I. Sin Vida.

Creer que la vida será un océano constante de alegría, es de pobres ilusos...

La lluvia caía a cántaros desaguados de lo alto e inalcanzable, limpiando la atrocidad de las calles, del pavimento, diluyendo la abundancia del tinte carmesí, pero dejando los cuerpos. Tan recia, capaz de ocultar el hedor a muerte bajo el mísero e indigno disfraz a humedad. Sirviendo en su sabiduría cual cómplice adecuado de una tragedia, de una injusticia... de una carnicería.

Y él allí estaba. Atónito. Viendo sin observar, contemplando la negrura más allá de la sangre o los trozos mutilados de sus seres amados.

No podía llorar. No podía mover ni un ápice de su cuerpo. Se hallaba en un shock severo. Sólo atinaba a recordar y sumergirse en un vacío abismal.

¿Cómo llego a ello?

Todavía tiene presente el inicio del día, mucho antes de probar bocado alguno de alimento, incluso antes de la salida del alba; y esa ferviente emoción crepitar en sus extremidades, incentivo a despertarle temprano esa misma mañana.

Su equipo de fútbol tendría el partido final, aquel que decidiría un campeón nacional. Ha tenido un extenso recorrido practicando tal deporte, en diferentes equipos por asuntos económicos, pero en todo su trayecto nunca había clasificado siquiera a los cuartos de finales. Era un orgullo para él haberlo logrado, no lo niega; haber demostrado su valía en su primer desempeño prolongado como miembro titular de un equipo formal, era increíble para un niño, ya que se había esmerado al máximo y su dedicación le rendía frutos. Por lo cual, día tras día ha contado las horas, los minutos, los segundos por la llegada de ese momento. Y el Sol resplandecía.

O al menos eso parecía.

Un cielo azul se extendía hasta lo más recóndito que la mirada tenía posible vislumbrar. Despejado. Cuyas algodonadas agrupaciones gaseosas estaban por claro apartadas de presagiar precipitaciones indeseadas.

Admiraba el amanecer desde el pórtico en su hogar. Se relajaba al oír el escándalo provocado por la danza suntuosa que las ramas deshojadas de los menudos arboles colindantes generaban. Entretenía sus ansias de partir en la espera que sus padres alistasen lo que crean necesario, observando como el fresco céfiro dispersaba a lo largo de la avenida las hojas secas echadas de sus hogares natales y el cómo los gatos callejeros huían del clima templado usando su grandiosa agilidad felina.

Podía aplacarse y concentrarse en otras bellezas, envés de pensar en el postín de sus padres. Ojalá y así continuara por mucho tiempo, décadas si es posible. Es una pena.

De pronto llegaron sus abuelitos, los padres de su madre. Venían en esa antigua camioneta azul ocre aboyada por los duros pasos de los años, sorprendentemente funcional, la que en su infancia les transportó a incontables viajes familiares. Aún con el retumbar de su motor y el crujir de su armazón, podía desplazarse grandes distancias. «La vieja confiable» como le decía su abuelo. Nunca imaginó hasta que no hubo solución que los traicionaría en el reino de la prenumbra.

Los rostros de sus queridos patriarcas inspiraban confort y seguridad, franqueza. Le asombraban cada vez que iban a visitarle o viceversa, nunca abandonaban la alegría plasmada casi tangible, ese brillo enérgico, esa sensación. Conmovían. No discutían, jamás los llegó a ver en desacuerdo, se apoyaban y pese a estar juntos día y noche, en las buenas como en las malas, se amaban y respetaban. Cuarenta (40) largos años de ello. Es asombroso.

Siempre soñó con encontrar un amor así.

Su abuelo Iván lo recibió de brazos abiertos fundiéndolo en una presión que le hizo quejarse por la fuerza. Él era un hombre alto, quizás musculoso en su juventud, con el cabello platinado tiznado de pocas hebras castañas visibles a corta distancia y a gran atención. Sus ojos tan azules, europeos como su proceder, denotaban un aprecio confortante hacia su persona y vasta experiencia. Cuando mayor quería ser como él y se lo hacía saber—. No esperes parecerte a alguien, toñeco*. Sé tú mismo y rígete por tus propias reglas —y era la respuesta recibida, sin cambios u modificaciones.

—¡Tesoro! —como de infante hasta la actualidad, su afable abuela, Christine; besó ambas mejillas con entusiasmo, dedicándole con voz cantarina su apodo distintivo y un firme «apapacho de oso» (como él les decía).

Les gustaba tal recibimiento. Los mimos de ella eran su devoción y les aumentaba el autoestima, acogiendo ameno los besos provenientes de esos labios delicados y las caricias de sus manos hogareñas, y el ocultarse en su abundante, ondulada y nívea cabellera, le parecía lo mejor. Había sido lo mejor.

