10. Sacando todo el dolor
Sofía
—¿Estará bien? —Pregunté.
—Sí, no te preocupes —Dijo la señora Cándida.
—Es que me sorprendió mucho la reacción que tuvo —Comencé a decir—, y con decir mi nombre fue... no sé qué pensar, si es que no quería que estuviera en la habitación en ese momento. No debí entrar.
—Tranquila hija. Quizá fue producto de los sedantes, no creo que Albert se vaya a poner con esas cosas de que no quiere que alguien como tú lo visite.
¿Alguien como yo, a que se refería?
—Pero...
—Ya, ya, de verdad no te preocupes —Me cortó la frase y no supe que más decir.
En ese momento la enfermera venía saliendo de la habitación. Que por recomendación de ella nos dijo que ambas saliéramos mientras ella lo atendía y esperáramos que estuviera tranquilo. Para saber si podríamos pasar de nuevo o no.
—¿Qué pasó? ¿Está bien? ¿Se tranquilizó? —Ataco la madre de Albert a la enfermera, levantándose de las sillas donde estábamos sin dar algún respiro.
—Todo está bien señora, esté tranquila —Dijo y continúo la enfermera—. Lo tuvimos que dar gas tranquilizante, no le hace daño. Pero si relaja sus músculos completamente; podrá escuchar y ver pero quizás un poco borroso. Así que recomiendo que mejor lo dejen descansar hasta una o dos horas que se le pase el efecto del tranquilizante. Pero esta vez solo una va a pasar. No queremos que él se vuelva a alterar y reaccionar de una manera que no queremos. Podrá ser una operación del tobillo, pero que es igual de importante como cualquier otra en cuanto a la recuperación.
—Está bien —Dijo la señora Cándida.
—Bueno, vayan a la sala de espera. Y tengan paciencia, les avisaré cuando puedan pasar.
Vi a la enfermera entrar a la oficina de recepción, se sentó y comenzó a hablar con la recepcionista. Nosotras caminamos a la sala de espera, donde había una madre con un niño y dos señoras mayores juntas al otro lado, esperando noticias de cada uno de sus familiares. Nosotras nos sentamos en medio.
Coloqué mis manos, una tomando la otra. Y la señora Cándida, me tomo una de ellas y la hizo suya, enredándola entre las de ellas. Sabía que estaba nerviosa. Cualquiera lo hubiera estado en ese momento, y más una madre. Amor incomparable.
Ya era de suponerse a quién iban a llamar para cuando Albert se le hubiera pasado el tranquilizante. Así que dispuse a despedirme.
—Bueno señora Cándida, ya me tengo que ir. Usted tiene que quedarse a esperar que Albert despierte. Le da mis saludos, por favor.
—No niña. Espérate. Esperemos que despierte, pasas tu primero para que te vayas tranquila y luego paso yo.
¿Niña? Si Miranda no me hubiera contado mucho como es ella, ya la hubiera dejado hablando sola. Pero mantuve mi calma.
—Emmm bueno. Está bien.
—Bueno vayamos al cafetín un momento mientras hacemos tiempo —Acepté.
Salimos de la clínica y justo a dos calles quedaba un pequeño centro comercial, nos sentamos a tomar un café, ella invitó, a pesar que insistí pagar el mío. También compró unos panecillos y volvimos a la sala de espera de la clínica. Fue fastidioso hacer ese —su— tiempo.
Estuvimos un rato platicando sobre nosotras, conversaciones de mujeres generalizadas. Como a los veinte minutos de haber llegado, la enfermera salió.
—Ya despertó —Dijo.
—Ay qué bueno. ¿Está bien? —Preguntó la señora Cándida.
—Sí, ya está consciente, esta relajado. Solo no puede llevarse emociones fuerte porque pasaría lo mismo que hace rato. Por lo que recomiendo que la señorita no pase —Me lanzó una mirada—. Él se podría alterar, no sé si comprenden.
La señora Cándida me lanzó una mirada como con ojos de perro triste, no sé si la mirada fue sincera o por dentro estaría vitoreando porque sería ella quien lo vería primero de nuevo. El caso que hubiere sido, ya no importaba. Era su madre, yo era solo la desconocida. La enfermera tenía razón, si me veía... podía volverse a alterar por quien sabe qué motivos.
Aún nadie rompía el silencio, la señora Cándida me seguía mirando al igual que la enfermera como esperando que yo me defendiera o dijera algo. Y eso hice:
—No se preocupen por mí. Está bien. Usted tiene razón —Señalé a la enfermera—. Así que mejor me retiro, también tengo cosas que hacer.
—¿Segura? —Preguntó la señora Cándida.
—Sí, segura. Le da mis saludos, por favor —Mientras le sonreí forzadamente.
Como había sido posible que tuve que esperar casi hora y media para esperar y que me dijeran que no podía pasar. Que rabia. Tenían razón, pero igual no quita el que me molestara.
—Bueno, gracias de todos modos por tu compañía, fue grato estar contigo aquí —Me dijo.
—De nada. Siempre en lo que pueda ayudar. Hasta luego —Le tendí la mano, a lo que ella se lanzó a mi cuello y soltó unos cortos sollozos, no entendía por qué. Su hijo ya estaba bien.
