era que, al pensarlo mejor, resultaba bastante lógico. Si bien decían que los hombres exitosos no dormían ocho horas al día, obviamente la fortuna de mi padre no se había formado por salidas tempranas de la oficina.

El guardia lo interrumpió de su importante reunión de accionistas y lo hizo bajar los doce pisos de su edificio (no más alto que el monumento a Washington, de acuerdo a la ley). Me pregunté cuántos edificios más grandes y bonitos tendría este hombre. ¿Por qué habría decidido instalarse en Washington? De todos modos, no me atendió en la entrada principal, sino que el guardia me llevó hacia la parte trasera, al estacionamiento.

Aún estaba chorreando agua, el cabello mojado se me había enredado y por más que lo intentaba no conseguía peinarlo con mis dedos temblorosos, ahora a causa del frío. La camiseta se me pegaba al cuerpo de una forma vulgar, y de mi short de algodón se deslizaban pequeños ríos de agua por toda la extensión de mis piernas. Estaba tan concentrada en escurrir mi atuendo, que por un momento, no me di cuenta de que él ya estaba frente a mí. Lo escuché carraspear su garganta y entonces, por inercia, hice una reverencia inclinando un poco la cabeza.

Fue el único gesto de respeto que le dí. Yo había tenido un día muy largo, y el tono frío de sus palabras no ayudó a propiciar la docilidad en mí:

—¿Qué haces aquí?— preguntó— ¿Por qué has venido a buscarme?

Levanté la cabeza y lo miré directamente a los ojos, con la barbilla ligeramente levantada, y mis manos a los costados de mi cuerpo, cerradas en puños. Inconscientemente, estaba haciendo aquel gesto con el cual me llenaba de valor antes de hablar. Eso provocó cierto reconocimiento en él, porque sus ojos se agrandaron de pronto, tal y como si lo hubiera sorprendido.

—Estoy cansada de vivir en la pobreza, entre la inmundicia y los malos tratos como si lo mereciera —solté sin miramientos, mi voz sonaba ronca, aunque no sé si era debido a la rabia o al frío— También eres mi padre... ¡Tú y ella me han traído a este mundo! ¡Hazte responsable! ¿O es que acaso mi madre me concibió ella sola? ¿No eres ese hombre honorable que todo el mundo comenta en los periódicos? ¡Responsabilizate de tus errores del pasado!

Pasó un momento antes de que él contestara, sus manos también se cerraron en puños, y su ceño se frunció ligeramente. Aunque habló lento, lo hizo con firmeza, con la autoridad irradiando en cada célula.

—¿Te ha dicho tu madre que vinieras? —preguntó—. No les he hecho falta en todo tu tiempo de vida, hasta el punto en que ella ni siquiera me habló de tu existencia y tuve que descubrirlo por otras personas. ¿Ahora vienes a buscarme?

—¡Me haz hecho falta durante toda mi vida!— le grité con el corazón a punto de salirse de mi pecho. Empecé a llorar como una estúpida y si hubiera podido pagar por ello, habría roto la ventana de su automóvil—. ¡¿A cuantos hombres he visto ocupar tu lugar, solo porque no estabas ahí?! ¿Cuántas cosas me han obligado a presenciar, solo porque tú no cubriste mis ojos? ¿Cuántas noches me acosté con el estómago vacío, solo porque mi padre no quiso proveer para mí?

>>Mi madre no me ha enviado, ni siquiera sé donde está en este momento y tampoco me importa. ¡Qué se quede con sus hombres borrachos si eso le hace feliz! Vine porque quise, porque necesitaba gritarte en tu cara: ¡Hazte responsable de mi! ¡Sé un padre por primera vez! ¡Es tu obligación!

Casi escupí las últimas palabras, estaba sollozando como una mocosa pequeña y malcriada, pero no podía detenerme, simplemente no lo conseguía. Nunca en mi vida le había hablado de ese modo a nadie, y sabía que lo menos que podía ganarme era una bofetada. De pronto, observé como aquel extraño hombre a quien yo casi no conocía, se quitaba su saco de sastre y se acercaba hacia mí, con una mirada llena de resolución. Fue tan raro, que por un momento el río de lágrimas en mis mejillas se detuvo.

