Charlas necesarias

Estaba sentado junto a la camilla de mi esposo igual que las últimas semanas. Acariciaba, de forma casi automática, la nariz de Irán desde el entrecejo hasta la punta y de vuelta.

—Una sola cosa te dije que no hicieras, cabrón, una… y esa fue…

Volteo hacia la puerta y encuentro a Gyan de pie señalándome con sus manos como si presentara una obra maestra. Exhalo una suave risa ante su broma y cierro los ojos.

—Que no me enamorara de Irán —finalizo con una pequeña sonrisa antes de volver la vista a mi esposo.

—¿Cómo está? —pregunta Gyan acercándose.

—Igual —respondo con un suspiro—. Lo cual es bueno porque eso significa que no está muriendo.

—Pero también es malo porque no está mejorando —complementa Gyan y yo asiento.

Nos quedamos en silencio un momento. No aparto la vista del rostro impasible y relajado de mi esposo. Gyan permanece a mi lado sin decir nada hasta que lo escucho tragar saliva, eso no es bueno.

—Marcos, su actividad cerebral es prácticamente nula —comenta Gyan con tensión—. Es poco probable que…

—¡No! —grito tapándome los oídos. Escucho esa frase todos los días, no quiero escucharla de él—. Él es fuerte, va a despertar, tiene que despertar.

Gyan toma mis manos con firmeza para apartarlas de mis oídos, trato de resistirme pero no me lo permite. Coloca mis manos sobre mi regazo y las aplasta con una de las suyas.

—Mírame —pide con firmeza y yo obedezco—. ¿Cómo estás?

—Estoy bien —contesto en automático.

—No. ¿Cómo estás? —repite serio antes de sentarse frente a mí, en la camilla de mi esposo—. Marcos, no has salido de aquí en días, estás desarreglado, ojeroso… ¿Has comido algo?

—Algunas cosas que se mueven aquí —respondo con vaguedad. Si lo razono, no tengo idea de cuándo fue la última vez que comí algo decente.

—Marcos, ¿te recuerdo que te han hospitalizado tres veces por cosas así?

—Esas veces no comía absolutamente nada y trabajaba como si fuera ingeniero durante la Guerra Nuclear —reprocho entrecerrando los ojos—. Ahora no me he movido de aquí salvo para ir a la ventana, estaré bien.

—Marcos, esto no es sano —insiste Gyan antes de tomarme por la barbilla y obligarme a verlo—. Ni para ti, ni para él.

Me quedo en silencio sin saber qué decir y sólo atino a apartar su mano con un movimiento para poder volver la vista al suelo.

—Marcos, ¿por qué estás aquí?

—Un segundo —murmuro en automático, tomando la cobija de Irán con mis manos—. Un segundo puede hacer la diferencia entre que despierte o no. No estoy dispuesto a dejar que pase ese segundo.

—Marcos, hay pocos pacientes aquí justamente para evitar que eso pase —comenta mi amigo con calma—. No tienes que quedarte a hacer guardia.

—No están aquí, no hay tiempo.

—Marcos, ¿qué haces aquí? —La insistencia en la voz de Gyan me hace voltear a verlo con el ceño fruncido.

—Un segundo… —repito, pero me calla con un gesto.

—No, esa es la justificación que te diste a ti mismo para no afrontar la verdad —sentencia con una mirada tan firme que me desequilibra mentalmente—. ¿Por qué estás aquí?

Mis labios tiemblan y trato de apartar la vista, pero no me lo permite: toma mi mentón con fuerza y me obliga a mirarlo. Aprieto los ojos, incapaz de sostenerle la mirada.

—¿La mujer de la habitación seis?

La pregunta me da un flashazo intenso: movimiento frenético dentro de un quirófano, una mujer que oscila entre la vida y la muerte, enfermeros esperando órdenes y las máquinas parpadeando en luces rojas y emitiendo alarmas que indican un error.

—Doctor Oliveira, ¿Qué hacemos?