—¡Vinieron! ¡Vinieron! —exclamó contento dando brinquitos de felicidad.

—Por supuesto, Tesoro. No nos perderíamos tu juego por nada del mundo...

Un mundo cruel. Despiadado con los que son buenos. Desnaturalizado con los que tratan de vivir alejados de la inmundicia. Y ellos mismos lo ganaron, pues confiar que la vida sería un océano constante de alegría... es de pobres ilusos.

Presintió murmuros, voces errantes a la distancia, irreconocibles. Desconocía si eran humanos o de algún otro ser. No le importaba, en realidad. El espacio a su alrededor se hizo inexistente, insignificante; tan poco importante que daba igual la insensibilidad con el suelo o su aparente parecido al aire. ¿Flotaba? ¿Qué sentido tenía cuestionarse? Ver los ojos opacos en las cabezas cercenadas apartadas de los cuerpos sin vida de sus abuelos, antónimas a las miradas colmadas de avidez, le causaban una presión exorbitante en el pecho.

Ellos llegaron sonrientes. Animados de sólo verle. Contorsionando el gesto de felicidad por la simple pero grande presencia de la familia. En esa vida, no volvería a ver esa distintiva cualidad con la que fruncían y achinaban los ojos para reír por las ocurrencias de sus hermanos.

Sus hermanos...

Un grupo de personalidades sumamente diferentes entre sí: únicos. Aquellos con los que discutía con frecuencia, con los que peleaba por trivialidades y se chismeaban sus verdades, pero aquellos «únicos» con los que podía confiar, siempre, pasase lo que pasase. Llegaron a ser tres (3) y cuatro (4) contándole.

Viviana, su hermanita, la hembra privilegiada de sus progenitores, idéntica a su madre con vagos rasgos de su padre. Era la menor entre los cuatro, la consentida, la malcriadita y la cosita más protegida del mundo, con sus apenas dos (2) añitos de edad, ella era el verdadero tesoro. Mirarla esa mañana le enterneció. Los pequeños bucles recién hechos en su cabello caoba, la dulce e inofensiva mirada acaramelada, esas pequitas casi inexistentes y su aguda, y placida vocecita decirle «Nito» (su esfuerzo por llamarle hermanito) le causó una genuina sonrisa. Su belleza no precede a como terminó.

Fernando, su hermanito, el dueño solitario del azabache manto patriarca, desordenado y desahuciado. Seis (6) años menor que él, se ha ganado el título de un niño muy vivaracho en sus asuntos, parlanchín de lo peor y absolutamente terco, obstinado lo suficiente para poseer el orgullo a ras del cielo, creyéndose autosuficiente. Prefería hacer sus cosas a su estilo y sin cooperación cualquiera. Negándose admitir ninguna clase de opiniones, críticas «infundadas» o comentarios que relentecen su avance. Pese a ser muy testarudo, su independencia prevé un futuro radiante. Lástima que el brillo se extinguió.

Saito, el hermano mayor de la camada, dieciocho (18) orgullosos años mayor que Viviana y once (11) de Fernando, el benjamín de su padre, aquel quién le asemeja sus rasgos orientales casi a la perfección con la notoria distinción de lucir la cabellera caoba digna de su madre. Era quién empezaba a formar una rutina lejos al regazo de sus progenitores, alzar el vuelo a nuevos horizontes, residenciándose temporalmente en un departamento cerca del campus. Estudiaba Ingeniería Civil con la altruista y ferviente ideología de proporcionar apoyo a las comunidades de desamparados. Un joven de ambiciones humildes y humanitarias. Saito fue su modelo a seguir.

Pero no lo comprende, todo parecía tan ordinario en ese día, muy calmado se atrevía a decir.

Sus padres iban y venían en el típico trajín en busca de objetos innecesarios para partir. Viviana acaparaba la atención de los viejitos con su magnetismo natural. Mientras que los hermanos se molestaban entre sí y más a un Fernando que se enardecía por cualquier tontería. Lo cotidiano y así transcurrió la mañana. El viaje también.

La final del campeonato fue, cuándo mucho, emocionante. Un desempeño reñido de ambos equipos. Estuvieron empatados la mayor parte del juego y para desempatar, marcar el gol del triunfo, el cierre a una temporada impresionante y la bonificación al esfuerzo invertido, lo realizó él mismo a últimas instancias. Ganaron gracias a su perseverancia.

Fue grato. El regocijo por el vitoreo de sus compañeros, incendiaba una llama en su interior. La adrenalina discurrió por la cavidad de sus venas en una descarga alucinante, mejor que los opiáceos. Le encantó. Se sintió bien. Estuvo bien.

