Capítulo 1 - El asesino juvenil
København - 2016
Estaba claro. Había un asesino en el colegio.
Tal vez si en la escuela hubiesen puesto más atención a las quejas del alumno Fadil Haddad, todo se podría haber evitado desde un principio. O al menos esas eran las suposiciones que se escuchaban en la sala de profesores mientras esperaban la llegada de la policía de investigaciones, casi al cumplirse una hora desde el «accidente».
¿El principal sospechoso? Christoffer Dahl, alumno de último año de secundaria, quien en ese momento se encontraba apartado en una sala esperando a que la policía llegase a interrogarlo. Uno de sus profesores que, según las voces del pasillo, era el que más afecto le tenía, se acercó solo una vez a la puerta y lo escuchó llorar del otro lado. Todos los maestros estaban ya al tanto de la situación, criticando el comportamiento del alumno y asegurando que era algo que se esperaban desde el día que lo conocieron. Él, el señor Bager, de física, era el único que podría haber tenido un comportamiento diferente al resto. Siempre confió en Christoffer y creyó en él, aunque tuviese todo en su contra. Sin embargo, lo único que salió de sus labios tras oírlo sollozar fue un: No creí que fuera capaz de esto.
Y salió de la oficina.
La directora se quedó mirando en silencio la puerta un rato, para luego ordenar unas carpetas blancas y dejarlas sobre la mesa. Su despacho nunca había estado tan lleno de personas y mucho menos de murmullos, como si realmente le temiesen al sujeto que estaba del otro lado de la puerta.
—Aquí tengo todos los papeles del alumno. Seguramente el inspector los solicitará —ya no sabía si hablaba para ella misma o a los demás docentes que estaban a pasos de su escritorio de vidrio, ahora todo desordenado.
En sus treinta años de trabajo, jamás le había tocado escuchar un caso como ese.
—Realmente nunca pensé que él sería capaz de algo así —farfulló, con los ojos ya hinchados de tanto aguantar el llanto —. ¿En qué mundo vivimos, por Dios?
Entonces, una risa irónica. La profesora de química, la única maestra de cabello corto como varón de la escuela, se acercó de brazos cruzados a su mesón. Estaba furiosa, pero podía mantener el control de las líneas de expresión de su angulado rostro.
—¿Nunca lo pensó? ¿En serio? —su tono de voz, a pesar de la situación, seguía sonando severo y ronco al igual que cuando daba sus cátedras. Era conocida como "bruja" por sus estudiantes y la directora Rask siempre había estado de acuerdo con ese apodo en silencio.
—Miranda, yo...
—No, señora Rask —endureció aún más la expresión. La rectora jamás creyó que eso sería posible —. El alumno Dahl fue siempre un atorrante. Era mentiroso, siempre me interrumpía las clases y no dejaba de ser un grano en el trasero.
—Eh, Miranda —el profesor de literatura, un hombre ya bastante mayor, por fin se levantó de su asiento y se acomodó los lentes —. No porque sea un alumno complicado lo vamos a crucificar, ¿o sí?
—Te recuerdo que el estudiante Fadil Haddad va directo a urgencias por culpa suya, Einar. Es un asesino, digamos las cosas como son.
—Fadil aún no está muerto, Miranda —intentó aliviarla Einar, pero fue inútil. Ella estaba muy cabreada.
—No es así. No despertará —apretó sus codos con sus huesudas manos —. Ya verán cuando lleguen los padres de Christoffer. Se las verán conmigo y les diré de una buena vez que su hijo es un payaso que viene a clases a puro hacer acoso escolar.
La directora cerró levemente los ojos. Ya tenía una jaqueca de tanto tiempo que había escuchado quejas en torno al asunto.
—Miranda. Yo me encargaré. Nadie se acercará a Dahl ni a sus padres hasta que arribe la policía.
—Esto es el colmo —caminaba de un lado a otro en la estrecha sala, sin mirar a nadie a los ojos —. A ese chiquillo deberían haberlo expulsado la primera vez que Fadil vino a quejarse de su existencia.
—Son niños, Miranda —dijo la señora Rask, pero ya no le salía la voz. Quería puro llorar.
—No son niños. Si a Dahl lo consideran culpable, tendrá una condena como cualquier otro delincuente.
—Esperen —el profesor de literatura se acomodó los lentes otra vez —. ¿Christoffer ya tiene dieciocho años?
—Así es —alzó la voz y comenzó a caminar discretamente hacia la puerta del pequeño despacho contiguo —. Estuvo de cumpleaños el primer día de clases. ¡Imagínate! No lleva ni dos meses siendo mayor de edad y ya cometió su primer delito.
