Carta diez.
Hace unos días oí acerca del perdón. Nunca había escuchado el trasfondo de esta insignificante pero poderosa palabra. El perdón se debe a un daño que nos marca internamente. Aveces ocultamos muy profundamente el dolor que nos causaron algunas personas. Así, hasta que de pronto nace el rencor.
El rencor que se provoca por la decepción... Se crea un resentimiento grande el cual disfrazamos con indiferencia, nos quedamos callados. No expresamos lo que sentimos. Lo que pensamos. Eso que solo contamina nuestra mente y mantiene nuestro insomnio en la madrugada.
Luego amanece un nuevo sentimiento. El odio. Después de tantas desilusiones y contrariedades de la misma persona no queda nada que no sea fuego. Un fuego tan fuerte que crea incendios en nuestro ser. Arde tan fuerte el enojo que todo a nuestro alrededor se cega y caemos.
Caemos en un vacío y al final solo hay una salida. El perdón. Y regresamos a un bucle infinito.
Siempre es así. Tras una desilusión llega la ira y nos alejamos. Pero, después, todo se calma. Recordamos lo que hemos pasado junto a ellos y tenemos empatía por su persona. Ahí nace el perdón. Nos alejamos de toda esa venganza, decidimos ser libres sobrepasando cualquier advertencia que se cruce en nuestra vida.
Oh David, no sabes toda la decepción que tengo de ti. Todo el rencor que guardo. El odio al recordar que no me amas.
Te odio tanto.
Pero también, te perdono.
Te perdono porque es momento de dejarte ir. Porque si no te dejo ir no podré perdonarme a mi misma por todo el dolor que me he causado. Que me he provocado al amarte.
Me odio.
Porque no hay mayor error que he cometido que el haberme enamorado de ti.
Ojalá me perdone como pude perdonarte.
Te ama, Alex.
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