—¡Excelente jugada! —felicitó su amada madre, Alejandra; una mujer de belleza envidiable, mantenida en su punto aún por cuatro embarazos, cuyos genes dominantes heredó a sus hijos, a unos más que otros. Le acarició la mejilla en un toque delicado, suave al contacto, como algodón egipcio—. Siempre confié que lo lograrías —aseguró enorgullecida, demostrado en su acaramelada y rojiza mirada. Quiso gimotear, pero se mantuvo firme.

—¡Es mi hijo! ¡El que llevó al equipo a la victoria, es mi hijo! —Gritó Satoshi, su padre, a todo pulmón y repitió de igual manera, ufanado sin mesura de su retoño—. Así es campeón, todo un Bedoya —colocó su ancha mano en su cabeza, revolviéndole el cabello contento. Él sólo atinó a sonreír gustoso.

Tanta alegría... Vasta estampida de júbilo en un día. ¿Por qué cambió drásticamente?

Quizá fueron soberbios; debieron haber partido temprano al confort del hogar, envés de presentarse junto al equipo a una fiesta de celebración. Tal vez, es el castigo por ser descuidados en el pueblo de Borburata*, por no preocuparse aún y cuándo se izaba el ocaso. O posiblemente, pagaron por la negligencia e inocencia de rehusarse a esperar al amanecer, envés de marchar a medianoche sabiendo el largo camino que les deparaba.

Olía a humedad. El firmamento carecía de actividad, negro, el hades en las alturas: opaco sin la multitud de guiños celestes. El halito nocturno superaba en vigorosidad al viento mañanero, calaba hasta los huesos. Se avecinaba una rauda tormenta e ignoraron las señales, siguieron adelante.

Gota tras gota, el llanto de las nubes lamentaba lo que acontecería, lo que serían testigos y cómplices.

Llegaron a un tramo solitario de la Av. José María Linares entre el pueblo y la Carretera Vía Gañango que da directo a la civilización. Atravesaba una arboleda de cuya familia de árboles variaban sus grosores y enormes tamaños, limitando la vista a un mar de aguas negras, impenetrable, longevo.

La carretera de asfalto escarpada carecía de bombillas que alumbrasen el trayecto, no se podía ver absolutamente nada. Las únicas luces que en su pobreza obsequiaban visibilidad, eran los arcaicos faroles titilantes de la camioneta. Lo demás era miembro del reino de las tinieblas.

He inició el terror.

Un ruido extraño, proveniente del interior del vehículo, diferente a los generados con frecuencia, apareció sin previo aviso deteniendo el regreso. El motor se apagó a la mitad de la nada dejando varada a una familia preocupada.

—Tranquilos —dijo su abuelo—. Pronto encenderá —aseguró calmado, sacando la llave de la ranura e introduciéndola nuevamente para hacer contacto y arrancar la máquina, pero erró. Aún repitiese la acción, no respondía—. ¡Coño e' su madre...! —exclamó frustrado.

—Iván, tendremos que salir y jurungar* el motor —fue la pésima idea de su padre, la cual el nombrado accedió. Entonces un rayo protagonizó estridente, una amenaza, una advertencia. Los niños gimieron sobresaltados—. No tengan miedo, volveremos enseguida —y se bajaron.

Su padre caminó al capó, destapando el sistema mecanizado que ofrecía una vida útil al auto. Mientras su abuelo dispuso buscar la caja de herramientas en el maletero.

Un frío escalofriante descolocó al joven. Tenía un mal presentimiento. Algo no le agradaba. Vio los vidrios empañarse por el aumento del gélido. Una niebla densa, blanca lúgubre, bordeo la carretera y se acumuló a ambos extremos del camino, fantasmagórica. Juró tener esa sensación de ser observado por una mirada imperceptible, carroñera, tan vil que le ponía los vellos de punta.

Quizá exageraba, buscando a su alrededor lo invisible, estaba siendo paranoico, pero de repente... se exaltó cuándo el motor encendió y las luces frontales brillaron.

—Listo —recuperó la respiración al oír decir.

Vio a su abuelo apagar la linterna servida de iluminación mientras revisaban el armatoste de su vehículo y sujetar la caja de herramienta para llevarla a su debido puesto, simultaneo a su padre cerrar el capó. Tras el cristal empañado, notó el guiño juguetón que el mayor le dedicó a menos un metro de distancia de su ventana y él sonrió divertido; gesto que se deformó cuándo emergió una gigantesca hacha de la negrura, cuya hoja ósea fijada a un enramado de raíces se tiñó de rojo al desprender de un tajo la cabeza de su abuelo, liberando borbotones caudalosos de sangre sobre el vidrio.