—¡No lo sé! —gritaba con angustia y un bisturí en la mano—. ¡Esto no debió haber pasado!

Encontré una solución pero, para cuando pude ponerla en acción, era demasiado tarde. Un segundo, si hubiera puesto ese medicamento un segundo antes, tal vez esa mujer no habría estado en coma durante 15 años.

—Marcos. —La voz de Gyan me saca de mi sopor y vuelvo a verlo—. No fue tu culpa, hiciste tu trabajo.

—Mi trabajo es mantener una buena calidad de vida —murmuro con los dientes apretados—. Calidad sobre cantidad.

—Sí, pero no puedes proveer de calidad de vida a un cadáver —refuta Gyan—. Tu primer trabajo es preservar la vida; el segundo, procurar la calidad. Hiciste tu trabajo, la mantuviste con vida.

—Con vida, ¡pero a qué costo!

—Hiciste lo que tenías que hacer. No sabíamos nada de ella e hiciste un procedimiento experimental para salvarle la vida. Somos humanos; no, máquinas, Marcos, no todos los cuerpos reaccionamos igual a lo mismo y tú ni siquiera estabas seguro de cómo podía reaccionar.

»Podrías tener la oportunidad de volver a hacerlo y te volvería a pasar, ¡porque al día de hoy ni siquiera sabes qué fue lo que salió mal!

Me muerdo el labio inferior y aprieto los ojos antes de darme media vuelta. Contengo la respiración y me trago el nudo en mi garganta. Mi pierna derecha tiembla sin poder controlarlo, así que apoyo mi codo sobre ella.

—Marcos. —Pone su mano en mi hombro. No volteo a verlo—. No fue tu culpa lo que le pasó a esa mujer… ni lo que le pasó a él.

Vuelvo la vista hacia mi esposo y un suspiro exhala de mis labios. Mis manos tiemblan pero, aun así, estiro una para colocarla en su mejilla. Su mejilla fría.

—Él entró por mí… —murmuro. La culpa me come vivo.

—No te tortures así —pide Gyan dando la vuelta para quedar frente a mí—. ¿Tú habrías entrado por él?

—Claro que sí.

—Exacto. No fue culpa de nadie —asegura y me da una sonrisa tranquila—. Irán no se habría quedado tranquilo sabiendo que tú no habías salido, así como tú no te quedaste tranquilo cuando él se quedó adentro.

—Esto no tenía que haber pasado.

—Pero pasó, no puedes cambiarlo, por desgracia —refuta con una mueca—. Y él no te pidió que se separaran para que te quedaras aquí, Marcos.

»Tienes un hijo allá afuera, por Dios.

—Es un adulto, va a estar bien —musito mirando al suelo.

—Es un adulto, sí, y bastante independiente, de hecho, eso yo no lo sabía —admite incorporándose—, pero sigue siendo tu hijo y sigue necesitando de ti.

»¿Sabes qué fue a hablar conmigo ayer?

—No…

—Pues fue, me contó que hablaron, estaba muy feliz—comenta y sonrío suavemente—, pero también tiene casi dos meses durmiendo con somníferos por el estrés.

—¿Qué? —Levanto la vista con preocupación y veo el rostro serio de Gyan.

—No te has perdido un sólo detalle de su vida en años, pero estos meses has estado tan concentrado en Irán que no te has puesto a pensar en tu hijo —regaña pero sin ser acusador—. Marcos, Irán no quiso que se separaran para que te quedaras aquí, sino para que vieras a Karim.

—No quiero que se vaya —admito con la voz rota y aprieto los ojos para evitar las lágrimas que amenazan con acumularse.

—Lo sé, nadie te culpamos porque vengas a verlo. —Gyan me toma por los hombros y me obliga a abrir los ojos para verlo—, pero no puedes seguir aquí porque, si Irán no sobrevive y tú estás aquí cuando eso pase, te vas a ir con él.

