Capítulo 14: Errores por duplicado

Treinta y cuatro horas de vigilia.

Kurtis dejó su táser y la pistola reglamentaria sobre la mesa del descuidado laboratorio, al lado de su placa y su identificación como miembro de seguridad del Sindicato. También se quitó el chaleco antibalas y las botas, y se tumbó sobre una camilla que había en la habitación. A pesar de su mal estado, de la dureza de su superficie y el molesto chirrido que producía su estructura con el más mínimo movimiento, el agente Slade sintió como si estuviera tumbado sobre algodón y seda.

Norak le colocó unos electrodos a su amigo para monitorizar sus constantes vitales. Dos sobre las sienes, otras dos sobre los hombros y los restantes sobre sus tobillos. La máquina conectada a los electrodos también absorbía el sudor por las pegatinas para analizar el contenido electrolítico de su fluido corporal. Su cabeza llevaría otros electrodos más pequeños que estaban enchufados en un monitor distinto.

—En serio, ¿qué me estás haciendo? —Kurtis se quejó.

—Tal vez salvarte la vida, o por lo menos hacer el intento... Con esto sabremos cómo evolucionará tu cuerpo tras haber tomado la cura.

—No seas ridículo, Nor. Si me duermo y el Plan Morfeo no funciona, jamás me despertaré. Me importa un bledo correr el riesgo, alguien tenía que hacerlo. Alguno de nosotros tenía que ser el mártir.

—Kurtis, no pienso dejar que te mueras, ¿me oyes? —dijo Norak, y agregó en un tono irónico—: Si querías palmarla, haberlo dicho antes, que me he tirado media hora colocándote todo el cableado este. Ahora que tienes que estar calladito, no paras de abrir la boca. ¿Es que ya te has acostumbrado a no dormir?

—El ser humano puede acostumbrarse a todo si esa es la única forma de sobrevivir —contestó Slade.

El enfermero suspiró, y miró ambas pantallas de la máquina. Las constantes vitales de su amigo aparecían en los monitores, tanto su pulso como su frecuencia respiratoria, además de sus ondas cerebrales. Los cables que colocó sobre su cabeza eran para medir un electroencefalograma. También había unas cifras que se correspondían con los niveles electrolíticos de su sudor. Todo parecía estar dentro de la normalidad, y Norak mantuvo la esperanza. Tocó a su amigo en el hombro, y le lanzó una mirada tranquilizadora. Kurtis la captó, y antes de cerrar los ojos, agarró con fuerza el antebrazo de Norak diciéndole las que, tal vez, podrían ser sus últimas palabras:

—Si no salgo de esta, prométeme que no te rendirás y que cuidarás de los demás, en especial de Astride. Fuimos buenos amigos hace años. Jamás podría olvidarlo. Quiero que me prometas eso. Sé de sobra que este planeta es una mierda, Nor. Pero es nuestra casa.

—Eso está hecho, amigo mío.

—Bien, pues estoy listo —dijo Kurtis. Unas lágrimas perlaron sus ojos, pero ni una gota se arrastró por sus mejillas—. Si no salgo de esta, descansaré como mi madre, mi padre y mi hermana. No es una mala recompensa a cambio de ser un mártir, por lo menos se puede morir en paz. Krasnodario jugó bien sus cartas, ¿verdad? Al fin y al cabo, lo que buscan todos los políticos es el silencio en masa... Así no tienen voces que puedan rebatirles.

Kurtis no sabía qué decir o qué hacer para quitarse la amarga idea de morir de su cabeza. El agente suspiró con fuerza, y confesó en una voz quebrada:

—Estoy aterrorizado, pero no pienso echarme atrás.

—Descansa, Kurtis —murmuró Norak—. Estoy contigo.

Ryder le puso la mano en el hombro a Kurtis, y se sentó en un taburete justo a su lado. Observó cómo su amigo cerraba los ojos, y sus respiraciones se hacían cada vez más pesadas y profundas. Miró el reloj varias veces, y cronometró el lapso de tiempo entre su vigilia y su sueño. Pasaron siete minutos, en absoluto silencio, con una calma sepulcral, como si ambos ya estuvieran dentro de un ataúd. Los dos pensaron que aquellos siete minutos habían sido los más largos de sus vidas.