Gritó perplejo, rasgando su garganta hasta la afonía. ¿Qué había sucedido? Sus ojos captaron el corte y el arma causante a la perfección: sus detalles, sus características ¿Por qué pasó aquello?

Oía a su abuela llamar a gritos desesperados a su amado, a su compañero de aventuras, a un cadáver decapitado. Le agobiaban.

—¡No salgan del carro! —ordenó su padre alterado por lo ocurrido, por la atrocidad ocurrida.

Saito luchaba en contra de la mujer privada en desesperó, impidiendo que bajase de la camioneta escatimando la presión para no lastimarle. Mientras Alejandra, desconectada por un ataque de pánico causado por la muerte repentina de su propio padre, no atendía al llanto asustado de Viviana, en su mente no la escuchaba. La pobre niña era aterrada por las presencias macabras... las sentía, sabía que estaban allí, eran muchas; he igual que en Fernando, recaía el sentimiento en toneladas.

Quería ayudarles, mermar los gritos histéricos de su abuela; espabilar el pánico en su madre; erradicar el miedo en sus hermanos; y principalmente quería ir a por ese hombre que de infante fue imprescindible en su crecimiento. Aún con su propio temor, no midió prioridades, estuvo dispuesto a salir sin considerar la amenaza.

Colocó su mano tambaleante en la manilla, atemorizado es cierto, pero preparado para halarla en socorro de un cadáver; y previo a siquiera accionar la cerradura, presenció como una garra cubierta por venas negras, cual brotadas raíces carbonizadas, arrastraba consigo al cuerpo de su abuelo hacia la niebla, llevándoselo. Todos lo vieron.

Al saberse expuesto a peligros, Satoshi se apresuró a montar la camioneta—, ¡Voy a entrar! —informó e intentó abrir la puerta. Nunca antes vio el rostro preocupado que su padre inspiró en ese momento, siempre lo estimó como un hombre de hierro, impenetrable; pero no supo que el terror demostrado no era por él, sino por los que iban con él—. Tenemos que... —y se sobresaltó al ver la oración perderse en el sangriento líquido regurgitado.

Cinco (5) enormes estacas con puntas estriadas penetraron hasta incrustarse en la carrocería, devastando los órganos internos de Satoshi. Asesinándole de inmediato—. ¡PAPÁ! —gritaron sus hijos al unísono, atestiguando como perdían cruelmente a su querido modelo masculino en la perpetuidad de la niebla, halado por las cuerdas sujetadas en las estacas, cuales no sólo brutalizaron la última imagen de su progenitor, sino que les expuso al frio ultratumba de la intemperie por haber arrancado la puerta con violencia.

—¡No! —el grito desgarrador de su madre le llegó al alma, marcándole con una cicatriz de por vida y su llanto, el llanto que al fin reaccionó de pena por su padre unido al de su amado, le sofocó, le engendró el suyo propio.

Fernando perdió la poca compostura, se extinguió la fortaleza que le caracterizaba. Era un niño afín de cuentas y fue testigo de la muerte cruenta de dos seres amados, mucho aguantó.

Los tres menores se inmergieron en un estado de desasosiego tal que en sus gimoteos fluía un virus desesperante para los mayores. Sin embargo, no era momento de perder la calma y la compostura. No. Algo acecha. Les quiere muertos. Debían marcharse de allí cuanto antes y Saito lo sabía—. Intentaré conducir —se colocó frente al volante, en aquel asiento sin puerta del conductor, aquel que había sido puesto de su abuelo y aquel lugar de muerte de su padre, e intentó acelerar.

Parecía funcionar, las llantas giraban a toda máquina, más no se movían, quemaban caucho contra el asfalto. Era como si la camioneta fuese sujetada por una resistencia mayor a su potencia.

Les impedía irse. Se oponían a dejarlos ir.

Un crujido estridente retumbó por sobre sus cabezas. Uno, dos, tres pasos secos que iniciaron de la parte posterior del vehículo hasta asentarse en el techo del mismo, capaces de hacer mecer el auto de lado a lado. ¿Qué había...?

El peso fue en efecto superior, hundiendo poco a poco la superficie metálica. De seguir dentro serian aplastado, pero de pensar que sin opciones la escapatoria sería exponerse a los peligros en las sombras, el tamborileo de sus corazones aceleraba en un ritmo cardiaco digno del miedo y del pavor, gemelos maliciosos antojados de infundir intransigencia.

Se hiperventilaron, sobresaturando al cerebro de oxígeno, nublándoles el juicio por la creciente cercanía del acero. Hormigueos desagradables conglomeraron la presencia en sus articulaciones, extremidades y estómagos, picándoles sin cesar cual insectos rabiosos, y salieron del vehículo presas de la proximidad, por puro instinto.

