Capítulo 25: Los hijos de la Tierra

Minutos antes de estar dormidos.

Norak impuso todas sus resistencias, pero se rindió en cuanto tuvieron que agarrarle entre cuatro agentes para que no se moviera de la camilla. Una mujer en bata y con una expresión poco agradable se acercó hasta él. Tenía una jeringuilla en la mano. Al siguiente segundo, sintió el puntiagudo dolor y la entrada del líquido que caía por su cuerpo hasta paralizarle.

Sintió que su saliva se volvía espesa, el sudor frío por el miedo se quedaba encerrado en sus poros y sus músculos se volvían de piedra. Aquella relajación que le produjo el fármaco le hizo creer que estaba en trance, pero a pesar de que su cuerpo seguía bloqueado, tenía los cinco sentidos bien puestos en todo lo que sucedía a su alrededor. Por un momento, entornó los ojos y parpadeó varias veces para aclararse la vista. Repasó en su mente los efectos que le produjo el medicamento.

«Boca seca, relajación muscular, bradicardia... Esto tiene que ser un bolo intramuscular de Diazepam», pensó Ryder.

—¿Cuánto le has puesto? —preguntó uno de los agentes.

—Solo un par de miligramos —respondió la mujer—. Tranquilo, puedes soltarle. El efecto durará...

—Di-diez... minutos —balbuceó Norak.

La señora le dirigió una mirada hostil.

—Veo que aún sigue lúcido, señor Ryder. Tiene usted mucho aguante, no se parece mucho a su compañera —contestó ella en un tono severo—. Creo que será mejor que permanezca así. El presidente le quiere bien despierto, al menos... por ahora.

Norak fingió no haber escuchado la sentencia de la matasanos. Desvió su mirada hacia arriba, el techo estaba lleno de luces led que daban más intensidad al color blanco del suelo y las paredes. Eso le cegó la visión por unos segundos, y tras cerrar los ojos, se concentró en el sonido de las ruedas de la camilla, para pronto darse cuenta de que la suya no era la única en atravesar el pasillo. El enfermero volteó la cabeza hasta el lado donde escuchó el ruido de las otras ruedas. Lo primero que vio fue una mano pálida que sobresalía por la barandilla de metal de la camilla, caía en peso lacio por ella y temblaba conforme los agentes empujaban su peso.

—Llévenlos a la sala de pruebas. Avisaré al presidente —murmuró la mujer de forma autoritaria.

El brusco cambio de dirección hacia la izquierda obligó a Norak a ladear su cuello de manera brusca. El leve roce de su nuca contra la almohada le ayudó a recordar el golpe que le dio uno de los seguratas contra la pared del helicóptero. Sintió una vez más la humedad de la sangre, y el escalofrío que se extendió hasta el último extremo de sus huesos. De nuevo, volvió a fijarse en la misma mano que vio antes. Esa vez, entrecerró los ojos para observar un detalle que pasó por alto: llevaba una pulsera de plástico en la muñeca. Tenía color morado, y la apariencia típica de los identificadores del hospital. Él leyó con dificultad el pequeño texto que había en el accesorio: «Laboratorios Krasnodario & Empresa Onyria».

—No... no... —dijo para sí mismo.

Recorrió con la mirada el cuerpo moribundo de la persona que estaba en la otra camilla. No logró verle la cara, pero sí su peculiar cabello rojizo y desaliñado.

—Astride... —susurró Norak, sin obtener respuesta.

Intentó mover la mano, pero algo limitó su movimiento. Alguien había sujetado sus muñecas a la barandilla con unas vendas para inmovilizarle. Se fijó que llevaba puesta la misma pulsera que tenía Astride.

Durante los siguientes minutos, Norak no pudo mantener su concentración atenta en más detalles. Sintió que le cambiaron la postura por la fuerza. Estaba otra vez sentado, y era incómodo notar la presión que le producían todas las abrazaderas que le mantenían inmóvil. Una vez en ese asiento, alguien del personal sanitario se dignó a tratarle la herida que tenía en la nuca.

—Están hechos un asco los dos —dijo un hombre—. ¿Qué hacemos, doctora?

—Hay que curar a ambos, por orden del presidente. La herida del operante Ryder parece reciente. Los seguratas tienen las manos muy largas. Parece que no han escuchado a sus superiores. Cualquier daño que tengan les influirá en la actividad cerebral base que necesitamos para el primer experimento —explicó la misma mujer de antes.