Kurtis se quedó dormido, y los músculos de su cara se relajaron. Formaron una expresión llena de una quietud apacible, pero también, una inquietante duda. A partir de esos siete minutos, no se sabía si él estaba dormido u muerto. Comenzaría una cuenta atrás hasta un final lleno de paz y silencio.

—¿Qué harás si no reacciona bien a la cura? —La voz de Astridia se escuchó detrás de Norak.

—Por ahora todo va bien. —Norak mantuvo la esperanza—. No ha entrado todavía en la fase IV del sueño, entonces será el momento crítico. Por eso mismo estoy vigilando sus ondas cerebrales. Una vez que llegue a ese punto, hay una forma de mantenerle con vida, aunque experimente el Ataque Somnoliento.

—¿Cuál...?

—Se le puede dejar dormido... para siempre —explicó Norak, y mostró a la doctora una caja de sedantes que había preparado por si ocurría la desgracia.

—¿Inducirle un coma? Eso es lo mismo que matarlo —rebatió Astride—. No cedas ante el aprecio que le tienes, y no te dejes embaucar por la misericordia, ni por la pena que te daría si él muriera. Dejarle hecho un vegetal hasta que se le sequen los sesos y su cuerpo se llene de úlceras es una absoluta crueldad. ¿En qué estás pensando? Deja que la vida siga su curso, y no intervengas en él. La vida tiene un final, y si así está predispuesto, tú no puedes cambiarlo. No somos nadie para hacerlo.

Norak recapacitó por un instante.

—Pero tampoco somos nadie para dejarle morir si hay una posibilidad de mantenerle vivo. No hay nadie que esté por encima de eso, por encima de la vida de un inocente... Ni siquiera tú o yo, ni el Estado lo está.

—¿Una vida que deberá pasar sobre en una cama y comiendo por una sonda? ¿A eso llamas tú vivir? Norak, estar dormido es lo mismo que estar muerto. Asúmelo —discutió Orbon.

Astridia se acercó a Norak para intentar consolarle.

—Sé que es difícil, pero a veces lo más justo es dejar ir a las personas, porque si nos interponemos en sus caminos y vuelven, después no son los mismos. Están muertos, son los fantasmas que se han ido, de los que sobrevive un cuerpo al que miras como si ahí no hubiera nadie.

Norak observó a su Astride, y después, las miradas de ambos se quedaron perdidas en el cuerpo dormido de Kurtis. Sus oídos oyeron unas tranquilas respiraciones que de un momento a otro podían terminar, sus bocas callaron, y dejaron, de forma inconsciente, un doloroso minuto de silencio por la muerte de todas sus ilusiones. La vida tenía un final, y no se podía luchar contra él. La muerte era el enemigo del ser humano desde que nacía.

La tranquilidad del dormido Kurtis se contagió en ellos, y conforme las ondas de su cerebro cambiaban a un estadio de sueño más profundo, la quietud volvía a sustituirse por miedo.

—Es más fácil morir que estar vivo y tener buena salud, ¿te das cuenta? —balbuceó Norak con tristeza.

—Y más difícil aún es concebir a un ser vivo.

A la doctora Orbon le sobresalió el instinto maternal por un instante. Norak no supo cómo reaccionar. Nunca había conocido a Astridia pensando de esa forma, y tuvo curiosidad al respecto, por lo que solo se le ocurrió preguntarle algo más sobre el tema de su hijo.

—Casi diez años y no tenía ni idea de que habías rehecho tu vida. ¿Es que también te casaste? —supuso él.

—Ser madre no es un sinónimo de casarse. Decir eso es... arcaico.

—¿Entonces? ¿Quién fue él?