La impávida frigidez aturdió los músculos por el repentino cambio de temperatura. No tardaron minutos para las ropas empaparse en su totalidad. Un diluvio en pleno auge y ellos estaban atrapados debajo. He inconscientemente, se agruparon lo más cerca que podían estar entre sí; por supervivencia.

Los rugidos consecutivos de un aren de rayos, precedió a un tenue iluminado que enfocó la mirada en las penumbras yuxtapuestas al efecto lumínico de los arcaicos faroles—. ¡Oh, Dios mío! —y lo vieron. Una criatura sin precedente, bicéfala, les observaba sobre el vehículo con sus cabezas quizá semejantes a la de los machos cabríos, atentas, exponiendo sus fauces cánidas plagadas de enormes incisivos, cual puñales, segregando una baba repulsiva; sedienta... hambrienta.

Era una bestia cuadrúpeda carente de pelaje alguno, conformada por una masa muscular sobrenatural y una dermis diáfana que exponía la visibilidad grotesca, detalle a detalle, de su carne y venas inyectadas en sangre negra, brea. Era un monstruo del mismísimo averno. Dueño de cuatro pares de ojos blasfemos distribuidos en cada cabeza, pulgares en sus cuartos delanteros y una cola rapada con punta de aguijón.

—¡Padre nuestro...! —en su estado catatónico, la abuela Christine empezó a recitar cada oración de su repertorio, desde El Padre Nuestro, La Virgen María hasta el Credo, una y otra vez, repitiéndolas en cada lengua e idioma que dominase, refugiándose en su fe.

Inmune, aunque parezca lo contrario, la bestia emitió un bramido que hizo vibrar los tímpanos humanos infundiendo un dolor agudo y sobresaltar los huesos crepitantes de la impresión, para en un salto perderse en la plenitud del bosque.

Se instauró una aparente tranquilidad, como si lo peor hubiese acabado. Sólo la llovizna perduraba. Una sórdida calma quedó en torno a los afectados, una paz perturbadora y expectante.

«¿Qué demonios era esa vaina*?» se cuestionaban.

Tenían en cuenta que en el reino animal no existía ni tenía cabida a existir ningún ser polimórfico como aquel. ¡Era una aberración! Su mera presencia, su repulsivo cuerpo, tamaño superior y alarido ultrasónico, es poco ortodoxo para las leyes de la naturaleza. He allí el problema, supieron los mayores; concluyeron que eso que sus ojos vieron no era siquiera natural.

Se abrió una brecha, un intersticio breve donde turbulentos pensamientos asediaron sus mortificadas mentes, avivando todavía si era posible el pánico en los miembros aún sintientes de la familia.

¡Splahs! Oyeron el salpicar en un respingo. ¡Splahs! Y protagonizó un segundo.

Voltearon en su dirección con éste último, aterrados.

A pocos metros del costado trasero de la camioneta, sobresalían las siluetas de dos protuberancias recién desechas. Verlas, con la pobre claridad que ofrecen los aún útiles faroles del auto, era complicado, pero distinguirlas a la distancia, era imposible.

Saito, valiente e ingenuo averiguador en no prever lo obvio, tomó del asfalto la linterna abandonada a su abuelo no alcanzarle el tiempo de devolverla a su puesto y sopesando si hacerlo o guardarse la curiosidad, alumbró en dirección a los objetos.

Ahogaron un jadeo lastimero. Las mujeres intentaron hacer que los niños apartasen la mirada de la horrible imagen. Mientras trataban de no derrumbarse en llanto y desesperación al atestiguar los cadáveres descuartizados, apenas reconocibles, de sus difuntos.

Peor a lo vivido por los soldados norteamericanos obligados en promover absurdas guerras en el medio oriente y atestiguar tantas masacres a inocente, enemigos y camaradas, el trauma sufrido esa noche era todavía aún más severo. Saito, aquel hermano mayor, la mano con la que sostenía la linterna temblaba impulsivamente, no de frío o mala postura; temblaba del propios terror.

¿Una larga vida de amor y cariño se resumía a ello? La tragedia. ¿Es que acaso los momentos buenos, felices e inolvidables; y la enseñanza que impartieron es tan anodina para refutar tal atroz conclusión? ¡Es injusto! Aún recuerda lo que jamás olvidara. Reminiscencias de cada aventura, hecho, tropiezo, júbilo, decepción... yacieron en su mente, porque él siempre estuvo cerca siendo su pilar, su incondicional, su amigo de jugarretas, su amante, su mala influencia, ¿Y ahora? Lo perdió, se lo arrebataron de su lado. Vulgarmente desprendidos como si sus lazos significasen nada.

Le asfixia. Le quema... ella lo necesita.

