Capítulo Treinta y Dos

Al ser un hada de fuego tenía poder, demasiado, tanto que ni yo misma sabía qué hacer con él. Poco a poco con lo que iba sabiendo, no gracias a mi madre, podía llegar a entender la importancia y relevancia que podía tener.

Por eso me perseguían, querían utilizarme; hacerse más fuerte contra sus enemigos o contra su misma especie a mi costa.

Pero yo no dejaba de ser un hada de fuego más no era única ni especial. Solo era una más. Una de las muchas que habían habido antes de que yo naciera y que habría después.

¿Por qué venían a por mí y no fueron a por las otras en su momento? ¿Era porque yo estaba sola? ¿Porque no estaba con otras hadas en un reino? ¿Porque me veían más débil que otras? ¿Porque no controlaba mis poderes y era una presa más fácil?

O quizá había algo más, algo que no sabía y que tendría que poner a la lista de cosas que me quedaban por saber y que probablemente no sabría nunca.

Lo único que quería era justicia y cambiar mi posición de víctima a verdugo para poder acabar una vez por todas de esta situación en la que me encontraba, que odiaba.

Después de la confesión sobre mi importancia, empezamos a plantear posibles hipótesis de dónde podían encontrarse los vampiros gobernantes con un mapa de la ciudad delante.

—Lo más probable es que se encuentren ahora mismo en una zona cercana a esta. —Con un lápiz hizo un círculo en el mapa—. O a esta —señaló otra justo al lado creando un empaquetamiento de figuras geométricas.

—¿Por qué? ¿Cómo lo sabe? —Lo daba por hecho y a mí me sorprendió, sabía que era listo, pero esto era demasiado.

—He hecho investigaciones, Aerith. Ha habido más ataques a humanos en estas zonas. Mucha gente que no recuerda lo que le ha pasado. Sin embargo, tienen marcas en algún lugar de su cuerpo de dientes, huele más a sangre de lo que debería y hay restos en el suelo.

—¿Es casualidad que ambas zonas estén cerca del hospital? —No pude evitar fijarme que estaba en el centro de los dos círculos que había dibujado.

—No, no es casualidad —sonrió como si no se esperase que me diera cuenta de ese detalle—. En el hospital también han detectado ciertas... irregularidades. Faltan bolsas de sangre de su banco, por eso creo que están en esta zona. Si es cierto que hay un gobernante aquí, no se arriesgarán a ir ellos mismos a por sangre, enviarán a alguien a por ella, un vasallo, un vampiro no importante que tiene que servirlo quieran o no. Les es igual que mueran en el intento.

—¿No tendrán a un alimentador? Me dijo que estos podían ofrecer su sangre a otros vampiros. Así pasarían mucho más desapercibidos.

—Puede que lo tengan, sí. Pero la sangre humana siempre es mucho más... —suspiró mientras buscaba la palabra adecuada—... apetitosa, tiene mejor sabor y nos da más poder. La sangre de vampiro no tiene gusto, es solo espesa, sin más, cumple su función, alimentarnos y ya. Por eso me alimento de sangre humana, aunque creo que hay una sangre que me gustaría mucho más que la que tomo.

Lo último lo dijo con cierto tono jocoso y me guiñó un ojo.

—No sé si quiero saber la respuesta a eso —murmuré porque recordaba como había comentado que mi aroma para él era delicioso. El más exquisito que había olido nunca y que eso hacía que mi sangre le llamase mucho la atención.

—No quieres saberla porque ya la conoces —volvió a sonreír—. Tu sangre es la que más me llama en el mundo. Pero, como te he dicho más de una vez, no te haré daño Aerith. No te morderé ni nada parecido aunque la tentación sea grande. Puedes confiar en mí.

—¿Y si yo le pidiese que me mordiera?

Las palabras salieron de mi boca sin ni siquiera pensarlas, como si hubiera pensado en voz alta.

—¿Por qué me pedirías eso? Sería una locura, Aerith.

Sí, lo era. Sin embargo, cuando estuvo tan débil de inmediato necesitó sangre, en una hipotética situación en la que estuviésemos luchando contra vampiros y lo hiriesen yo sería la única fuente de sangre posible... y con tal de que ambos saliéramos con vida estaría dispuesta a que bebiera de mí. Todo para obtener lo que yo quería, para mi propio beneficio.

—¿Y si se diera la situación? —insistí mientras le miré directamente a los ojos.

—Aerith...

—Es una respuesta simple, señor Fitzgerald. Sí o no.