»No puedes dejar a tu hijo sin padres por segunda vez, Marcos.

Bajo la mirada y trago saliva al pensar en eso. Claramente no podría vivir sabiendo que pude salvar a Irán y no lo logré… pero no moriría en paz si dejo a Karim solo, otra vez.

—Piénsalo, ¿sí?

Gyan palmea mis hombros con delicadeza antes de alejarse para irse. Asiento con lentitud, casi sin pensar, como si no estuviera muy seguro de a qué le digo que sí.

—Oye, por cierto —exclama tomando el marco de la puerta antes de salir. Lo miro—. Feliz cumpleaños.

—¿Es hoy? —cuestiono tras exhalar una risa seca.

—Dos de febrero —responde tras mirar la fecha en su reloj.

Sacudo las manos con las palmas abiertas, simulando una alegría y celebración que evidentemente no siento ni quiero. Gyan exhala una suave risa ante mi sarcasmo antes de irse.

Vuelvo la vista a Irán. Empiezo a divagar y puedo verlo abriendo sus ojos en nuestra cama, su afro rojizo naranjo esparcido por toda la almohada. Su nariz se sacude levemente, como siempre que despierta contento, y me mira con una sonrisa somnolienta.

—Feliz cumpleaños —susurro recordando su voz y su risa ronca. Antes de poder evitarlo, exhalo un sollozo—. No sin ti. Abre los ojos, por favor, Irán.

Me tapo los ojos con las manos y dejo caer mi frente sobre la suya. Mis sollozos van en aumento, esta vez, no puedo contenerlos.

Decidí tomarle la palabra a Gyan y salir del hospital. A veces es impresionante darte cuenta que, mientras tu mundo se cae a pedazos, la vida afuera sigue como si nada hubiera pasado. Estos momentos me hacen entender cuando Elías dice que el ser humano sólo es social cuando le conviene.

Estoy sentado en una banca de la arboleda, con las manos en mi regazo, los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. La luz del sol se cuela entre las copas de los árboles, golpeando mi rostro, mientras el aire fresco sopla dándome una atmósfera de calma que no tenía idea que necesitaba.

Por primera vez en años, no tengo una rutina que seguir, así que mi cabeza está extrañamente vacía, lo cuál es bastante relajante. Me permito disfrutar del sonido ambiente y un par de pasos en mi dirección me hacen poner atención pero no abrir los ojos.

—Boo.

Abro los ojos de golpe para toparme, justo sobre mi cabeza, a los ridículos lentes redondos de Amelia y su mirada que al mismo tiempo es traviesa y apagada.

—Hola —saludo con una pequeña sonrisa automática.

—¿Cómo estás?

—¿Te digo la verdad? —Ella me mira con esa mueca tan suya que parece decir: “sería lo más conveniente” y yo exhalo un suspiro—. No tengo ni idea.

La sonrisa torcida que me da, me hace saber que seguramente se esperaba una respuesta de ese tipo.

—¿Puedo sentarme?

Me recorro hacia una orilla de la banca y señalo el espacio a mi lado para indicarle que tiene todo el permiso del mundo. Ella rodea la banca y se sienta a mi lado con una pierna doblada sobre el asiento y el brazo en el respaldo para poder verme en una pose no incómoda. Tal vez debería imitarla pero no lo hago, sólo giro la cabeza.

—Feliz cumpleaños —murmura con una mueca. Asiento un par de veces a modo de agradecimiento—. ¿Qué haces aquí?

—Llevo una semana encerrado en un cuarto de hospital, lo último que quería era estar en mi casa —respondo con calma—. Al menos aquí no tengo recuerdos tormentosos, más que una cachetada tuya.

Amelia ríe suavemente al recordar mi glorioso intento de disculpa tras nuestra primera cita: “no soy alguien con quién sea fácil lidiar, lo sé, pero tú tampoco colaboras”.

—¿Y Karim?