Desconoció cuando se distanció del grupo. Sorda, no escuchó razón alguna para detenerse. Se hincó ante el cuerpo del padre de su hija, el amor más grande que pudo haber tenido; el mismo que le consumía por dentro. Lloró desconsolada, largando un llanto de agonía y pesar; lloró de anhelo y dejó de llorar, dejó de sentir, dejó de padecer... se sumergió en penumbras.

Ellos lo vieron. Ellos no dieron cabida a la brutalidad. Atestiguaron pasmados e incapaz de impedirlo, como la cola lampiña de la anterior criatura se extendía de la soledad y decapitaba a Christine cual tijera segmenta a una fina hoja, sin resistencia. Cayó sobre el cuerpo de su amado, siguiendo sus pasos en la muerte.

—¡Mamá! —Alejandra se aferró a sus hijos, mareada y con intensas nauseas. Padres y esposo masacrados, estaba afectada. Y abrumada se preguntó ¿Qué había hecho de malo en esa vida para merecer aquel castigo?

Una carcajada macabra se burló del lamento ajeno. Inhumana. Innatural. Una presencia estremecedora capaz de duplicar la gravedad, enardecer los vientos, inhibir cantidades cualitativas de oxígeno y hacerles tiritar del puro y virginal miedo, e hizo acto de aparición. Imponente. Entonces se vieron; uno, dos y tres pares de ojos, quizá de una misma cabeza, irradiar en un bermejo incandescente, superpuestos a la oscuridad, tal vez a siete (7) metros sobre el suelo.

Pronunció palabras ininteligibles en ningún idioma conocido. Una voz gutural que heló la sangre.

Tomando un falso coraje ante la calamidad, Saito interpuso su cuerpo protegiendo a su familia, cual pared que divide a sus seres queridos de la amenaza. Un escudo. Como si eso fuera suficiente para detener la maldad ominosa cernida a escasos metros. Desgraciadamente, era inútil y la risa de aquella entidad lo enfatizó. Se burló de su insignificancia.

Fue crédulo. Pensar que en su condición humana, relativamente obsoleta, podría huir o confrontar a criaturas ajenas de la gracia divina.

Vaya equivocación.

¿Qué posibilidades hay de sobrevivir cuando el suelo a sus pies vibraba a magnitudes violentas con cada miserable paso? ¿Qué hacer bajo tal calamidad viviente y consciente? ¿Huir? ¿Luchar? Nada. Eran fútiles desperdicios biológicos ante tal entidad negativa.

Y en ese instante entrado en impotencia, el pobre Saito perdió la fe de salir vivo de allí, de continuar con su vida normalmente, de tener la misma perspectiva, de sonreír y regresar al mundo con las mismas convicciones. Quiera aceptarlo o no, vivo o muerto, para él el futuro sería sombrío.

—­Va-vamos... vamos ah... morir —se oyó la voz de Fernando, quebradiza, sollozando para apenas emitir sonido inteligible. Se lamentaba. Acompañado del acústico llanto de la niña, quien en su pavor no hacía más que aferrarse a su madre.

Escuchando el temor en sus hermanos menores, el mayor de los Bedoya reacciono fuera de las telas del miedo y el pavor. «No es tiempo para dudar, tengo que sacar de aquí a mi madre y a mis hermanos. No importa si muero en el proceso», se dijo recobrando algo de determinación, la suficiente para acercarse a su progenitora y tomar de sus debilitadas manos a la niña que no paraba de hipear empapada de pies a cabeza. Sabía que Alejandra, una mujer trabajadora, una madre dedicada a su hogar, devota a salvaguardar a sus hijos, jamás le perdonaría que se diese por vencido. Y él tampoco se lo permitiría.

De repente, sin certeza alguna para los consternados familiares, el suelo bajo sus pies empezó a temblar a una magnitud desproporcional. ¿Un terremoto? No... algo peor.

La fuerza sísmica fue tal que los aterrados humanos trastabillaron intentando hallar estabilidad, incluso Fernando juró ver como, por la violenta sacudida, el capo de la camioneta se abría de golpe.

Lo que aconteció después pareció ir en cámara lenta.

Cómo en una cruel sucesión de escenas sangrientas, miles de millones o cantidades todavía superiores de hebras platinas o alambres inmediatamente unidos, emergieron del pavimento sólido de la carretera frente Alejandra, traspasando su plexo solar sin resistencia alguna, triturándo órganos, huesos y músculos en el proceso.

Tan agrupación de filamentos la arrastró hacia lo alto.

Por ahora, no hubo cadáver que presenciar ni al cuál llorar, sólo un rastro de sangre que con la lluvia se diluirá.