Ella le lanzó una mirada asesina. Ryder había sido muy condescendiente a la hora de escoger sus palabras, y la gravedad de lo que dijo se incrementó, no solo por la intimidad quebrantada de Astridia, sino porque la respuesta a esa cuestión afectaba de manera directa a su hijo, Tomkei, a la persona que ella más quería en el mundo, incluso más que a ella misma y al orgullo que le producía ser la mejor científica en su campo, además de la futura salvadora del mundo si el Plan Morfeo daba resultado.

—Fue... alguien que aceptó dedicarme el tiempo suficiente. —Astridia le lanzó una pulla a Norak—. Alguien que no tenía que esperar despierta por las noches porque no sabía si no volvería tras una misión en las Zonas Hypo, alguien con quien no era necesario hacer coincidir los planetas para verle.

Astridia se desahogó, y Norak sintió un profundo dolor al saber que cada una de esas palabras iba dirigida a todos los errores que cometió en el pasado.

—Así que fue eso, ¿eh? La falta de tiempo —protestó el enfermero—. Ese pudo ser mi fallo, pero el tuyo fue la falta de motivos. Te fuiste sin decir nada en absoluto. Si hubiéramos hablado esto, ¿no crees que se podría haber solucionado?

—Para qué hablar... Seguro que te costó darte cuenta de que la casa estaba vacía, apenas pasabas tiempo en ella.

—Al principio, siempre pensé que volverías. —Norak confesó lo que sentía—. Después, la esperanza se perdió, pero lo que siento, todavía no se desvanece. Te seguiré queriendo igual, a pesar de los años que pasen, a pesar de que te fueras y los días felices no vuelvan, a pesar de que hicieras el estúpido intento de mentirme.

—¿Mentirte...?

—Sí.

Norak se acercó a Astridia, y habló con ella de un modo amenazante.

—No sabes por lo que he pasado estos últimos años. No tienes ni idea de la incertidumbre que supone que, alguien a quién quieres de verdad, no tenga paradero, y conozcas sus secretos, pero no dónde encontrarle —dijo Norak.

La doctora se fijó en lo mucho que Norak había cambiado, y esa transformación no solo había sido en su aspecto, que entonces lucía demacrado. No como antes, cuando llevaba esa barba tan perfilada y poseía una tez de la que sobresalían por igual la vitalidad y la arrogancia, esas ganas de comerse el mundo. Sin embargo, sus ojos estaban apagados con un ensangrentado y enfermizo color rojo. Esa mirada que antes transmitía ilusión por la vida, pero que en ese momento comunicaba una culpabilidad tan grande, que bastaba con observarle para sentir el ahogante peso encima de una pila de cadáveres.

—Norak. —Astride le nombró como en una sentencia—. Tú lo sabías.

Esa suposición era cierta, y él no sabía cómo reaccionar al respecto. Se quedó callado, apretó la mandíbula para reflejar la tensión que sentía, y ella, ante su silencio, se marchó del laboratorio.

—Por supuesto que lo sabía. —Norak detuvo sus pasos.

Astride se dio la vuelta para volver a encararle. Norak tenía la voz quebrada, y estaba a punto de llorar, pero sus ojos estaban tan secos que ni una lágrima cayó de ellos.

—Te gustaba tomar el pastel de arándanos que nos traía la mujer del casero con una copa de vino de la tienda de la esquina. Te llevaste dos semanas sin probar ni una gota. Eso sin tener en cuenta las carreras que dabas hasta el baño, y te escuchaba vomitar desde fuera —murmuró Norak, aquel recuerdo laceró su alma—. Esperaba que me lo dijeras tú. Pero un día, llegué a casa y sentí como si una parte de mi vida hubiera desaparecido. La casa estaba casi vacía, y tan ordenada, que no parecía nuestro hogar. El olor de la orquídea aún seguía ahí, aunque la maceta tampoco estaba sobre el alféizar de la ventana. Desde ese día, no he vuelto a percibir ese olor. Se me olvidó. Y a veces, el recuerdo de tu cara también se perdía en mi memoria.