—Gracias —Me dijo al oído derecho. Yo solo asentí y di la vuelta, un par de pasos después ya estaba fuera de la sala de espera, camino a mi casa.
Entré a la casa por la puerta de la cocina, abrí el refrigerador y mientras tomaba agua directamente del botellón de agua, escuché unas voces, una era mi madre y la otra era Gisell. Quien sabe cuánto tiempo tendría esperando.
Con la manga del suéter que cargaba en el hombro, limpié el borde del recipiente y lo metí de nuevo en el refrigerador. Caminé a la sala y si, eran ellas dos. Nos saludamos e inmediatamente le dije que me siguiera al cuarto.
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—Ya te dije, dijo mi nombre apenas despertó. Todos nos asustamos por un momento; y más yo que ni sabía porque me nombraba.
—Eso es que le gustas —Dijo Gisell sin semblante alguno.
—Ay por favor, estás loca, él no lo está y además yo no le correspondería. Dije que luego de lo que pasé con Johnny... —Tragué un nudo grueso de nada— lo pensaría mucho. Prefiero prevenir la emoción, que sufrir un atropello. Y no es solo eso, él no me atrae —en enfaticé en el «no».
—Sí, sí, claro, como digas. ¿Hey viste a Lucas en gimnasia? —Cambió la conversación— Está guapísimo.
—¿Si? —Dije para darle pie a la conversación que no quería escuchar en ese momento.
Ella siguió hablando, pero ya mis oídos no estaban atentos a su voz, estaban totalmente concentrados a escuchar mis propios pensamientos. Parecía una jaula de leones dentro de mi cabeza, muchas yo, hablándome al mismo tiempo y sin poder escuchar una a la vez.
Recordé de nuevo que a la mañana siguiente, a partir del mediodía, sería la reunión para el trabajo del profesor. Tenía que ponerme a buscar información ¿O podría no buscar nada y dejar para hacer todo en casa de Albert? Mejor.
Mientras Gisell seguía hablando... mi mente entró en la profunda psique, y sin darme cuenta mi vista cayó en el libro de la biblioteca donde se encontraba esa carta de él. Tuve el deseo de levantarme, dejar a Gisell hablando sola, sacar la carta y llorar, llorar hasta que no sintiera una lágrima más dentro de mí, sacar hasta lo último causado por él. Poder lograr al fin algo que no he hecho en un par de años, quizá el momento se prestaba, pero no. Solo volví a la conversación intentando hacerla más vívida.
—Si lo sé. Esta guapísimo, lastima no he tenido la oportunidad de verlo sin camiseta, estaría como para morirse —Dije.
—Ay Sofía, no sabes de lo que te pierdes.
Ahí estuvimos hablando de varios chicos de la universidad, de los atletas, los nerd —Había algunos guapos— los nuevos, los que estaban a punto de terminar su carrera universitaria, allí entraron hasta profesores, en este caso uno de ellos el que impartía educación física a los de deporte, estaba bien atractivo. No me podía quejar de ello cuando teníamos que ir al gimnasio por cualquier actividad recreativa extracurricular. Y de pronto escuché que ella nombró a quien menos esperé que nombrara: Albert.
—¿Qué? —No pude evitar decir.
—Escuchaste bien, Albert. No es de los guapos, guapos, pero... ¡si tiene lo suyo! ¿No? Sofía.
—Emm... ¿Por qué me lo preguntas? —Dije penosamente, intentando cambiar la conversación y no dar mi respuesta.
—Porque has estado muy cerca de él últimamente, has hablado con él, has ido a su casa y pare de contar quien sabe que otras cosas que aún ni sé —Espetó.
—Pues, si tienes razón en que he compartido un poco más de lo usual con él, pero eso no quiere decir que me lo haya buceado —Respondí.
—Si claro.
—Es en serio.
—¿En serio?
—No —No podía mentirle a una de mis mejor amiga, ella sabía cuándo estaba mintiendo, no siempre, pero si en la mayoría de veces.
—Ves, entonces dime, ¿Qué te parece él?
—Pues, no es del todo feo. Tiene su atractivo o como tú dices "tiene lo suyo" A pesar que lo conozco poco, me inspira ser una buena persona, tiene un buen cuerpo, no tan marcado pero si lo que pediría cualquiera que tenga un flacuchento —Reí y seguí—. Pero bueno sí, eso.
—¿Solo eso? No te creo. Debe de haber algo más que le hayas mirado.
Recordé el roce de sus manos con las mías cuando nos levantamos debajo de aquel árbol. Algo rusticas, pero que lo hacía sentir masculino.
—Bueno —Seguí diciendo—, también el toque de sus manos, son bonitas.
—¿O te gustó que te tocara o tiene bonitas manos? —Preguntó.
—Bueno, bueno, el roce de sus manos, ya para. Deja de hacerme preguntas sobre él, por favor —Mientras me levantaba y caminaba a mirar por la ventana hacia donde estaba un tiempo atrás un pájaro carpintero golpeando mi ventana.