—Bien— dijo cuando estuvo tan cerca de mí que, si me golpeaba, podría dejarme inconsciente en el suelo— Si eres tú quien ha venido por su propia voluntad, y es eso lo que realmente quieres, solo me queda preguntarte una cosa: ¿Cómo estás tan segura, de que soy tu padre?

Muchos hombres me habían dicho que los llamara así, con mi madre a su lado, asintiendo con complacencia. Jamás me dieron explicaciones, y sí, yo llevaba el apellido de este sujeto, pero, en lo que a mí respectaba, mi madre podría haber estado mintiendo. No tenía ninguna prueba al respecto, aún así, esta era mi única esperanza, yo ya no tenía ninguna otra opción, si no era esto... ¿Qué se suponía que hiciera con mi vida?, ¿por qué una niña de mi edad tenía siquiera que preocuparse por su vida? No era justo, para nada equitativo. ¡Estaba harta!

—Lo eres— contesté, porque el otro camino era demasiado estrecho para que yo caminara sobre él.

Se inclinó ligeramente hacia mí, y colocó su saco de sastre sobre mis hombros, dándome algo con lo que protegerme del frío y tapar todas mis carencias expuestas a la luz. Entonces, posó una de sus cálidas manos sobre mi espalda, dándome un empujoncito para indicarme la dirección en la que debía caminar, y dijo:

—De acuerdo— con tono solemne— Si eres mi hija, entonces serás presentada como tal.

El par de minutos que pasamos en el ascensor, no fueron suficientes para formular ni una sola frase coherente. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Acaso quería humillarme? ¿Quería reírse de mí al lado de sus accionistas? "Hey, miren, esta es la hija de la puta que tiene la desfachatez de pensar que también es mía" ¿O algo por el estilo?

Cuando la puerta finalmente se abrió, me encontré con ocho rostros completamente desconocidos para mí, que me observaban con los ceños fruncidos y expresiones desencajadas. Dudé, no pude seguir caminando en dirección hacia ellos, se veían como los padres de mis compañeros, mirándome por encima del hombro, incluso cuando estaban sentados, y diciendo que yo no tenía remedio, incluso antes de darme una oportunidad.

—Es mejor que lo sepan de una vez, por mi boca y no por la de otros— inició el hombre a mi lado, colocando una mano contra mi espalda otra vez, para darme soporte o evitar que escapara. Era extraño, como todo el mundo hasta este punto había intentado tocarme, o me habían tocado, como si tuvieran más potestad sobre mi cuerpo que yo misma. Sin embargo, mi propio padre, que había colaborado en la creación de cada una de mis células, tenía la decencia de no hacer otra cosa más que rozar mínimamente, con dos de sus dedos, la tela de su propio saco, que me cubría.

—Esta es mi hija, Tanaka Drew— continuó, con voz firme, como si estuviese presentando a una persona importantísima, y no a una mocosa semidesnuda, empapada y desarreglada— Y ella será la heredera de todo mi imperio.

Él ni siquiera preguntó por mi nombre, ya lo sabía, luego se volteó hacia mí y en un susurro me dijo—: Como mi hija, no volverá a faltarte nada, nunca más. Yo asumiré mis responsabilidades, tal y como me lo has dicho, pero ahora tú también tendrás que encargarte de tus propias responsabilidades. Ahora, ve a la oficina de allá y enciende el aire acondicionado para que puedas secarte. Te llevaré a casa en un rato.

Durante las próximas dos horas, no supe si "casa" se refería a mi casa o a la de él, pero yo estaba esperando con toda mi alma que fuera lo segundo. En algún momento, el cansancio pudo conmigo, y me quedé dormida en el suelo; cuando desperté, me encontraba acurrucada en una cama tradicional japonesa, con un pañito húmedo sobre mi frente y una pijama que me quedaba grande protegiendo mi cuerpo.

Me levanté de inmediato e intenté reconocer en dónde me encontraba. La casa era, visiblemente al estilo americano, pero estaba extremadamente ordenada al gusto japonés. Las puertas eran de madera y bisagra, pero las ventanas eran amplias y les habían instalado cortinas de papel, la mayor parte de los muebles eran de madera y todo estaba organizado en un estilo minimalista.