Entonces, sin que nadie lo hubiese imaginado antes, la maestra de química le dio un golpe con su puño a la puerta y gritó:
—¡Espero que estés contento, lunático! ¡Yo siempre supe que eras peor que la peste negra!
Rápidamente, el profesor de literatura junto al de música la tomaron de los brazos y, por órdenes de la rectora, la sacaron del despacho. Se escucharon gritos, groserías, luego el llanto y finalmente solo ecos. La señora Rask se agarró la frente con la mano y notó que hervía, mientras abría la primera carpeta que tenía a mano y la abría. En la primera página salía el perfil del alumno, con su nombre completo, sus datos familiares y la foto de un joven de cabellos rubios, ojos pardos, pómulos altos y marcados y aura angelical. Nadie se habría imaginado que él habría aventado a propósito a un compañero de clases por la ventana.
¿Y por qué? No se sabía, pero la principal sospecha era el racismo.
—Salgan de la oficina ahora —habló la mujer, parpadeando para luego observar a los profesores que quedaban —. Por favor. Los mantendré al tanto de la situación, pero necesito estar un momento a solas antes de que lleguen los inspectores. Esto se pondrá feo.
Asintieron con sus cabezas en silencio y uno a uno fueron saliendo de la oficina, hablando de la situación en voz baja y de la secreta opinión que tenían de uno de los alumnos más conflictivos de St. Michaels Skole.
Una vez que estuvo sola, intentó aclarar su mente en el silencio de su oficina —que ahora tenía un fuerte olor a encierro y sudor —, pero no pasaron ni diez minutos cuando volvieron a tocar la puerta.
Apresurada, corrió a abrirla y fue ahí cuando vio entrar a dos inspectores, un hombre y una mujer, acompañados de tres policías, un perro pastor alemán y el padre del acusado.
—Déjenme hablar con él, por favor.
—Señor Dahl, manténganse a la distancia, por favor —dijo el policía que llevaba al perro con correa, el cual le ladró al hombre en cuanto lo notó agitado. Hubo forcejeos entre él y los otros dos policías. El padre del acusado llevaba lágrimas en sus pestañas y abría la boca, pero le costaba que salieran palabras legibles de ésta.
—Por favor, Dios santo, debe ser un error. Mi hijo no es capaz de hacer esto, por favor.
En su desesperación por ser escuchado, se arrodilló junto a las piernas del policía más cercano y comenzó a llorar, pegando puñetazos al suelo. La directora les habló a los inspectores en susurros y les permitió entrar a ambos junto al policía del perro que jadeaba, mientras ella se quedaba custodiada por los otros dos y con el padre del muchacho, quien seguía en el suelo, conmocionado.
—Señor Dahl, le tendré que pedir que se siente —intentó tomarlo en brazos, pero era muy pesado para ella —. ¿Quiere un té, señor? ¿O café mejor?
Silencio.
—¿Señor Dahl? ¿Va a venir su mujer?
Pero no hubo más respuestas. Solo llanto e impaciencia, preguntándose qué le harían adentro a su hijo menor.
El frío despacho contiguo era mucho más pequeño de lo que se pensaba. Era conocido como el cuarto de los castigos, donde solo había una mesa, un par de sillas y una ventana en lo alto tan pequeña que no valía la pena mirar a través de ella. Tampoco escapar a través de ésta.
Allí dentro solo se escuchaba la respiración agitada de un estudiante, de espaldas a la puerta. Sus vellos de los brazos se erizaron al momento de sentir la puerta abrirse y las botas del policía dar con fuerza en el piso. Escuchó el olfateo de un perro nervioso y los susurros de una pareja que venían revisando un par de hojas a su nombre. Sabía que estaba perdido.
—¿Christoffer Dahl? —oyó que preguntaba con cierto nerviosismo una mujer, como si estuviese esperando que el joven saltase en cualquier momento sobre ella para asesinarla.
—Soy yo —contestó, moviendo la pierna bajo la mesa. Sentía sus manos sudorosas, los dedos resbaladizos. Quería sentir la calma, pero no le gustaban los encierros ni los interrogatorios. Su cabeza le obligaba a pensar en otras cosas, pero en esa sala no había absolutamente nada ni nadie, por lo que no podía distraerse, aunque quisiera.
Entonces, un hombre y una mujer aparecieron en su campo visual y se sentaron frente a él. El hombre abrió un pequeño maletín y sacó más papeles, pero esta vez que tenían que ver con la Ley, no con él. El policía se mantuvo detrás de él, recto como un roble y con las esposas a la mano y el arma a la vista, en caso de cualquier intento de ataque.