Era mi impaciencia y tozudez la que estaba hablando por mí. Era una pregunta incómoda que la respuesta podía generar aún más tensión entre ambos.

—No lo sé, Aerith. No puedo responder a algo que ni yo mismo sé. Porque pese a que me sé controlar quizá no podría parar... y no quiero hacerte daño —repitió—. No sé qué responder a tu pregunta.

Suspiré, no me había resuelto la duda. Su respuesta no era nada concreta, muy vaga y general.

—De acuerdo, sigamos —pedí apartando la mirada.

Entre todas esas zonas hicimos una lista con los sitios más probables en los que creíamos que podían estar los vampiros gobernantes y ahí era dónde empezaríamos a buscar. Si fuera por mí empezaríamos hoy mismo, pero el señor Fitzgerald no pensaba de la misma forma.

—Te llevaré a tu casa —sentenció con voz firma—. Es tarde y si hoy te han atacado tu madre querrá saber si estás bien.

—Ni siquiera sabrá que me han atacado. Ni creo que le importe.

No me apetecía regresar a mi casa, me sentía atrapada en una red de mentiras que solo beneficiaban a mi madre.

—La familia es muy importante, no la valoras hasta que la pierdes.

—¿Habla por experiencia propia?

—Eso es lo de menos, a veces hay que ceder un poco y...

—La familia no debería mentirse la una a la otra —susurré llena de rabia—. Porque así pierdes la confianza en ellos. Se supone que la familia no te falla, que está ahí para todo. Y que no te miente. Mi madre no deja de mentirme.

—A la familia se le perdona todo... o casi todo —puntualizó con el ceño fruncido—. Siempre hay cosas que no se pueden perdonar por mucho que lo intentes. Y no es tu caso, Aerith.

—¿De nuevo haciendo una referencia a una experiencia propia? ¿Le sucedió algo así cuando su familia estaba viva?

El señor Fitzgerald apretó los labios y frunció de forma leve el ceño.

Pero no me contó lo que le pasaba por la cabeza, se lo guardo para sí.

—No quieras distraerme más —comentó y se rio—. Te conozco y sé que lo haces.

—¿Sabe? —empecé con algo de duda—. Tengo la sensación de que se calla muchas cosas.

—No son mentiras, no te oculto nada que te concierna —explicó—. Soy muy reservado con mi pasado. —Asentí, me había dado cuenta de ello—. Aerith. —En el trayecto hacia mi casa el señor Fitzgerald llamó mi atención. Quizá porque había permanecido en silencio mirando por la ventana buscando qué decirle a mi madre en el caso de que me preguntase acerca del ataque—. ¿Estás segura de lo que quieres hacer?

—¿A qué se refiere? —me hice la despistada, era muy obvio.

—A lo que hemos estado hablando antes. Entenderé que cambies de idea, que lo pienses mejor y...

—No cambiaré de opinión, no se preocupe por eso —aseguré con voz firme—. Tengo muy claro lo que quiero y el porqué lo quiero.

—Te mandaré un mensaje mañana para que nos reunamos en un punto concreto. No te dejaré ir sola hasta allí porque puede ser peligroso.

En ese momento, al volver a mirar por la ventana me di cuenta de que ya estábamos al lado de mi casa. El señor Fitzgerald había parado el coche en el lugar donde siempre lo hacía. Nunca se acercaba más y eso me extrañaba, nunca lo había visto cerca de mi casa.

—¿Puedo preguntarle algo?

—Claro que puedes, Aerith. Tú puedes preguntarme lo que sea.

—¿Por qué nunca se acerca a mi casa?

Él se rio y se rascó la barba para luego mirarme aún carcajeándose.

—No puedo acercarme a tu casa, Aerith. ¿No lo sabías?

—No. ¿Es algo característico de los vampiros?

—A veces se me olvida que no sabes nada, o casi nada, ya que yo intento resolverte tus dudas. Tu casa esta protegida por un hechizo muy antiguo de magia élfica. —Otra cosa que añadir a la casi interminable lista de temas que desconozco. Los elfos, que aún no me había encontrado con ninguno, protegían mi casa. ¿Habría sido petición de mi madre o el padre de Blake había tenido un papel en ello como alfa de una manada de hombres lobo?—. Por tu cara tampoco sabías nada acerca de eso —apuntilló el señor Fitzgerald—. Tu madre debe tener muy buenos contactos para que un elfo haya accedido a hacer este tipo de hechizos.

—¿Cómo sabe que hay un hechizo? ¿Se ve? Porque si es así yo no...