El enfermero, abatido, reconoció la singular bata blanca de la señora, que se aproximó hacia él con cautela. Norak sintió las manos frías de la doctora a través de sus guantes de plástico azules, que le aplicó un poco de lidocaína en polvo. Al instante, la zona dolorida se adormeció mediante un hormigueo hasta que dejó de percibir el tacto. No sintió ni siquiera los cinco puntos de sutura que la doctora le cosió con destreza. Parecía imposible que tan solo un trozo de metal que sobresaliera de un asiento le hubiera hecho tanto daño al chocar contra él.

A Norak no le hizo volver en sí mismo su propio dolor, sino el de Astride. Cuando escuchó los gemidos ahogados de su compañera recuperó la cordura. También oyó las palabras amargas de la doctora que les acompañaba, que tras examinar los tobillos heridos de la científica, anunció un pronóstico poco agradable. Ryder entendió un par de palabras: «hinchado» y «operación». Tal vez tendría alguno de los dos tobillos fracturado, y no era de esperar que esa lesión se produjera en exclusiva por la caída desde la lanzadera, sino por la poca amabilidad que tuvieron los esbirros de Krasnodario al tratarla.

Después de que vendaran la pierna de Astride y unos tipos trajeados insistieran al equipo sanitario que esa urgente operación tendría que esperar, los minutos transcurrieron para Norak como una eternidad llena de preguntas y pocas explicaciones.

—Señor presidente, bienvenido. —Ryder escuchó la voz de la doctora, e incorporó el cuello al instante.

Cuando miró al frente, se encontró con la triunfante sonrisa de Dacio Krasnodario. La mujer continuó su charla con él como un perrito faldero.

—Lamento importunarle con esta situación, señor presidente. Pero aún están demasiado heridos para la versión de prueba en el programa. El dolor de las lesiones afectaría en el sueño inducido y el recuerdo de las imágenes mentales producidas sería traumático. Es una verdadera pena ya que ha venido hasta aquí. Además, estará ocupado, debe realizar su discurso dentro de un rato...

—Tranquila, mi hijo me sustituirá para el discurso. Tengo ganas de dejarle su pequeño momento de gloria. Es un buen chico —respondió Dacio con una voz tranquila.

—Tal vez hay otros chicos mejores que él, de los que usted ni siquiera conoce su existencia. O aún peor, niños inocentes a los que arrebató la oportunidad de vivir —espetó Astridia, no le temblaba la voz a pesar del dolor que sentía, ni siquiera se trabó al decirlo por la dosis del tranquilizante que poco a poco revertía sus efectos.

Krasnodario hizo una seña a todos los integrantes de la habitación para que le dejaran solo con sus nuevos sujetos de prueba.

—Veo que estás luchando para permanecer consciente, Astride. No me ha sorprendido viniendo de ti —contestó el presidente—. Y respecto... a esa referencia que has hecho antes, claro que les conozco. ¿Y sabes qué? Tú tampoco sabes la historia completa de esos cuatro fetos. Una de las niñas sí falleció, pero la otra continúa viva y tal vez la conozcáis entre las paredes de estos laboratorios. Y el otro niño al que tú salvaste... Oh, Astride, qué mal hiciste en intentar ser buena persona y darle la oportunidad de comenzar desde cero. Mi propio hijo conoció a su hermano durante la misión, ese tal Nedi Monter, ese que tenía escrito en los genes que sería un inepto. Era de esperar que su vida no llegara muy lejos. La lanzadera en la que escaparon se estrelló.

Norak soltó una carcajada. Estaba sudando, cada célula de su cuerpo luchaba por expulsar el tranquilizante y encarar a Krasnodario.

—No se pase de listo, señor presidente —gruñó Norak—. Conozco bien a la Nostradamus, he trabajado en ella durante gran parte de mi vida. He salvado muchas vidas en esa nave, ¿sabe? Sé que cuenta con muchos cachivaches y programas para burlar los ataques. No se extrañe al saber que la lanzadera cuenta con algún sistema de seguridad o proyecciones holográficas para dar falsas pistas.

—Había contemplado esa posibilidad —admitió Dacio, aunque había una sombra de duda en sus ojos—. Pero, seamos realistas, los seis operantes que han escapado no acabarán con lo que he construido hasta el día de hoy. Este es mi mundo, les encontraré tarde o temprano. Además, solo tenéis que mirar vuestro estado y deducir cómo estarán vuestros compañeros. ¿Creéis que vuestra revolución en mi contra durará mucho?

—Cómo se nota de la pasta que está usted hecho... Respeta demasiado el eslogan de su partido, y tantas ansias por innovar le están nublando la vista. Usted no recuerda la historia, ¿verdad? No hacen falta millones de personas para iniciar una revolución, solo basta con una. El movimiento se irá propagando por sí solo. A veces, las ideas son más fáciles de contagiar que una enfermedad, señor presidente —replicó Norak.