—Madre... —exclamó el menor, el único pelinegro, en un susurro ahogado, pasmado en su puesto, mientras sus hermanos mayores intentanban impedir que Viviana viera el fresco rastro carmesí.

Fernando, en shock, se acercó involuntariamente al lugar donde estuvo su madre. Cegado. Creyó, quizá, que ella estaba jugando a las escondidas con ellos, que se hallaba en perfectas condiciones como cuando era más chico y jugaban; imaginó que de un instante a otro aparecería con una enorme sonrisa diciendo «¡Sorpresa!». Tenía que pasar así... ¿Verdad? Para un niño sería lo ideal después de tantas tragedias, pero es de ilusos créer que la vida es condescendiente.

—¡Fer, alto! —gritó al notar a su hermanito e intentó detenerlo. No pudo.

Un objeto enorme, rotatorio, salió despedido de la nada y se perdió en la misma, dejando una estela platina. De extremo a extremo, cruzó la calle y la pudo percibir a detalle, ¿Y por qué una espada fue al otro lado de la carretera?

»¡Nojodas*, hermano, no te separes así! —reprendió acercándose al menor. Y para su extrañeza, no respondió. No movió ni un músculo. No hizo ninguna acción ni amago de regresar. Frunció el ceño—. ¿Fer? Di algo o ven pa'ca —ausencia total. Empezó asustarse—. ¿Estás bien? —preocupado, colocó su mano en el hombro del pelinegro y al instante, la mitad de su cuerpo se dividió en un corte transversal, liberando grandes cantidades del cruor de su sistema.

La hoja lo alcanzó, lo separó ¿Pero cómo? La espada se hallaba con un filo pulido a extremo que fue capaz de ocasionar un tajo tan quirúrgico para cercenar sin resistencia ni influencia en su trayecto. Tan siquiera había visto tocarle. Fue efímero, un corte perfectamente pulcro, carente de la necesidad de causar un desastre innecesario. Lo asesinaron sin piedad. Ni se había enterado.

»Saito... —ahogó un gemido lastimero, llamando a su hermano. Sus ojos ardieron por las lágrimas descontroladas. Sintió un pesar abrumador.

—Ustedes dos no se alejen mucho... Viviana y yo... —se interrumpió sobresaltado. Un relámpago iluminó el tenebroso paraje, develando al nuevo cadáver. Se atragantó con las palabras, doliendo el alma por la escena.

Lloró al igual que los menores. Sintió debilidad y desesperanza.

Ninguno percibió el acercamiento, hasta que fue muy tarde. Cuando se dieron cuenta, lo que parecía ser el cuerpo repticulado de una enorme víbora, cubrió a ambos masculinos en un abrazo constriptor, incapacitandoles bajo su tacto frío y escamoso. Hizo presión. Aplastó al grado del ahogamiento. Cuando, repentinamente, los soltó.

»¡No, no, no! —gritó el mayor, sintiendo la ausencia de su hermanita de sus manos. La oyó gimiendo entre llantos histéricos, quizá retorciéndose para intentar zafarse de lo que sea que la tenga cautiva— ¡Suéltala! —silencio. Suscitó una paz perturbadora.

Una nueva centella proveniente del cielo, como las anteriores, sirvió para revelar la razón del silencio.

Tal vez, si el mayor hubiera sujetado con fuerza a la infante, ella estuviera con ellos, intacta, sin esa longeva abertura empezada o culminada en su garganta, atravesada en el largo de su abdomen en un corte vertical, conectado a su sexo. Ni mucho menos exhibiría sus órganos como el relleno de una piñata... comestible. Estuviera viva.

¿Manita...? ¡Viviana! —clamó el menor. Lágrimas y lágrimas no cesaban de bañar su rostro junto con la lluvia. Se llevó las manos a la boca, negando reiteradamente con la cabeza. Negando la atrocidad. Negando la perdida—. Ésto no es real... ésto no es real —se imaginaba en una pesadilla, en un cruel sueño. Porque debía de ser, sino su cordura no lo soportaría—. Mamá... Papá... Abuelo Iván... Abuela Christine... Fernando... Viviana... ¡No pueden estar muertos! ¡Dime que no están muertos, Saito! Dímelo... por favor —imploró falto de raciocinio.

Hedía a desesperación. Hedía a locura. «Mmm» olía sabroso.

En cambio, el mayor, igual de turbado, apretó impotente los puños, frustrado. Sufría, pero era más su cólera al saber que le arrebataron a su familia. Una ira bárbara que nublo su juicio. Se hartó de ser objeto de recreación.

Le dedicó una adusta mirada a su hermano. Le sorprendió por su expresión nunca antes vista en el amable Saito. Supo entonces que no vendrían cosas buenas—. Aunque muera, hay que luchar por lo bello en el mundo, sino lo malo se empoderará —emuló hablar con el menor, pero éste supo que se habló asimismo.