Sus húmedas manos volvieron a temblar y tragó saliva, sabedor de que estaba sudando frío y que, si no se lograba calmar, moriría de un ataque de pánico.
—Ustedes... —no quería llorar, pero estaba por hacerlo —. ¿También creen que soy culpable?
La mujer fue la primera en levantar la cabeza.
—No te estamos culpando, Christoffer. Solo queremos interrogarte y escuchar lo que tienes que decirnos. Así que haznos el favor de decirnos la verdad.
Sintió una lágrima recorrer su mejilla.
—Si usted cree que yo no soy culpable, ¿por qué tiene a un policía detrás de mí y no me deja ver a mi padre?
—Ley pareja no es dura —habló el hombre que estaba medio calvo, antes de que su compañera volviese a hablar en ese tono de madre dulce que detestaba —. Deja de pensar en cosas que son por seguridad y protocolo y abstente a contestarnos si es que quieres salir de esta oficina.
Revolvió sus papeles y luego los reordenó, sin prestar atención a la severa mirada de su compañera. Ya había tratado a cien chicos con problemas de comportamiento y cien casos más de homicidios frustrados, por lo que ese caso no sería diferente, por lo que tampoco iba a tratarlo diferente a un criminal.
—Bien, Christoffer. Tengo tu expediente aquí. De solo mirarlo ya puedo saber qué perfil de persona y estudiante eres en St. Michaels Skole, pero eso no me ayuda tanto a entender este caso —habló el señor, sonriendo falsamente, como si disfrutaste verlo sufrir en esa silla inestable —. Así que mi primera pregunta es, ¿quién es Fadil Haddad y qué relación tienes con él?
Christoffer sintió un nudo en su garganta y un peso tan grande sobre su espalda que creía que iba a desmayarse.
—Soy inocente.
El hombre apretó la mandíbula y los puños a la vez.
—Escucha, Dahl, será mejor que contestes mis preguntas si no quieres partir de aquí escoltado por estos policías con dirección a la prisión más cercana, ¿está bien?
La mujer pelirroja apoyó su mano sobre el antebrazo de su compañero y captó lo tenso que estaba. Le dio un pequeño apretón para que no se exasperara y la conversación volviese a fluir. Se escuchó un suspiro profundo salir de la boca del hombre antes de volver a hablar:
—Te repetiré la pregunta: ¿Quién es Fadil Haddad y qué relación tienes con él?
El sudor cubría casi toda la cara y el cabello rubio de Christoffer. Se miró las manos y vio que temblaba demasiado. Las juntó e intentó mantener la compostura.
—Es un compañero... esa es nuestra relación.
—Hay varios reportes que dicen que Fadil venía constantemente a la dirección escolar a quejarse de ti. ¿Es eso cierto?
—No lo sé.
—¿Lo molestabas?
Se encogió de hombros y el hombre golpeó la mesa con la palma de su mano, sobresaltándolo.
—Aquí no puedes pasarte de listo, ¡eh! No puedes mentirnos.
—Ulrik —intentó calmarlo la mujer.
—No —lo apuntó con su dedo índice cuando sus ojos volvieron a conectarse —. Escúchame, mocoso. Este caso llegará a tribunales en menos de lo que canta un gallo si no cooperas. Ahora, dime, ¿molestabas a Fadil Haddad?
—¡No lo molestaba! —casi sollozó el rubio —. Solo eran bromas.
—¿Bromas? —la mujer por fin habló, mirando sus reportes —. Fadil se refirió a ti como un "bully" la última vez que vino, que fue durante la última semana del mes pasado. Quedó registrado que supuestamente lo molestabas por su etnia, cultura y religión. ¿Es eso cierto?
Ulrik alzó una ceja y se pasó una mano por su pelada, sudando ante el estrés que le estaba causando el joven. Tomó un trago del agua ya servida allí y, en la oscuridad de la pequeña sala, esperó con paciencia y seriedad a que respondiese a tal acusación.
—Como dije, eran bromas.
El fiscal volcó los ojos y comenzó a reír entre dientes, mientras su compañera asentía y abría la boca de nuevo:
—¿Bromas? ¿Acaso no lo llamabas "terrorista"?
—Sí, es cierto, pero todos lo hacían.
—Solo es una broma cuando la persona a la que se la haces también se ríe, Christoffer. Dime, ¿Fadil también se reía cuando lo llamabas y cito: Osama Bin Laden, terrorista maldito, olor a aserrín, ¿hijo de Tutankamón o cara de rata?