—En el bar, paseando con sus primos y su novia, lo usual —contesto con vaguedad volviendo la vista hacia las copas de los árboles.

—Eso lo sé, mi pregunta es, ¿por qué no está contigo?

—No sabe que hoy es mi cumpleaños.

—¿Qué? —Desvío la mirada con ligereza para ver el semblante incrédulo de mi mejor amiga. Casi podría estallar en carcajadas… si estuviera de humor—. ¿Por qué tu hijo no sabe cuándo es tu cumpleaños?

—Solía celebrar mi cumpleaños por Irán —explico con un breve encogimiento de hombros y los ojos cerrados—. Para cuando adoptamos a Karim, nuestra relación ya estaba muy deteriorada. Sólo había una felicitación rápida y eso era todo.

»En lo que a Karim respecta, mi cumpleaños podría ser el 28 sin problema alguno. Es cuando me “celebra”.

Un silencio pesado e incómodo cae entre ambos. No tengo que volver a verla para saber que me mira con una mezcla de incredulidad y lástima. Probablemente sí habla muy mal de mí el hecho que mi propio hijo no sepa cuándo es mi cumpleaños.

—Marcos. —La seriedad en su voz me hace incorporarme para verla—. ¿Cuánto tiempo más vas a fingir que no amas a Irán y sí a mí?

La pregunta me cala hasta los huesos. Es un tema del que no he hablado con nadie, más que con ella. La última vez, fue una semana antes de mi boda.

Flashback. 25 años atrás…

La puerta de mi casa sonó con muchos golpes apresurados mientras trataba de decidir con cuál de mis corbatas combinaba mejor mi saco… negro. Dejé mis opciones sobre el retrete y me dirigí a la entrada.

—Amelia —exclamé al abrir la puerta y mirar sus ojos llorosos. Ella pasó a mi casa como un huracán: sin perdón ni permiso.

—¿De verdad vas a casarte? —preguntó dándome la espalda.

Me quedé en silencio, sabía que estaba llorando y mi corazón se rompía con cada temblor de sus hombros.

Pideme que no lo haga y lo cancelo —solté sin pudor. Ella quedó estática y volteó a verme.

—No puedes hacer eso, Marcos —refutó con sorpresa. Su llanto se detuvo por un momento.

—¿Por qué no? Es mi decisión —reclamé acercándome a ella—. Por favor, Amelia, pídeme que me quede contigo, que te espere un poco más y lo haré. Lo prometo.

—Marcos… —Tomó sus manos entre las mías con delicadeza casi maternal, pero no sonrió—, tú amas a Irán. ¿Por qué te engañas conmigo?

—Te amo, Amelia. No puedo amarlo a él… no debería amarlo a él. —Bajé la vista, avergonzado de mi propia cobardía pero incapaz de enfrentarme a mis demonios.

—Marcos, ya lo hablamos, no me amas —sentenció ella poniéndole un clavo más a mi ataúd—. Me quieres, y mucho, pero te obsesionaste conmigo y tu obsesión te hace daño… me lastimas.

—Y aún así estás aquí.

—Porque necesito sanar y no puedo. Ambos sabemos que lo nuestro no irá a ningún lado. Déjame ir, haz tu vida junto al hombre que de verdad amas.

—Esto no debía ser así —murmuré con tristeza. Mis manos comenzaron a temblar y ella las apretó con la delicadeza con que se acuna a un bebé.

—Pero así es, ¿por qué no puedes aceptar que amas a Irán?

La miré. La miré a los ojos por primera vez en todo el rato. Los recuerdos, las palabras y el dolor murieron en mi lengua, no podía decirle eso, no podía saber la verdad.

—Porque siempre quise que fueras tú. —Sonrió. Esa sonrisa traviesa y decepcionada que me decía que no me creía nada, pero no me cuestionaría.