Lo siguiente que notó fue percibirlo correr directo a la camioneta. Y bajo el capo logró encender fuego, una pequeña flama que destacó su rostro entristecido. «El antigüo yesquero* del abuelo», el menor reconoció el amuleto de la suerte de su hermano, al cuál jamás se despegaba. Y comprendió. Haría volar la camioneta por los cielos. Optó morir por sus propias manos que ser asesinado por los verdugos de su familia.

Circunstancias desesperadas, requieren medidas extremas.

Vio la expresión en su hermano mayor, un gesto de pena deplorable y contraído. Tan entristecido y desesperanzado, lejos a su optimismo natural—. Lo siento. —Cuando iba a dejar caer la candela en la gasolina, una mano exageradamente inmensa, del tamaño de su torso, lo atrapó en sus cuarto (4) robustos dedos de garras lilas, aprisionadole—. Argh... No temas... Ahhh... Siempre estaremos contigo, An-.

Logró decir antes que la mano empuñara y quebrará su torso, trozeandole las extremidades.

Aún así, el fuego se abrió paso al líquido inflamable.

No existió la brecha que dejase fluir los pensamientos, sólo existió una potente detonación. La onda de choque, asesina incluso por sobre a las llamas, expulsó al único sobreviviente por los aires con violencia.

Esperó fallecer, acompañar gustoso a sus parientes. Aún cuando sintió la ruptura de sus huesos, aún cuando la respiración comenzó a fallar y su mente yacía aturdida por el aterrizaje, no murió. Malherido y traumatizado, pero no al grado de la anhelada fatalidad. Inclusive conserva la consciencia, aunque se viese inmóvil por el horrido dolor.

Hacía un frío de ultratumba. Estaba entumecido; sufría de hipotermia. Lo probable es que contraiga alguna enfermedad respiratoria incurable y muera después de fútiles intentos por curarlo.

Comprendió que lo merecía. Padecer hasta que la parca lo buscase, porque todo fue culpa suya.

Por su intransigencia, su egoísmo y su desconsideración... Fallecieron por él. Si no se hubiera empeñado en practicar tal deporte, seguramente no hubieran abandonado su hogar y jamás se hubieran topado con tales ominosas calamidades. ¡De no ser por su terquedad de niño idiota, quizá Saito anduviera estudiando para un examen, sus abuelos se mantuvieran reponiendo las energías en sus cómodas y sus padres como hermanos menores le anduvieran fastidiando la existencia!

Ahora estaba sólo. Abandonado.

No pensó en ellos. Los atrajo al matadero para hacerlos carne molida. Servirles cuál alimento en bandeja de plata dispuestos al paladar del público carroñero.

Confió en un mundo cruel. ¡Iluso! Nunca imagino en la posibilidad de atestiguar a sus seres queridos protagonizar una matanza a primera mano. Creyó en el valor de la vida, en un mundo utópico dónde océanos extensos de idilio inundaban los días con constante e inquebrantable alegría. Su ingenuidad rebasó tan alto que se desbordó bajo la gravedad de la realidad. Lo perdió todo y lo peor, es que la vida es tan maquiavélica que aún lo mantenía en su reino, ¿Para qué? El mal chiste es ese. Quedó vivo para seguir padeciendo en la soledad.

Aún con ese órgano palpitando en su pecho, era un ser sin vida. Un autómata. Se volvió un pobre desvalido sin nadie que se interese por él ¿Y a quién si ya no estaban ni volverían?

¿Vale la pena seguir respirando?

—Reacciona... —en sus desvaríos, imaginó voces errantes pulular en sus oídos; etéreas y lejanas—, no te dejes vencer —y ahí estuvo de nuevo. El tiempo se le antojó anodino, el espacio insustancial, la realidad transitoria y la vida un efímero suspiro. Supone que la mente es una asquerosa ilusión de esperanza neta. Una esperanza airada, preocupada, perseverante; tan presente como el tacto cálido en su mejilla, o el rostro familiar frente a sus ojos. Un último intento por no sucumbir a la demencia que jugó con los sonidos para dar voz al rostro y decir en un vago intento de consuelo—: No te rindas, Andrés —para así, por fin, desfallecer.

*Borburata: una pequeña comunidad urbana ubicada en el municipio Puerto Cabello, Edo. Carabobo, Venezuela.

*Jurungar: revisar, registrar.

*Toñeco: consentido, querido, malcriado.

*Nojodas: expresión de descontento, desacuerdo o fastidio.

*Vaina: hace referencia a identificar cualquier cosa.

*Yesquero: encendedor, fosforera, mechero, chispero, etc.

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