Christoffer parpadeó e intentó seguir mirando a la mujer, pero no pudo. Apretó los labios y agachó la cabeza, hundiéndose en su propio uniforme, sin saber qué contestar. El hombre trajeado comenzó a reír otra vez entre dientes.
—Ya lo tenemos —susurró —. Dime, ¿por qué lo molestabas así?
El rubio se lo pensó, a pesar de que no quería. Si era sincero, realmente no recordaba cuándo empezó a molestarlo.
Fadil Haddad era un chico árabe que siempre estuvo ahí. Mentira. No lo estuvo siempre. Había llegado a la escuela hace cinco años desde Arabia Saudita, pero parecía que llevaba allí la vida entera. La piel oscura, la religión, el acento y esos grandes ojos cafés no pasaban desapercibidas al momento de estar rodeado de chicos blancos, todos oriundos de Dinamarca y con un buen pasar. Ninguno de ellos sabía lo que él había pasado, ni cómo era su personalidad, pero eso a nadie le importaba, mucho menos a Christoffer. Para él, Fadil era solo un chico árabe que se equivocó al escoger Dinamarca como su segunda casa.
—No recuerdo cuando comencé a decirle esas cosas —algo anotaron en sus libretas y se sintió presionado, por lo que miró hacia sus trémulos muslos, donde sus pantalones yacían cubiertos de polvo por el arrastre de los profesores a esa oficina en contra de su voluntad —. Pero creo que aumentaron el primer día de clases, cuando el profesor de Lengua nos pidió decir una cosa buena y mala de un compañero a elección suya...
Al profesor se le había ocurrido hacer esa ridícula actividad para forjar lazos perdidos durante el largo verano. Como veía a Christoffer riéndose y haciendo morisquetas con su compañero de puesto, que también resultaba ser su mejor amigo, Daniel, decidió que él empezase la actividad junto a un compañero que resultaba ser todo lo contrario a él: Fadil Haddad.
Cuando los hizo levantarse, se retomaron las burlas. Fadil inmediatamente comenzó a escuchar groserías racistas salir de su boca, mientras sus amigos cercanos hacían aviones de papel y los hacían estrellarse contra cualquier plataforma dura, imitando ataques terroristas del pasado.
—Una cosa buena... —el árabe titubeó y levantó su mirada oscura al chico que mil veces se rio de él en su propia cara. Algo dentro de él comenzó a hervir. Recordaba perfectamente el momento en que ese joven comenzó a meterse en su tranquila y cómoda vida. Ya era difícil para él estar en un país extranjero en contra de su voluntad. Sus padres nunca le habían preguntado su opinión sobre migrar a otro país, escapando de la dictadura de Arabia Saudita. No obstante, tuvo que aceptarlo y pensar que Alá lo ayudaría a salir adelante si era paciente y bondadoso con terceros.
Entonces, apareció él, el rey del desastre. Todos los docentes lo detestaban y pasaba castigado, incluso en la clase de deportes, ya sea por ser desordenado, por no prestar atención, por contestarle a los profesores de manera grosera, por no traer las tareas, por hacerle una broma pesada a otro compañero o por mil razones más. Christoffer Dahl era capaz de todo.
¿Con él? Todo empezó con miradas de lejos, risas silenciosas en clases, notas con dibujos aludiendo a ataques terroristas y mofas escritas en su mesa sobre su aspecto físico. La verdad es que para Christoffer, y para muchos otros, Fadil era el primer árabe que veían en sus vidas diarias. La primera persona en tener una creencia y una cultura tan diferentes y a la vez tan importantes para su vida, que resultaban ser chocantes para el resto.
Sin embargo, había otra cosa que tenía Fadil que lo diferenciaba de todos los demás: Su fuerza y seguridad.
Una cosa que Dahl detestaba de su compañero árabe era que no se veía afectado con nada de lo que dijese. No comprendía cómo podía mantenerse tan fuerte y serio al momento de recibir mofas, como si realmente no le molestasen. Esa excesiva madurez le daban unas ganas de golpearlo en la cara, que no hallaba otra forma de relacionarse con él, más que seguir fastidiándolo, esperando que algún día sus bromas surtiesen efecto y terminase llorando en posición fetal y no repitiéndole: "Algún día Alá sabrá qué hacer contigo".
Entonces, cuando le tocó decir lo bueno y malo de Christoffer, esa persona que lo molestaba para hacerse el gracioso con sus otros amigos racistas, Fadil apretó los puños y, por primera vez, no pudo aguantarse más.
—Voy a decir lo malo primero —respiró hondo ante las caras de sorpresa de sus compañeros —. Dahl es un desalmado.