—Pero vosotros tampoco revisáis la historia, y el resto de este planeta estúpido tampoco lo hace. Si todos revisáramos nuestra historia más a menudo, nos habríamos dado cuenta hace bastante de que la política no es justa y que los políticos no son de fiar. No me culpes de ser así, échale la culpa al pueblo que me ha elegido por darles la cura que tanto esperaban —discutió Dacio.

Ante su respuesta, tan sabia como certera, ninguno de los dos supo contraatacar. La charla había terminado, todo había terminado. Por un segundo, las esperanzas que les quedaban parecieron consumirse entre las paredes blancas de aquel edificio con paradero desconocido. Pero entonces, Dacio abrió una de las compuertas del techo, y todos contemplaron el cielo azul. Ese pequeño cuadrado que les daba la posibilidad de ver el exterior parecía una ventana a otro planeta, a uno nuevo que jamás conocieron. Un mundo donde el aire era puro, se escuchaba el leve trinar de los pájaros y el cielo era una bóveda celeste que no tenía nubes grises ni polvo que tragarse para toserlo después.

—Mirad bien el cielo, esta será la última vez que lo vayáis a ver. Al menos, despiertos —sentenció Dacio—. Después de todo el tiempo que pasaréis dormidos, os aseguro que al despertar no sabréis ni definir la palabra «revolución».

Otro pinchazo. Esa vez fue más profundo. Astridia y Norak estaban tan atentos mirando el cielo que no vieron a los médicos de Dacio entrar en la habitación. Tenían unas vías conectadas, cada uno en su respectivo brazo. Un líquido espeso penetró en sus venas, frío como la sangre de un cadáver.

Norak movió la mano, y antes de que el nuevo fármaco le paralizara por completo, solo tuvo tiempo a rozar los dedos de Astride.

Cuando cerraron los ojos, vieron que no había ningún cielo en sus sueños, tampoco un pasillo blanco que cruzar para no volver, o un portal a otro universo al que pudieran escapar. Solo existía una negrura infinita que les dio el descanso que tanto necesitaban. No recordaban lo que se sentía al estar dormidos.

—Señor presidente —habló Poortun, su guardaespaldas—. El discurso de su hijo comenzará en cinco minutos.

Krasnodario se marchó, y antes de hacerlo miró una vez más el cielo. Se sintió aliviado, estaba seguro de que la atmósfera había consumido a la lanzadera.

Pero se equivocaba.

La totalidad del cielo que vio no se resumía al pequeño trozo que veía a través de la escotilla del techo. El cielo del que se creía dueño era inmenso, y un pequeño trozo de él, apenas perceptible para nadie, lo ocupó una nave llamada Nostradamus II, a la que jamás tendría alcance.

Allí dentro estaban los operantes que buscaban, mejor conocidos como los Primeros Confederados. Estaban atravesando la termosfera, y recibían la señal del último satélite existente allí antes de abandonar la Tierra. Ese canal de contacto les servía para mantener informados a los Confederados de la Base Órgano y también, para ver el discurso de Reiseden Krasnodario. Todos esperaron a que la enorme pantalla de la sala sintonizara la cadena presidencial. Estaban sentados en las confortables camas que les mantendrían criogenizados hasta llegar a Plutón.

Esa situación hizo recordar a Nedi Monter su primera cena tras el Código 3-12 en el Sindicato, pero cuando reflexionó, comprendió que lo que vivió allí no se parecía nada en absoluto a lo que estaba viviendo ahora. Nedi hizo memoria del discurso de Vera, en cuanto su cara apareció en la pantalla todos aplaudieron. No pasó lo mismo cuando vieron a Reiseden. Todos guardaron silencio.

Solo habían pasado menos de cinco días entre un discurso y otro, pero para Nedi transcurrió el lapso de una vida. Habían cambiado demasiado las cosas, incluso él.

Reiseden sonreía con diplomacia, saludando a su público. Se le veía seguro detrás del atril y el diminuto micrófono, en un lugar que solo estaba reservado para los comunicados a la prensa de los presidentes. Tenía el carisma natural para lograr el mismo efecto que su padre sobre las personas. La gente le aplaudía y gritaba su nombre, mientras los comentaristas y reporteros de los telediaros no daban abasto, repetían pletóricos lo emocionados que estaban al conocer por fin al hijo del presidente, que habían ocultado a los medios con tanto recelo durante sus veinte años de edad.

Estimado pueblo terrestre, como diría mi padre...

Nedi se tapó los oídos.