Di un sobresalto en el momento en que una señora apareció frente a mí, saliendo casi de la nada y haciendo una elegante reverencia antes de hablarme. Ella vestía como lo hacen las amas de llaves en las caricaturas japonesas, con palitos chinos sujetando su abundante pelo azabache. Todo mi entorno, era como estar en una mala y chistosa imitación de Japón. Excepto que real, la versión original.

Me habló en japonés, pero tenía un acento que yo no comprendí a la primera. Como me quedé callada, me instó con señales a caminar hacia otra habitación, que en realidad parecía ser la sala. Había una mesita baja, y almohadillas en el suelo. Me senté sobre una de ellas, del modo en que mi madre me había enseñado, con las rodillas juntas y los tobillos pegados debajo de mi cuerpo. Y esperé. Luego la mujer volvió con un tazón humeante, y a partir de ahí, desayuné sola, almorcé sola y cené sola, pero al menos estaba en paz.

La sirvienta no aparecía para otra cosa más que ofrecerme té, alimento o un baño. Llamándome Tanaka—Chan, o Drew— sama. Me entregó otra pijama para cambiarme la segunda noche, pero mi padre no apareció antes de que yo me fuera a dormir, y en cuanto a mi madre, no tenía absolutamente ninguna noticia. Fue un poco hiriente al principio, confirmar que jamás le había importado, pero de igual modo, dejé de pensar en ella con el pasar de las horas.

Al segundo día, me desperté temprano y repetí la rutina del día anterior. A la sirvienta parecían complacerle mis modales en la mesa, porque le encantaba tenerme ahí sentada, basándome en las expresiones cálidas que me daba. No me alimentaba en exceso, pero sí me daba más de lo que mi madre había podido costear por día. Los platillos variaron en cada comida, a veces era huevo con vegetales, otras pescado y otras carne de res; pero lo que no faltaba en cada una de ellas, era el arroz.

Al tercer día, me desperté con la sorpresa de que el correo había llegado y traía múltiples paquetes para mí. La mayor parte de ellos contenía ropa, y artículos de cuidado personal. Incluso había varios perfumes de la marca Tanaka... Yo nunca había podido costear un perfume, y ahora podía escoger entre cuatro opciones distintas. Esta nueva ropa me quedaba bien, por primera vez era de la talla correcta. Había incluso una diadema con diseño de flores. Ni siquiera la de Tiffany había sido así de bonita.

Mientras revisaba entre todas las nuevas cosas que mi padre me había comprado, encontré un sobre. Tenía la dirección de la casa, y venía a nombre de Tanaka. Lo abrí sin pensar, antes de darme cuenta de que era para mi padre, no para mí, y que no debía mirar la correspondencia de un hombre que se estaba esforzando en darme cabida dentro de su vida. Aún así, lo hice, y tan pronto como tenía el documento extendido en mis manos, la puerta de la casa se abrió, y mi padre entró, cargando varias bolsas y paquetes.

Mi corazón bien pudo haber explotado de la impresión, mi rostro empalideció de inmediato. La sirvienta vino, casi corriendo a ayudar a su amo, pero los ojos de mi padre estaban fijos sobre la carta en mis manos. Empecé a temblar, con la culpa pesando sobre mis hombros como si fuese un yunque. ¿Por qué, por qué, por qué había sido tan estúpida? ¿Iba a echarme ahora?

—¿No te han dicho que no debes tocar lo que no te pertenece? —me preguntó mi padre, visiblemente molesto, al tiempo que dejaba en el piso las bolsas y me arrebataba la carta de las manos.

Yo no tenía palabras, solo temblaba y rogaba mentalmente que no me odiara por esto. "Por favor, por favor, dame otra oportunidad".

Él miró el documento, luego me miró a mí, el rastro de una sonrisa apareció sobre sus labios, generalmente tensos, por primera vez que lo conocía. Me entregó la carta y me autorizó a leerla, después de decir un: "Al fin llegaron los resultados". Luego me dio un par de palmaditas afectuosas en la cabeza. Yo no entendía muy bien, pero el documento decía: 98% de coincidencia genética.

Luego levantó las bolsas del suelo y me las entregó, una de ellas contenía un nuevo uniforme escolar, limpio, bonito y nuevo, pertenecía a una escuela privada, de alto prestigio. La otra, traía libros y una carpeta con hojas decoradas, uno de los libros, estaba en japonés. La tercera bolsa, tenía una mochila, en verde menta. Sentí un nudo en la garganta al verla, y mis ojos se humedecieron. Yo jamás tuve algo así de bonito. Jamás. Y mucho menos nuevo. No sé si tenía un color favorito antes de eso, pero a partir de entonces, ese tono de verde lo fue.