—Ya tranquila, mejor me voy antes que te pongas peor por una tontería —Dijo.
—Es que te pones a preguntar cosas que no sé, somos amigas pero intentas sacarme todas las cosas que pienso porque sí. Si llegara a pasar algo más importante te lo diría.
Quizá no por eso es que se iba, tal vez tenía cosas que hacer, pero siempre buscaba alguna excusa para irse y no quedar como mala amiga. Se levantó y caminó fuera de mi cuarto, escuché sus pasos bajar por las escaleras y la voz de Miranda:
—Gisell ¿Tan rápido te vas, qué pasó?
—Nada, disculpa Miranda me recordé de algunas cosas que tengo que hacer —Si, ellas se tratan con confianza. Seguidamente escuché el sonido de la puerta del frente. Me llegué hasta la ventana y la vi, su silueta dirigiéndose a la acera y caminar hasta no poder verla más. Sin pensarlo avancé a la puerta a presionar el seguro redondo en la perilla de la puerta del cuarto, sabía que Miranda no pensaría mucho en subir a preguntarme qué había sucedido. No era la primera vez que Gisell y yo nos peleábamos por tonterías, seguro no iba a pasar mucho tiempo para que una de las dos le hablara a la otra.
Acerqué mi espalda a la puerta y me deje caer por mi peso lentamente hasta quedar agachada tras la puerta. Enterré mi cabeza en el hueco que se formaba por mis rodillas e hice ese espacio más fuerte ayudándome con mis brazos. Quería soltar todo el sentimiento acumulado. Algo que no había podido liberar de mi interior. Una gran represión de odio y amor.
Algo retumbó suavemente mi espalda, el eco del golpeteo de la mano de Miranda en la puerta.
—Sofía ¿Estás bien?
—Sí. Por favor déjame un momento sola —Respondí.
—Está bien.
Ella bajó y yo me quedé allí en el suelo, no quería llorar. Pero tenía que dejar las lágrimas libres como cuando se libera toda una bandada de aves antes de la ceremonia de un casamiento, de un homenaje, cual fuera la comparación en grande. Pero las tenía que dejar salir, sino me ahogaría con ellas mismas.
Para darles completa libertad, levanté la vista y miré aquel papel de color azul que se asomaba en dicho libro, puesto en la biblioteca. Quería leerlo una vez más como hice aquellas veces luego de haberla recibido, porque solamente no lo creía. No había creído que él me hubiese dejado así tan simplemente y ser tan inmaduro y decírmelo todo a través de una carta, una carta que aún guardo, donde guardo aún el dolor, rencor y amor que sentí por él.
Sentí dudar al principio. Pero me levanté con los ojos cubiertos en lágrimas, que si solo daba un pestañeo, se desataría toda una represa de llanto.
Abrí el libro débilmente y saqué la carta, solo aquello bastó para que comenzara la descarga. Pero esta vez, decidí sacar todo el dolor que tenía dentro y dejarlo salir, esperaba poder vaciarme del todo. Un cobarde que dejó un bello amor solo por irse como si nada. Estaba bien decidida, y lo hice. Lloré como Magdalena, lloré como cuando pierdes un familiar, un amigo, tu mascota más amada. Lloré amargamente. Pero al día siguiente todo estaría mejor y ya poco recordaría dicho dolor.
Me tiré en el suelo,arañando la alfombra bajo de mí, haciendo doler mis uñas. Mi alma. No pude llegar a la cama. No sé cuánto tiempo pasó. Pero me estaba comenzando a sentir mejor, a pesar del dolor interno que aún sentía, lo estaba comenzando a dejar ir... para siempre.
Me había decidido a dejar todo aquello atrás y así fue. Ya no sentía nada. Me sentía inanimada. Ese día tenía que desentenderme inclusive del recuerdo de haberlo olvidado.
Iba a casa de Albert a hacer el trabajo ese final. No tenía ánimos de ir, pero por obligación que más iba a hacer.
Me alisté, poniéndome una blusa marrón un poco holgada con unos jean descoloridos y un poco ajustados que marcaban la silueta perfecta de mis piernas. Sandalias planas, no me quería cansar muy rápido. También busqué mi mochila y metí todo lo necesario. Lápiz, borra, sacapuntas, hojas de una supuesta investigación, un libro que quizá no nos serviría, carpeta, hojas blancas y de rayas, papel bond, entre otras cosas menos importantes como mi maquillaje. Obvio.
Terminando de arreglar todo. Le avisé a Miranda que me iba, le dije que le avisaría cuando ya estuviera terminando, que seguro terminaría temprano. Salí afuera y comencé a caminar, no era tan lejos, pero tampoco tan cerca. Total, caminaría.
Di muchos pasos hasta llegar a la calle donde estaba la casa de Albert. Me sentía un poco nerviosa sin saber por qué. Llegué justo enfrente de su casa, caminé hasta la puerta me alisé el cabello me miré desde los pies, piernas, pechos y el reflejo de mi cara en el vidrio que estaba en la puerta de madera. Estaba bien.
Toqué la puerta, luego el timbre a la derecha. Pasaron unos segundos y escuché una voz que venía de adentro:
—Ya voy.
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