Expresiones de sorpresa, miradas atónitas hacia el rubio platinado y un profesor sin saber qué responder. Fadil era conocido por todos por ser una persona pacífica. Participaba en muchos voluntariados, rezaba cinco veces al día y cinco en la noche mirando hacia La Meca y era un muy buen estudiante. Jamás alguien lo había visto furioso.
—Así es —repitió con más valor y luego lo apuntó con su dedo índice —. Esta persona es un desgraciado. Creo que jamás podría verle algo bueno. ¡Lo único que hace es molestarme!
Y luego, vinieron las lágrimas. Nadie sabe cuánto tiempo estuvo escondiendo esos sentimientos, pero aquella actividad fue su punto de quiebre y, por primera vez, Christoffer se sintió el ser más repugnante de la Tierra, aunque no podía demostrarlo. En el momento en que huyó a toda velocidad de la sala y vio a sus amigos reírse a carcajadas, supo a qué bando pertenecía. Debía reírse. Debía parecer que no le importaba. En el momento en que demostrase lo contrario, sería su debilidad.
—A pesar de esto, tú... ¿no te detuviste? —indagó la pelirroja, quien tenía un tono de voz dulce de madre, pero Christoffer presentía que también era una víbora.
—No.
—¿Es verdad que dos semanas atrás le colocaste un trapo sucio en su almuerzo?
Asintió. Algo dijo el calvo sobre sus malos actos, pero ya no lo escuchaba. Por primera vez, se arrepintió de sus acciones completamente. Por primera vez, tuvo miedo de las repercusiones.
—¿Por qué lo hacías?
El joven conectó su mirada con la mujer. Su cabello era rojo fuego, pero sus pestañas y cejas eran rubias, lo que le daba un aspecto bastante extraño y alienígena, que hizo que le recorriera un temblor por la columna vertebral.
—No lo sé.
—¿Le tenías envidia porque era el mejor alumno de tu clase?
Se quedó callado. La mujer también, tal vez teniendo fe en que respondería. Sin embargo, el calvo juntó ambas manos sobre la mesa, haciendo a la perfección su papel de inspector.
—¿O eres un racista? —cuando el alumno lo miró, sintió que el orgullo lo invadía —. Dime, Dahl, ¿eres un racista? ¿Tus padres son unos racistas? ¿Te crees Bush ahora o qué?
—Vete a la mierda.
—¡Y así quieres credibilidad! —comenzó a reírse —. Increíble que tengas todavía huevos para contestarme así.
La mujer chasqueó la lengua y miró al joven con algo de pena.
—Dime, Christoffer, ¿qué hacías hoy a las dos de la tarde en punto en la sala de música?
Se encogió de hombros y se mordió el labio inferior un momento.
—Miraba —respiró hondo e intentó mover su cuerpo, pero una fuerza mayor lo obligaba a estar quieto: —Inauguraron el salón de música este año y nos había llegado un aviso de la dirección escolar sobre..., pues... que estaban pensando en cerrarlo.
La administración escolar había recién inaugurado el salón de música hace un mes y medio y ya estaba pensando en cerrarlo para crear una biblioteca nueva o ampliar el laboratorio, ya que nadie la ocupaba nunca. Allí dentro, todo era motas de polvo, instrumentos mal cuidados y silencio. Nunca se escuchó música salir de esa sala.
—¿Y por qué decidiste ir hoy al salón de música y nunca fuiste antes? —curioseó la mujer, inclinándose más sobre la mesa, a pesar de la incomodidad de la posición por tener pechos tan voluminosos.
—El comunicado llegó esta mañana. Por eso quise ir.
—¿Para qué? ¿Acaso tocas algún instrumento? ¿Tienes un fetiche con la música?
—Ulrik.
—Estoy preguntando —lo miró y sintió ira al verlo tan callado y encogido —. Responde, Dahl, que no tenemos todo el día.
El perro pegó un ladrido ante el alza del volumen de voz del inspector y el policía tironeó de su correa para calmarlo. Christoffer suspiró.
—Sí, yo toco la guitarra.
Ulrik abrió inmediatamente el libro de clases.
—Pero... según el libro de clases, tienes alrededor de veinte anotaciones de los años que llevas en la secundaria que son de tu maestro de música. Si leo aquí, me doy cuenta de que nunca llevabas tus materiales a clases y que tampoco participabas en ésta. Eso me deja claro que jamás nadie te vio paseándote con una guitarra por aquí y mucho menos que te interesaba la música.
Christoffer pestañeó dos veces y su manzana de Adán se movió de arriba abajo.
—¿Entonces, Christoffer? —sonrió de lado —. ¿Te has quedado sin argumentos o qué?