Engáñalo todo lo que quieras. Engaña a todos, si te parece, pero tú y yo sabemos que no es cierto —afirmó con tanta seriedad que parecía una condena. Sus manos sobre mi pecho me indicaron que la conversación llegaba a su fin—. Tú y yo sabemos, que nunca me has amado en verdad… y que Irán es el único amor de tu vida.

Me empujó, con suavidad y firmeza. Levantó la cabeza con todo el orgullo y la dignidad que pudo reunir y salió por la puerta con la elegancia de una emperatriz. Yo me quedé ahí, de pie en medio de mi sala, sabiendo que tenía razón pero demasiado cobarde para admitirlo.

Actualidad

—Hasta que lo nuestro acabe —murmuro con la voz entrecortada.

—Marcos, lo nuestro acabó antes de que empezara.

—No, escúchame y esta vez déjame hablar —exhalo con una firmeza poco habitual en mí. No es un reclamo sino, una súplica—. Yo te amé, hubo un tiempo de mi vida en que de verdad te amé, pero sí, lo acepto, mis decisiones fueron cuestionables y poco éticas y mi amor se terminó convirtiendo en una obsesión nada saludable.

»Lo sabías cuando me aceptaste, pero yo lo arruiné, lo acepto. Me volví dependiente de ti muy rápido y te lastimé. Me alejaste pero jamás te fuiste: seguías aquí, a mí lado, y yo seguía soñando con tener la puerta abierta.

»Me diste un segundo intento y lo terminaste tan pronto como me lo concediste: necesitabas sanar y yo también. Te fuiste, te dije que te esperaría y lo hice. A cambio, recibí un mensaje tuyo que me decía que no volverías pronto, que no te esperara y siguiera con mi vida. Tú lo decidiste por mí pero, lo hice, empecé a salir con Irán.

»No era algo serio, todo el mundo lo sabía, yo seguía esperándote. Luego volviste y me dijiste que no estabas lista, que siguiera con él… y así nos comprometimos. Fuiste a detenerme, porque sé que ese día pensabas detenerme, y te detuvo el saber que yo lo aceptaría porque tú ya le habías puesto todos los clavos a lo nuestro… y me dejaste ir.

»Te esperé, Amelia, te seguí esperando y un día sólo apareciste avisándonos que te casabas con alguien más. Lo nuestro acabó, sí, pero yo nunca tuve palabra en esa decisión. Para mí, al día de hoy, sigue en pausa… y necesito que termine porque no puedo seguir cargando con esto.

Amelia me mira en silencio por unos segundos, entonces, se acerca. Se inclina hacia mí apoyando sus manos en su pierna sobre el asiento. Su nariz toca la mía, primero la punta y luego el espacio entre la nariz y la cuenca del ojo. Sus ojos me miran con lástima pero no aparta la mirada, no duda. Su aliento se mezcla con el mío.

Está cerca, lo suficiente para besarla… pero no puedo. Mi corazón ya no late desbocado como hace años y mis sentidos se aferran al aroma a café de la boca de Irán. Bajo la vista. Sus labios se sellan en mi pómulo, sobre uno de mis lunares.

—¿Suficiente? —pregunta sin alejarse. Asiento.

Es cierto. Antes moría por besarla, por tenerla conmigo, entre mis brazos, aferrada a mi pecho; ahora… es mi amiga, y la quiero, pero no la amo. Todas las emociones que algún día me causó su cercanía, ahora sólo me recuerdan a mi esposo.

—¿Cómo está Irán? —pregunta y yo exhalo una risa. Buena jugada.

—Bien —respondo apenas—. ¿Cómo se llama tu esposo?

—Édgar —contesta tras soltar una fuerte risa. La acompaño en su alegría, más o menos.

La conversación se desvía hacia temas más banales.

«Gracias, Amelia. Gracias por todo».

Bueno, bueno, parece que Marcos necesitaba terapia express.

Pasen a desearle feliz cumpleaños, por cierto, xD.

¿Qué les pareció el capítulo?
¿Listos para el siguiente desmadre?

Espero les guste.
Atte: Ale Bautista.

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