—No se ve, pero se siente —explicó—. Por mucho que quiera. no puedo acercarme más a tu casa. Por decirlo de alguna manera, es como una barrera, hay una alrededor de tu casa. Ninguna criatura sobrenatural puede entrar más allá a partir de este punto.

—Eso no es cierto —le corregí de forma rápida—. Porque...

—Aerith, no me has dejado acabar. El hechizo está ligado a la que es la propietaria de la casa, tu madre. Si tu madre conoce a una criatura sobrenatural puede pasar a través del hechizo, aunque para entrar siempre tienen que tener permiso. Así es como funciona la magia élfica.

—¿Y hay una manera de romper ese hechizo?

—Solo una. La muerte del que ha realizado el hechizo. ¿Alguna pregunta más?

—No. Buenas noches, señor Fitzgerald.

—Buenas noches, Aerith.

—Y gracias por todo —susurré antes de cerrar la puerta de su coche, sacándole una sonrisa que vi de reojo a través del retrovisor.

Caminé de forma pausada y lenta recorriendo lo que quedaba hasta mi casa. No sabía cómo iba a reaccionar si mi madre me avasallaba o me mentía de nuevo, porque no quería volver a perder el control delante de ella. Así que inhalé y exhalé durante unos segundos antes de cruzar la puerta.

—¿Se puede saber dónde estabas? —Mi madre estaba sentada en una de las sillas de la cocina con una taza humeante entre las manos. Todas las luces estaban apagadas por lo que si estaba ahí es que me estaba esperando.

—Fuera —contesté muy seca.

—Eso ya lo sabía. ¿Dónde estabas y con quién? Porque con Blake no.

—¿Y eso cómo lo sabes? Me has visto irme con él.

—Lo sé. Y también sé que él ha venido a buscarte mucho más tarde para hablar contigo. Estaba destrozado, Aerith. ¿Qué le has hecho? Es un gran chico y le importas mucho, más de lo que te llegas a imaginar.

—¿Hablas en serio? —No podía creerme la actitud de mi madre. Me estaba culpando a mí—. ¿Tengo que haberle hecho yo algo? ¿No puede ser al revés?

—Tú no has visto cómo estaba. Tenía los ojos rojos de haber llorado y le ha costado retener las lágrimas mientras estaba hablando conmigo. No estabas con él, ni tampoco con Lydia, la he llamado. Así que dime, ¿con quién estabas?

—¿Tengo que contestar? —ella asintió—. Entonces supongo que puedo mentirte como tú haces. Otra mentira más a la lista que he descubierto, mamá. Deberías sentirte orgullosa de mí y de lo lista que soy.

—No sé de qué estás hablando. —Apartó la mirada y se centró en su taza humeante para dar un largo sorbo.

—Blake es un hombre lobo, no obstante, tú lo sabías, mamá. Está más que claro que lo sabías. Tú lo sabías todo

—Aerith... —intentó decir pero no la dejé.

—Vinimos a esta ciudad porque tú quisiste y sé que no fue casualidad. No existen las casualidades. Viniste porque tú y el señor Lycaon os conocíais de antes y él tenía que darte el permiso para venir, ellos controlan West Salem, me lo contó Blake. Y yo me pregunto, ¿a cambio de qué?

—No te entiendo, Aerith.

—Nadie acepta una condición sin querer algo a cambio. Solo quiero saber qué fue lo que pidió el señor Lycaon para dejar que viniésemos.

—No me pidió nada.

—Mientes de nuevo —sonreí y negué con la cabeza—. ¿Qué fue? ¿Poder? ¿Querer utilizarme para sus fines bélicos y así derrotar a sus enemigos? Porque claro con un hada de fuego de tu parte todo es mucho más fácil.

—¿Quién te está metiendo esas ideas en la cabeza? —expresó, incrédula.

—Nadie. Es solo que todo me parece muy extraño —comenté con mucha ironía—. De un día para otro Blake empezó a hablarme como si fuésemos amigos de siempre. Quizá fue idea tuya, o quizá de su padre. ¿No dicen que mantengas cerca a tus amigos pero más aún a tus enemigos?

—Deja de decir tonterías. Blake no se acercó a ti por lo que tú crees. Se acercó a ti porque quería hacerlo. No dudes de él.

—¿Qué te pidió a cambio el señor Lycaon? —insistí de nuevo.

—No puedo decírtelo —susurró y volvió a bajar la mirada—. No puedo hacerlo de verdad, no insistas.

—Estoy más que acostumbrada a eso, mamá. Nada nuevo. Otra mentira más.