—La clase de música me hace perder los nervios. El maestro es un aburrido.
—¿Sueles perder los nervios a menudo?
—¿Qué me quiere decir con eso?
—¿Acaso me equivoco? —el hombre se dirigió a él en un tono que sabría que podría hacerlo enloquecer.
—¡Sí!
Volvió a sentir esa opresión tan desagradable en el pecho y las manos y piernas empezaron a temblarle como en un terremoto.
—De verdad... me gusta la música, yo...—se quedó sin aire y dos lágrimas volvieron a caer —. Yo, de verdad...
El calvo alzó la mano.
—Es suficiente. Las lágrimas de cocodrilo no funcionan conmigo.
La mujer miró a su compañero y luego al chico, que ahora lloraba silenciosamente, encogido en esa silla incómoda, con frío a pesar del sudor y con las manos moviéndose constantemente.
—Christoffer, escucha —la pelirroja intentó usar un volumen bajo y dulce de voz para no agobiarlo más —. Tienes que decirnos la verdad. ¿Por qué subiste a la sala de música a las dos de la tarde?
—Nadie sabe que toco la guitarra —dijo en una voz muy aguda, por culpa de la retención de sus lágrimas. No quería seguir llorando frente a ellos —. Mis amigos y profesores no saben muchas cosas sobre mí.
—¿Por qué habría de creerte? —señaló el hombre, que ahora estaba sentado de lado, releyendo el libro de clases —. Te recuerdo que estás siendo acusado de intento de homicidio frustrado y... si tu compañero muere mientras es atendido en urgencia, será intento de homicidio.
Christoffer mantuvo los ojos muy abiertos y los labios fruncidos, sin saber si volver a llorar o gritar hasta quedarse sin voz.
—Así que, si yo fuera tú, cooperaría para que la pena de cárcel fuera menos años.
El muchacho se inclinó sobre la mesa, desesperado, alertando al policía y asustando a ambos inspectores.
—Tiene que creerme, se lo suplico, señor.
—Siéntate bien —le ordenó con firmeza el policía, quien no había hablado ni movido un músculo durante todo ese rato. Lo agarró del antebrazo y tiró de él hacia atrás. El perro volvió a ladrar —. Vamos, muévete si es que no quieres que te espose.
El muchacho volvió a llorar.
—Nadie va a creerte si no cooperas —dijo Ulrik, empujándolo hacia atrás —. En la corte ganan las pruebas, no los llantos.
Por fin el chico se sentó y se tapó la cara con ambas manos, sollozando.
—Aún no hemos terminado, Christoffer —la mujer habló otra vez, tranquila como siempre, mientras su compañero se tomaba con nerviosismo todo el contenido que quedaba del vaso de vidrio —. Dime, ¿por qué a las dos de la tarde?
—Porque es el horario de almuerzo. Nadie iba a verme subir allí.
—Eso suena sospechoso —interrumpió el hombre, anotándolo en su libreta con cierta rudeza —. Creo que estamos claros, Simone, que estamos frente a un mitómano.
—¡No estoy mintiendo! —alzó la voz el chico, sintiendo su mandíbula temblar.
—No me alces la voz, muchacho. Además, las preguntas y los juicios de valor aquí los hago yo.
Simone parecía tener una mirada de querer descifrar al alumno, pero algo se lo impedía.
—¿Qué hiciste cuando llegaste a la sala de música? —se atrevió a preguntar con aires de desconfianza.
Christoffer se pasó una mano por el cuello hasta la nuca y notó que estaba congelado y húmedo.
—Me llamó la atención las condiciones en la que estaban los instrumentos y la sala en sí. Estaba muy sucia y oscura...
La sala de música se encontraba en el cuarto piso, con las ventanas dando hacia el patio central. Era amplia, pero estaba descuidada. Recordaba perfectamente que lo primero que hizo fue parpadear ante el polvo y la poca luz que entraba por las ventanas, a través de los huecos que dejaban las cortinas azul marino mal colocadas. Allí solo había una batería a la que le faltaban los platillos, una guitarra con dos cuerdas menos, un par de micrófonos y algunos libros de música. Pero, por, sobre todo, mucho polvo.
—¿Todo estaba muy sucio? —preguntó la mujer, imaginando que podría haber visto sangre que cambiase el rumbo de la historia.
—Mucho polvo y un aroma extraño en el ambiente, como a humo. Nada fuera de lo común en realidad. Allí no había nada ni nadie.
Simone se mostró decepcionada y miró una vez más a su colega, que ya no se mostraba ni una pizca de interesado en lo que Christoffer contaba.