Mi padre me abasteció de todo lo que necesitaba para mi nueva escuela, y yo no tardé en pagárselo con calificaciones perfectas. Me dio todo lo que necesitaba para verme como una señorita, y yo me convertí en la niña más educada y respetuosa que podría encontrar. Me mimó al entregarme lociones, maquillaje, una secadora de cabello y toda la joyería juvenil que una chica pudiera desear, y yo se lo pagué convirtiéndome en la más amistosa y agradable adolescente del mundo. Obedecía sus órdenes, sin rechistar, ayudaba a Meimei, la sirvienta y aprendí japonés de forma fluida.

Durante un par de años, realmente fui feliz.

Entonces, bajé la guardia.

¿Es posible odiar las fiestas? Porque no sé si existe otro sentimiento para describir lo que pienso sobre ellas. En mi nueva escuela hice amigos, todos de muy buena familia, algunos eran socios de mi padre, otros tenían negocios completamente distintos, pero todos ellos, sin excepción, tenían dinero.

Se acercaba el fin del período escolar, yo tenía catorce años en ese entonces, y ahora contaba con la aprobación y confianza de mi padre. Había aprendido a conocerlo, no era un hombre que demostrase mucho su afecto, pero cada vez que estaba feliz, me daba dos palmaditas en la cabeza. En ocasiones, incluso una sonrisa.

En aquella ocasión, mi nueva amiga Lucy, me había invitado a una pijamada de chicas en su casa. Pedí permiso y como solo éramos mujeres, él no encontró ningún problema. Pobre, tan iluso como yo misma, caímos como un par de idiotas. Si hay algo que aprendí esa vez, es que no se puede confiar en las mujeres: mienten a su conveniencia y ninguna de ellas es realmente tu amiga, solo lo son cuando te necesitan para algo, pero pueden apuñalarte por la espalda cuando ya no les seas útil.

Lucy, por ejemplo, solo estaba trabajando para su hermano, Jimmy, quien tenía un enamoramiento por mí.

Llegué a la "supuesta" casa de Lucy, solo para descubrir que había centenares de personas desconocidas ahí. No se limitaban a ser adolescentes, ni siquiera. Había adultos y había licor. No era el tipo de personas con las que la Drew de ese momento debía estar, sino más bien del tipo con el cual mi yo del pasado se encontraría en un día normal.

Mi primera reacción fue de nerviosismo absoluto, el mal presentimiento se asentó en mi estómago, junto a irremediable familiaridad del ambiente libertino. Quería dar media vuelta y regresar a mi casa, pero, antes de poder hacerlo, Lucy se aferró a mi brazo y me suplicó para que me quedara, y yo, de corazón, creí que lo hacía solo porque yo le caía bien. Fui débil, me quedé.

Entré a esa gran mansión, con muebles carísimos y exorbitantes, y luces neón que te dejaban a ciegas durante algunos segundos de intermitencia. Era una noche helada, y yo venía lista para una noche de pijamas, con unos jeans sueltos y una camiseta sin mangas cualquiera, pensaba cambiarme, tan pronto como llegara, por mi pijama verde menta. Estaba abrazando mis propio cuerpo, pero no tenía muy claro si se debía a mi inseguridad o al frío.

Me quedé sentada en un sofá, mientras Lucy iba a buscar un jugo de naranja para mí. A tan solo un par de metros de mi asiento, había dos señores discutiendo con un chico como de mi edad. Uno de los hombres se parecía tanto al chico, que era notable que se trataba de su hijo. No sé sobre qué discutían, pero pude notar que el hombre se mostraba molesto. Le dio una bofetada al chico y luego se marchó, acompañado del otro sujeto.

El chico se frotó la mejilla, y sus ojos se llenaron de rabia por un momento, pero, después, simplemente sonrió y tomó un montón de dinero que había quedado sobre la mesita. Se lo guardó para él. Tomó una cerveza de la bandeja que una mujer en sus treintas, con minifalda, llevaba. Y entonces, se dio cuenta de mi presencia. Vino a sentarse conmigo y empezó a hablarme. Se presentó como Dimitri.