La doctora Orbon, resignada, apoyó su espalda sobre la pared. Su cuerpo se resbaló por la superficie vertical poco a poco, hasta que terminó sentada en el frío suelo. Sus manos temblaban, y situó su cabeza sobre sus rodillas.

—El mayor sufrimiento de todos fue que, no sabía qué ibas a hacer, si ibas a abortar, si ibas a tenerlo y permitirías que otro fuera su padre, o si ibas a darle en adopción... No sabía nada, ni siquiera si era niño o niña. Y... —Norak tragó saliva—. Cuando ese día recurriste a mí para que te rescatáramos, vi a un niño de unos ocho años custodiado por un terrorista. Luego te vi a ti. Creí que se me venía el mundo encima al ver que tú eras su madre, y él tenía que ser mi hijo.

Norak se agachó para alcanzar la altura de la doctora, y colocó sus manos a cada lado de la cabeza. Dejó su frente separada por unos centímetros de la suya. Las pestañas de Astride estaban mojadas por sus propias lágrimas, y acariciaron la piel del rostro de Norak mediante una fresca cosquilla. Ella tocó su cuello con la punta de sus dedos, y percibió el calor de su aliento cercano a sus labios.

—Tomkei tiene un lunar idéntico al tuyo justo aquí... —Astride señaló el diminuto punto marrón sobre la piel de Norak, situado justo encima de su clavícula.

Ryder suspiró, y secó las lágrimas de Astride con los puños de su arrugado uniforme.

—No descansaré hasta salvarle —prometió Norak—. No me importa si prefieres ocultarle que soy su padre. Lo único que quiero es que esté a salvo, y sé que tú le mantendrás así. Las cosas han sido de esta forma por ocho años, y no quiero complicarlas.

—Ahora no tenemos la capacidad suficiente para pensar estas cosas, Norak. Es una decisión que va a marcar su vida. Creo que es mejor hablar esto más adelante.

La doctora Orbon actuó con sensatez, y Norak, por enésima vez, tuvo que tragarse sus palabras. La respuesta de Astride fue ambigua, cabían las posibilidades de convertirse en una familia, o también, la de seguir tal y como estaban. Separados. Tal vez, eso era lo mejor, o eso pensaba Norak, pero en su mente cabía otra opción de la que, estaba al cien por cien seguro, le destrozaría tanto a él mismo como a ella. Era la posibilidad de que la familia se formara, y luego se quedara rota. Esa familia podría convertirse solo en una pareja, y que ese niño perdido pero a la vez tan querido, muriera porque no llegaron a tiempo para salvarle.

Fuera cual fuera cualquiera de esas posibilidades, él estaba dispuesto a luchar por mantener a su hijo con vida, aunque perdiera la suya, o aunque volviera a perder a su hijo porque Astride prefiriera no formar una familia.

«Tomkei Ryder Orbon, ojalá pudiera pronunciar ese nombre algún día», pensaba Norak.

—Voy a omitir eso de que tienes razón porque ya te lo he dicho demasiadas veces. Volvamos al trabajo, ¿te parece?

Astride asintió, y cuando volvieron a la habitación, las ondas cerebrales del monitor habían cambiado. Ambos sintieron miedo al ver aquellas ondas moviéndose y dando forma a esas extrañas olas con puntas en forma de espiga sobre el monitor. Eso les hizo pensar que justo ahí estaban personificados todos los miembros de Pesadilla. Las ondas del sueño que dictaban la vigilia y el descanso del ser humano se habían convertido en la información necesaria para interpretar la vida y la muerte. Cuatro ondas que eran el discurso del miedo.

—Joder —maldijo Norak—. Astride, ¡mira las ondas Delta!

—Está entrando en sueño profundo...

Norak y Astridia intercambiaron una mirada repleta de tenacidad. Cada ciclo de sueño podía durar unos noventa minutos, y este ciclo acababa de comenzar. Ya solo quedaban noventa minutos para saber si Kurtis Slade dormiría para siempre, o despertaría siendo el primer humano que sobrevivió al atentado biológico más fuerte de la historia.

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