—¿Qué fue lo que hiciste allí? —preguntó ella.
Intentó recapitular, a pesar de lo complicado que le era pensar al saber que la gente lo miraba como si se tratase de un nuevo Joseph Stalin. Cerró los ojos y los apretó, volviendo a ver las imágenes de sus vagos recuerdos en su cabeza. Recordó haber alzado la mirada al techo y luego a los instrumentos solitarios y descuidados, que lo llamaban a acariciarlos. Sonrió a medias y se acercó dando pasos cautelosos y pausados, pensando en una melodía de esas canciones lentas que tanto le gustaban y que en realidad nadie lo sabía. Ni siquiera sus hermanos mayores.
Entre los haces de luz, parte de su rostro se iluminó al momento en que iba a alcanzar una de las cuerdas de la guitarra para notar qué tan desafinada estaba. En ese momento, sintió un desliz y un grito desgarró el aire, cayendo al vacío. Sus ojos se abrieron de par en par y su corazón se detuvo en su garganta cuando se giró hacia la ventana abierta, donde no había nadie, pero se escuchó un fuerte golpe que venía de abajo.
—Dime, ¿no viste a nadie ahí?
La mujer había fruncido el ceño ante su historia. Sabía que ya no le creía.
—Es verdad. Yo no vi a nadie.
El señor, que ya estaba colmando la paciencia del alumno, comenzó a reír por enésima vez.
—¡Es ilógico! ¿Cómo me vas a decir que no viste que Fadil Haddad estaba en esa sala contigo?
—Estoy diciendo la verdad. Jamás lo vi dentro de la sala de música. ¡Creí que estaba solo!
—Esto es ridículo —rebuscó entre sus hojas y finalmente deslizó con prepotencia una a través de la blanca mesa para que él también la viera —. Mira esto. Uno de tus profesores recopiló lo que dijeron los testigos. Todos ellos aseguraron que te vieron a ti empujándolo al vacío.
—¡Eso es mentira!
—¿Por qué habría de creerte, muchacho? ¡¿Eh?! ¡Mira la cantidad de alumnos que te culpan! Hay mucha evidencia en tu contra. Nunca participaste en la clase de música. Tus profesores solo tienen malos comentarios sobre ti y molestabas a Fadil llamándolo terrorista, golpeándolo, excluyéndolo.
Le quitó la hoja de un zarpazo y la guardó en su carpeta y acto seguido en su maletín.
—¡Esto es una injusticia! —chilló el muchacho, haciendo reír al hombre.
—¡La vida no es justa! Porque mientras algunos nacen para ser los reyes del mundo, otros pasan su vida entera en la oscuridad —Agachó un poco el mentón y su mirada de villano se acentuó ante el muchacho con cara de deprimido y que mantenía la boca abierta como si no se creyese todo lo que le estaba ocurriendo aún —..., rogando por las sobras que echas al suelo.
Christoffer lo miró entonces como si tuviese todavía la esperanza de que el señor lo comprendiera.
—Quedó muy claro quién es el verdadero terrorista aquí, Christoffer Herman Dahl.
Se levantó.
—Desde ahora vas a quedar con arresto domiciliario mientras dure la investigación —Christoffer pudo ver cómo relucía la placa de fiscal en su impecable traje gris —. Tienes derecho a guardar silencio y a contratar a un abogado para el juicio de la próxima semana, donde se te interrogará frente a un juez como principal sospechoso del intento de homicidio frustrado hacia Fadil Haddad.
Hundido en sus propias lágrimas, Christoffer se levantó e intentó afirmarlo de los brazos para que lo entendiera.
—Yo solo me asomé por el alféizar. Estaba tan sorprendido como todos ellos.
—Suéltame —le ordenó Ulrik con severidad, aunque podía ver el temor en sus ojos. Pudo leer en ellos que ya lo trataba como a un tarado y un criminal.
El policía intervino por segunda vez y lo asió de los brazos a la fuerza mientras el chico de dieciocho años pataleaba en el aire y el perro no dejaba de ladrar.
—¡Tiene que creerme! —gritó con toda la potencia que sus pulmones le permitieron para que todo el mundo lo escuchase.
—Ya llévenselo —chilló Ulrik, acomodándose la chaqueta con nerviosismo, como si hubiese creído que era capaz de atacarlo —. Y revisen que no tenga armas en los bolsillos o en su mochila.
Simone se acercó y le entregó su vaso de agua a Ulrik, viendo cómo, a duras penas, el policía abría la puerta sin soltar al muchacho y lo arrastraba hacia la oficina de la directora, allí donde todos esperaban con impaciencia y dolor.