No era atractivo, y a decir verdad, tampoco parecía ser simpático, pero, algo en el modo en el cual su padre lo había tratado me hizo empatizar con él. Era obvio que intentaba coquetear conmigo, me ofreció varias bebidas y a pesar de que las rechacé todas se quedó a mi lado, conversando sobre cualquier estupidez. Pasado algún rato sin ver a Lucy, le pregunté si no sabía en dónde se encontraba.

—¿Quién?— preguntó él de vuelta, tenía un acento extraño, en aquel momento yo no comprendí que se trataba de un ruso.

—Lucy— le contesté— La dueña de la casa.

Él soltó una carcajada divertida y luego:

—La casa es mía, muñeca— aclaró— ¿Acaso no lo sabías? No sé quién es Lucy, pero ya debe haber subido al entretenimiento de arriba.

—¿Arriba? —Miré hacia el techo sin comprender— ¿Qué hay arriba? —Él río nuevamente, pero no me contestó. Intenté bromear—: Y yo aún esperando mi jugo de naranja.

Simulé un puchero, y me crucé de brazos. Entonces, Dimitri levantó su mano y llamó a alguien. Varios chicos llegaron a sentarse con nosotros y después, una de las sirvientas trajo mi jugo de naranja. La música estaba muy alta, yo no escuché cuando Dimitri lo pidió para mí, pero, pensé que había sido muy atento por su parte.

Idiota. Idiota de mí. Eso es lo que sucede cuando intentas ser amable, eso es lo que le pasa a la gente buena, que espera lo mejor de todo el mundo. Por muchos años pensé que la gente me detestaba porque no tenía dinero, pero no... Ellos me detestaban porque "no tenía dinero y no les permitía humillarme por ello". Una vez que me creí a salvo, les dí la mano, y me jalaron tan fuerte que pudieron ahogarme en su piscina de miseria.

Recuerdo haber tomado dos sorbos de aquel jugo de naranja, y luego todo se volvió borroso. Me llevaron al segundo piso, donde la luz era incluso más cegadora y la música sonaba más alta. En un momento tuve mucho calor, y después tenía demasiado frío. Alguien regó algún líquido tibio sobre mi, sobre mi pecho, y después, creo que me obligaron a bailar.

Yo me sentía mal, tan mal que quería vomitar, así que intenté alejarme de Dimitri y de sus amigos. Me tuve que levantar de su regazo, a pesar de que no recordaba cómo o por qué me había sentado ahí. Caminé, di codazos para abrirme espacio. Me caí y vomité, y entonces la gente finalmente se alejó de mí.

Cuando me pude levantar de nuevo caminé, pero todo se movía y estaba muy borroso. Intentaba enfocar mis ojos, pero era como si tuviese mucho sueño y no consiguiera mantenerlos abiertos. Caminé y caminé por lo que parecieron siglos, tenía mucho, mucho frío y una hebra de mi cabello insistía en meterse en mi boca.

De algún modo, conseguí llegar hasta el jardín, pero ahí, me encontré nuevamente en los brazos de Dimitri que me había seguido. Estaba susurrando algo, pero yo no entendía qué, solo sentía su cálido aliento chocando contra mi oído. Había otros pares de manos tocando mi cintura, pero no vi sus rostros. Solo sabía que era Dimitri porque tenía ese extraño acento... esa... esa sobre pronunciación con la letra "r".

Entonces escuché un grito, casi un rugido bestial, el que suena cuando alguien te incrusta un cuchillo en el pecho, y te lo retuerce, y retuerce, mientras observas como te cortan en aún más pedazos. No reconocí las palabras, pero sí la voz. Era la de mi padre. Sentí al mundo liberarme, luego estaba sobre su espalda y me llevaba lejos de ahí, alcancé a ver su automóvil, pero antes de meterme dentro, me dejó tirada prácticamente en el frío suelo, y empezó a gritarme.

—¡Mírate! —decía, con un quiebre desesperado que iba en aumento— ¡Mírate! ¿Por qué? ¡Eres igual a tu madre!