Porque cualquier gran hombre como él, comenzaría un discurso diciéndole a su pueblo que le aprecia por encima de cualquier otra cosa. Mi padre me ha otorgado oportunidades que jamás lograré pagarle, e incluso siendo un niño supe que... él no solo se reservaría todas esas oportunidades maravillosas para mí, también os la daría a todos y cada uno de vosotros. Estos días han sido una batalla contra nosotros mismos, han sido días tristes donde las cifras hablan y no nos dicen nada esperanzador. Han fallecido los hijos de la Tierra, o los nietos y bisnietos. La mayoría de víctimas han sido aquellas que tenían más vida por delante y tanta pobreza en su día a día, que no podían llevarse a la boca la píldora que les haría resistir. Yo también soy un hijo de este planeta, soy hijo de mi padre, soy un hijo con una edad parecida a muchos de los que han fallecido. Pero también soy un superviviente. No he dormido durante cuatro días y medio, pero en ese tiempo, he podido soñar aunque parezca imposible. He soñado con un mundo mejor.

»Y cuando me despierte mañana en la Bona Wutsa, sé que ese sueño estará un poco más cerca de hacerse realidad. Porque sé que mi padre seguirá gobernando la Tierra y conduciéndola hasta la prosperidad que merecemos. Él me ha salvado incontables veces, y os ha salvado a vosotros, a nosotros. Nos ha convertido en sus hijos. Y así me presento ante ustedes hoy, no como Reiseden Krasnodario, sino como el hijo que muchos habitantes de este mundo han perdido. El mismo hijo que tiene muchos años por delante para convertir nuestro hogar en un palacio, y de regalar a los que nos sucedan un futuro mejor.

»Hoy es un día alegre, señoras y señores, padres y madres... Hoy es un día en el que debemos decir orgullosos que somos los hijos de la Tierra.

Tras una oleada de gritos y aplausos, la emisión finalizó. La Nostradamus II atravesó la termosfera. En cuanto entraron en la última capa de la atmósfera, que les abría el camino hasta el espacio exterior, una voz robótica avisaba lo siguiente: «Confederados a las cámaras de criogenización».

—Nedi. —Enzo llamó al chico antes de dormirse—. Que no te avergüence decir cómo te llamas en realidad. Y mucho menos, llamarte «hijo de la Tierra» como tu hermano ha dicho. Todos somos hijos de la Tierra, pero las personas como Reiseden o Dacio, no deberían llamarse nuestros hermanos, ¿entiendes?

Monter se quedó inmóvil.

—No creas que no conozco tu secreto, Nedarien. Yo fui el otro científico que ayudó a Astride para que ingresaras en el Internado Robaffi.

Sin decir nada, Nedi se lanzó hasta los brazos de su compañero, y Enzo le abrazó con fuerza como si se tratara de su hijo.

—Es un honor compartir este viaje con otra de las personas que me salvó —musitó el chico.

Cuando miraron a su alrededor tras compartir una sonrisa, todos sus compañeros dormían bajo las cúpulas de cristal de las cámaras. Enzo y Nedi vieron por última vez la imagen de la Tierra, que se volvía cada vez más pequeña conforme la nave se alejaba. Villalobos le dio una palmada en el hombro antes de descansar por un largo período de tiempo, y Nedi se quedó hipnotizado mirando su planeta.

Esa imagen se quedó grabada en su mente.

—Volveremos a nuestro hogar —dijo, tan convencido que creyó que la propia Tierra le había oído.

Se dirigió hasta la cámara, una sensación agradable se extendió por sus músculos al sentir el tacto blando del colchón. De seguido, la cúpula de cristal le cubrió y un gas con un peculiar olor dulce impregnó el interior. Tras inspirarlo, Nedi cerró los ojos, casi de forma involuntaria.

—Volveremos... a nuestro hogar... —repitió.

La misma imagen de su mundo continuaba intacta en su mente, pero entonces la veía en sus sueños. Estaba seguro de que algún día la contemplaría de nuevo sin estar dormido, sin la necesidad de imaginarla, la observaría en una futura realidad. Sabía que al volver a su hogar, lo haría para salvarlo y decir con orgullo que era un hijo de la Tierra.

¡La historia de los Confederados seguirá en Hipersomnia!

¡Muchísimas gracias por ser parte de los Confederados! Espero verte por el resto de entregas ya disponibles en mi perfil. <3 Me ayudarías mucho si puntuaras esta historia en Goodreads y escribieras tu opinión sobre ella. Aquí el enlace:  https://www.goodreads.com/book/show/34351552-insomnio

¡Nos leemos!

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