El padre de Christoffer, quien al parecer estaba más tranquilo que cuando llegó, se levantó de inmediato y abrió la boca al ver cómo lo llevaban a rastras. Su hijo tenía su rostro morado por la fuerza descomunal que estaba ejerciendo para soltarse, pero el hombre era mucho más fuerte y por nada del mundo lo dejaría caer. Era su trabajo.
—¿Qué van a hacerle? —intentó interponerse, pero los otros policías que habían aguardado junto a él en todo momento se colocaron en su camino con rapidez —. ¡Suéltenlo! Por favor, es solo un crío. ¡Déjenlo!
—Se van ambos escoltados a la patrulla ahora —habló el policía que agarraba a Christoffer, quien había colocado bruscamente su mano sobre su boca para que dejara de gritar. Aun así, aguantaba las mordidas que el chico estaba intentando darle para escapar —. Su hijo quedará sí o sí con arresto domiciliario mientras dure la investigación y el juicio —esposó al joven en contra de su voluntad, a pesar de sus gritos —. Tiene derecho a guardar silencio y contratar un abogado. Le recuerdo que él ya es mayor de edad. Podría arriesgar hasta treinta años de cárcel o más.
Dicho esto, lo agarró de la sudorosa camisa de la escuela y se lo llevó a la patrulla que los esperaba afuera, ignorando las blasfemias que salían de su boca, insultando a todos quienes no creyeron su versión. Su padre quiso dar las gracias, pero no pudo. Tomó su gorro y su chaqueta y salió corriendo tras los policías.
—¿Quién fue quien llamó primero a la policía? —interrumpió el silencio Simone, cuando los gritos del acusado ya no se oían. La directora tembló, de pie junto a su mesón y movió las manos para explicarse.
—Una de nuestras alumnas informó a la policía que un chico había sido empujado del cuarto piso y se encontraba inconsciente y con varias fracturas.
La mujer asintió, pensativa. Tenía una cara de no sentir ninguna emoción.
—Y... Christoffer... ¿solo tiene a su padre?
Ulrik volcó los ojos. Lo que menos quería era oír ese nombre otra vez.
—No —contestó la directora, con la lengua trabada por miedo a cometer un error —. Tienes dos hermanos mayores. Tenía una hermana menor, pero falleció hace un par de años.
—¿Sabe cómo?
La rectora Rask tragó saliva con dificultad. Le dolía mucho la cabeza.
—Un accidente automovilístico. Eso también causó el divorcio de sus padres.
—¿Por eso la madre no se apareció?
La mujer, que se conservaba bien a pesar de tener casi sesenta años, se encogió de hombros.
—Todo lo que sabemos es que tras el divorcio, ella desapareció. Creo que se fue a vivir a otra ciudad dentro de Dinamarca —sus labios formaron una expresión de lamento —. Christoffer no habla mucho de eso. ¿Por qué quiere saber?
—Estoy intentando entender su personalidad —miró a su compañero y notó que ponía los ojos en blanco —. Ulrik no le tiene nada de fe.
—Eso es porque es un delincuente —aseguró, prendiendo un cigarro a pesar de saber que podría molestarles y que estaba prohibido —. ¿Sabe con cuántos chicos me he topado con las mismas historias inconsistentes que la de él? ¡He tenido como mil casos! Mi carrera entera. Así que no me vengan con la ridiculez de que él es diferente. Si el compañero se muere sin dar su testimonio, él se va a la cárcel. Así de simple.
Se rascó el puente de su nariz aguileña y, despidiéndose entre dientes por culpa del cigarro, salió de la sala sin mirar atrás. La mujer pelirroja miró una vez más a la directora y le sonrió sutilmente, aunque la señora no pudo responderle de la misma manera. Quiso ofrecerle un té o café, pero los tacones de la fiscal resonaron en el níveo suelo antes de que siquiera pudiese abrir la boca. Para cuando comenzó a realmente entender qué era lo que había sucedido en las últimas dos horas de ese martes, la escuela ya estaba en completo silencio y solo quedaba esperar el llamado de la clínica para saber si Fadil Haddad había sobrevivido o no a la caída.
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Bueno, esta es una nueva historia. Si bien es una historia que trata un tema policial-suspenso, también cuenta con importantes reflexiones sobre el amor y la amistad, especialmente haciendo una crítica social a lo que es la homofobia y la discriminación. La historia transcurre en la capital de Dinamarca y se enfoca en la vida de Christoffer Dahl.
Dicho esto, espero que disfruten mi novela. El joven que aparece al principio es lo más parecido a como es Christoffer en mi imaginación (por el color de cabello y tipo de corte de pelo).
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