Creo que lo estaba diciendo en japonés, no lo sé. Todo era muy difuso, estaba tan confundida que, no comprendía qué diablos estaba pasando. ¿Dónde estaba, Lucy? Lucy iba a explicarle todo a mi padre, ¿verdad? Él me estaba señalando, ¿qué? ¿Qué tenía? Bajé la mirada, y solo pude darme cuenta de que estaba en ropa interior, tenía dólares en mi sostén. Tenía un rollo de billetes en medio de mis pechos y otros tantos en sujetados en mis bragas.

Volví a mirar a mi padre, su rostro era el vivo retrato de la agonía.

Negó varias veces, con la decepción tiñendo sus ojos, y algo más, algo brillante parecido a lágrimas pero que no pude confirmar, ya que apartó la mirada, y luego tiró al piso el abrigo que me había traído, con rabia, y una patada que lo mandó lejos. Se llevó las manos a la cabeza, por un largo rato se quedó mirando el vacío, y entonces, con movimientos muy lentos, se acuclilló delante de mí, y me contempló, con los ojos bordeados en rojo.

—Quiero ir a casa —me oí susurrar, asustada de su expresión descarnada.

Otro chispazo de dolor apareció en los ojos de mi padre, pero un instante después, estaba poniéndose de pie, recogiendo el abrigo tirado, y recogiéndome a mí para meterme al asiento trasero en silencio.

Mucho más tarde, me enteré de varias cosas: la primera, me habían drogado. La segunda, esa nunca fue, la casa de Lucy y no había existido ninguna pijamada. Tres, yo había estado bailando como una teibolera por más de dos horas y los dólares en mi ropa eran la prueba de ello. Y, por último, mi padre solo me había encontrado antes de que las cosas empeoraran, porque había sido tan amable de viajar hasta la dirección que yo le había indicado, porque la noche era muy fría, y yo había olvidado mi abrigo en casa.

Cuando llegó, se encontró cara a cara con la mentira; me halló ahí, drogada, semidesnuda, y siendo una zorra, tal y como lo era mi madre. Existe cierta cantidad de dolor que un hombre puede soportar, pero, ¿que te rompan el corazón dos veces del mismo modo?, ¿que una linda asiática se gane tu confianza solo para luego humillarte, arrebatarte el honor y pisotear todas tus buenas intenciones? Quedó destrozado, irremediablemente. De seguro pensó que yo solo estaba interesada en su dinero y una vez que lo había obtenido, revelé mi verdadero yo.

¿Y cómo iba a sacarlo de su error? ¿Qué podía decirle que no sonara como una mentira? ¿Qué lo amo? Sí... por eso lo humillé y le causé tantos problemas. ¿Qué me drogaron? ¿Cómo iba a creerme que no fui yo quien realmente lo quería de ese modo? Cuando toda tu vida te han visto como una mentirosa, ¿cómo consigues que las personas dejen de pensar así de ti?

Aún así, es mi padre y supongo... Supongo que en algún nivel, aunque sea muy, muy poquito, me quiere. Ya que pudo haberme devuelto a los brazos de mi madre, pudo haberme repudiado y nadie en Japón lo habría juzgado por ello. Pero, no hizo nada de eso.

Intentó buscar una solución y me encerró aquí, en su lugar, bajo influencia de algunos de sus conocidos más confiables. Así que, ese es el trabajo del instituto, ¿sabe? Encargarse de que yo no me convierta en otra puta como lo es mi madre, aunque no va a ser tan fácil, ya lo vio.

Dimitri me ha seguido hasta aquí y con él, la reputación que injustamente me he ganado. No le mentiré, me pone nerviosa su presencia. ¿Por qué vino? ¿Por qué su padre lo inscribió aquí, al mismo tiempo que lo hizo el mío conmigo? ¿Acaso se ha obsesionado? No me gusta, me da miedo que se acerque a mí y haré lo que sea para defenderme de él. ¿Entiende? Si he de golpearle la cabeza hasta la muerte con una roca, lo haré. Se lo advierto. Manténgalo lejos de mí, o tendrá que lidiar con una asesina, en lugar de con una puta.

Siempre estaré en su contra, se lo puedo jurar. Y en mi cultura, no rompemos los juramentos.

Anexo #6: Drew Tanaka. Confesión Archivada

El contacto frecuente con el padre es esencial.

Efecto de acción y reacción, su comportamiento es equivalente al modo en que se le trate, vigilar su interacción social.

Puede reformarse por su cuenta.

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