—Aerith... —Estaba intentando ser conciliadora, calmarme.

Pero no era necesario, pese a la rabia que tenía y lo enfadada que estaba no sentí que estuviera perdiendo el control. Estaba bastante tranquila. Lo más probable era que me hubiese acostumbrado a que me mintiese y ya ni me afectaba.

—¿Magia élfica? —seguí reprochándole—. ¿Desde cuándo conoces a un elfo? ¿O es el señor Lycaon el que lo conoce?

—¿Cómo sabes eso? Tú no puedes detectar el hechizo. ¿Con quién estás hablando, Aerith? No deberías confiar en gente que no conoces. Solo los Lycaon son de confianza.

—¿Y en ti sí puedo confiar? —contraataqué—. ¿En una persona que no para de mentirme? —resoplé porque estaba cansada de esta situación—. ¿Alguna vez me has dicho la verdad?

—No dudes de eso... —pidió—. Si te miento es para protegerte, parece que no lo entiendes. El hechizo de magia élfica es para que nadie pueda entrar a por ti. Para mantenerte segura. Confía en mí, Aerith.

—¿Y no podías decírmelo?

—Creía que no era necesario, no te influía de forma directa. No tenías motivos para saberlo, estabas segura y ya.

—Siempre lo mismo. Lo hago para protegerte, no creía que fuese necesario... ¡Estoy harta! —chillé—. Cuando estoy en casa me siento prisionera, encerrada. Y todo por tu culpa, mamá.

—No seas tan emocional. Te he dicho más de una vez que intento protegerte, y no lo entiendes o no quieres hacerlo.

—¡No necesito que me protejas! —espeté, cansada de su actitud pasiva—. Lo único que necesito es la verdad. Solo quiero saber la verdad —remarqué—. ¿Qué influía en mi protección que supiese que Blake era un hombre lobo? Porque yo creo que nada, que era una mentira que no era necesaria. ¿Sabes cómo me siento con respecto a eso?

—Él no tiene la culpa de nada. Si quieres echarle la culpa a alguien échamela a mí. Yo fui la que le pedí a Joseph que le prohibiera por su vínculo de alfa decirte lo que eran.

—¿Por qué? —Empecé a llorar de impotencia, no entendía nada—. Yo estaba empezando a confiar en Blake y por tu culpa...

—Deberías seguir confiando en él... Es un buen chico y...

—¡No puedo! —la interrumpí de nuevo—. No puedo confiar en una persona que me miente aunque no sea su intención. Es una mentira al fin y al cabo.

—¿No confías en mí?

—Hace mucho que no confío en ti, mamá —comenté y me encogí de hombros—. Desde el momento que me di cuenta de que no parabas de mentirme.

Lo que más me molestaba era la actitud que estaba teniendo mi madre. No estaba para nada alterada ni molesta, no parecía ella. Era como si esperase esa situación desde hacía mucho tiempo. Como si no le importase mi reacción, como si fuese un trámite que tuviese que pasar quisiera o no. Además de todo eso, le costaba mucho hablar y las palabras se le atrancaban en la boca.

—Deberías confiar en mí —susurró después de beber de nuevo de su taza.

—¿A ti te importo? —pregunté con miedo al ver que no reaccionaba—. ¿Te importa lo que me pase? ¿O me consideras la culpable de todo lo malo que te ha pasado en la vida?

No contestó, dio otro sorbo a su taza y yo me acerqué a ella para intentar hablar mejor, necesitaba saber que no pensaba así de mí, que no me consideraba la culpable. Y al tenerla cerca me di cuenta de que apestaba a alcohol y tenía la mirada perdida.

Y eso me enfureció todavía más. Las gemelas eran lo más importante de mi vida. ¿Y si les hubiera pasado algo? Mi madre estando así no podía ocuparse de ellas, era una irresponsabilidad.

—Esto es increíble —gruñí—. ¿Has bebido estando a solas con las gemelas? Tienes que cuidarlas. ¡Pueden atacarnos!

—Aerith... basta ya. Por favor. Hoy no es el mejor momento para tus idioteces. No pueden atacarnos, hay una barrera de protección mágica.

—¿Idioteces? —no podía creérmelo—. Vivo con el miedo de que os ataquen por mi culpa y tú...

—Sí, ¿te crees que por ser un hada de fuego todo gira en torno a ti? —rio de forma exagerada—. ¡Por tu culpa lo perdí todo! ¡Todo!

Disimulé lo mejor que pude mi reacción, pero eso me había dolido muchísimo.

Sin embargo, mi orgullo me impidió expresarlo o mostrarme débil delante de ella.

—Si eso es lo que piensas lo mejor es que desaparezca de tu vida para siempre, así puedes ser feliz. Después de todo acabas de reconocer que sí me consideras la culpable de todo lo malo que te ha pasado.

No quise escuchar nada más ni saber lo que me contestaba. Sus excusas o disculpas, si llegaban, no me interesaban. Fui directa a mi habitación y empecé a hacer las maletas para irme de una vez de esta casa.

Por mucho que estuviera borracha, y que no pensase de verdad lo que decía, no podía perdonárselo. Acababa de culparme de todo lo malo que lo había pasado. Hubiese bebido o no, lo había pensando en algún momento de su vida para soltarlo.

Y quizá tenía razón. Quizá por mi culpa nunca había sido feliz y había perdido su vida.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Hebe desde el marco de la puerta.

—¿Por qué haces las maletas? —cuestionó Febe.

—¿No deberíais estar durmiendo? —quise sonar lo más relajada y tranquila posible para no asustarlas, pero no las miré, no podía hacerlo.

—Mamá y tú chillabais mucho —explicó Febe—. No podíamos seguir durmiendo.

—Lo siento por despertaros —dije mientras seguía llenando la maleta sin ni siquiera molestarme a doblar la ropa—. No quería hacerlo.

—Aerith, ¿te vas? —Hebe me inspeccionó con sus ojos azules llena de curiosidad.

—Las cosas entre mamá y yo están... complicadas—reconozco—. Lo mejor es que me vaya por un tiempo. Así estaremos mejor.

Aunque no sabía a dónde iría ni cómo podría estar a salvo. Me buscaría la vida, de eso no tenía duda.

—Prometiste que no nos abandonarías —reprochó Hebe—. Y tú cumples tus promesas.

—Hebe es complicado, cuando seáis mayores lo entenderéis.

—Lo prometiste —reiteró Febe.

Vi cómo estaban casi llorando, para ellas debía ser muy difícil esta situación. Y en verdad yo no podía dejarlas solas. No podía abandonarlas con mi madre, si lo hacía les pasaría lo mismo que a mí. Vivirían entre mentiras y engaños hasta que la realidad las golpease de tal modo que solo pudiesen afrontarla de la mejor forma posible.

—Venid, enanas. —Me agaché y ellas vinieron casi corriendo para abrazarme—. No me acordaba de esa promesa, lo siento. Pero la voy a cumplir. No os voy a dejar solas.

—¿De verdad?

—De verdad. Siempre estaremos juntas. Siempre. Os quiero más que a nada en el mundo.

Ellas eran de las pocas cosas buenas que me quedaban en la vida, de las pocas, por no decir las únicas, en las que les confiaría un secreto y me sacrificaría por salvarlas.

—¿Podéis dejarnos a solas? —pidió mi madre desde fuera de mi habitación—. Aerith y yo tenemos que seguir hablando a solas.

—No discutáis más, por favor. —Hebe nos miró a ambas—. No nos gusta.

—Tranquilas —sonreí para calmarlas—. Cuando acabe de hablar con mamá, si aún estáis despiertas, iré a desearos buenas noches.

—¿Y nos leerás un cuento? —se emocionó Febe ante esa posibilidad.

—Sí lo queréis sí.

Las gemelas se fueron no muy convencidas dejándonos a solas de nuevo a mi madre y a mí. Sin embargo, yo me centré en sacar la ropa sin mirar a mi madre. No podía hacerlo.

—¿Te vas a ir?

—No, no me voy a ir.

—Es lo mejor que puedes hacer, Aerith. Aquí estás segura y...

—No te equivoques, mamá —la corté, anticipándome a su posible reprimenda camuflada de una disculpa descafeinada—. No me voy por las gemelas. Pero no será así siempre. Cuando cumpla dieciocho años me iré y no lo haré sola. Las llevaré conmigo e iremos al lugar donde tendríamos que estar. Iremos a un reino de hadas donde estaremos seguras y sin preocupaciones. Allí las gemelas aprenderán a usar sus poderes y yo... Yo haré lo que tenga que hacer.

—No puedes hacerme esto, Aerith. No puedes alejar a las gemelas de mí. Son mis hijas.

—Sí puedo hacerlo, y lo haré.

—No serás capaz. No puedes hacerme esto. ¡Son mis hijas!

—Pruébame —la reté con la mirada—. O me cuentas toda la verdad o nunca sabrás nada más de nosotras. Y sabes que siempre cumplo mi palabra








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