Capítulo 19: Sexto pecado (primera parte)
Gula
—Aún no hemos hablado sobre tu ebriedad, ¿cierto?—me cuestionó el ángel.
Bajé la mirada, mientras negaba con la cabeza.
—¿Podemos hablar de ello?—añadió.
Sentí nervios al respecto. Nunca fui buena para hablar sobre mis sentimientos, se me dificultaba. Era complicado hacerlo cuando no encontraba las palabras adecuadas para expresar lo que sentía. El lenguaje es muy limitado.
—No lo sé. ¿Por qué empiezas a sonar como una psicóloga?
La chica rio por lo bajo.
—Disculpa, no es mi intención. Pero no te preocupes, que yo no soy ninguna psicóloga. Yo no intento diagnosticarte, yo intento salvarte.
Mordí mi labio inferior, con inquietud.
—Comencé a beber hace no mucho. Tal vez a los quince años, no lo sé.
—¿Por qué?
—Porque...—balbuceé. No encontraba las palabras adecuadas una vez más—me sentía muy mal. Así que de esa edad en adelante decidí que tenía que dejar de martirizarme. Y comencé a divertirme. Y faltaba a clases, bebía, me metía con tantos chicos...—sin darme cuenta, había comenzado a llorar—y no hacía más que divertirme, pero en realidad estaba vacía. Y, antes de mi accidente, yo seguía haciendo lo mismo—hasta ese punto, yo ya era un mar de lágrimas.
¿Cómo es que nunca me había enterado? Recién reflexionaba sobre ello, y ahora que me daba cuenta de lo vacía que estaba, no podía dejar de llorar. Dos años enteros así. Bebiendo y bebiendo, de fiesta en fiesta. Pensé que había mejorado, pero en realidad seguía igual de rota. Bebía hasta enojarme, y yo no me había dado cuenta de lo mal que eso estaba hasta ahora.
—Encontraste las palabras adecuadas—habló mi acompañante, con una melancólica sonrisa, mientras me acariciaba el hombro.
La miré con ligero asombro, solo por unos segundos, porque dejé de prestarle atención casi de inmediato. Seguía llorando con tanto dolor.
Después de un minuto, o tal vez menos, me tranquilicé. La rubia me había estado observando todo ese rato, con pena, pero a la vez con indiferencia. Tenía una mirada extraña.
—¿Cómo lo supiste?—pregunté al cabo de unos segundos.
—Saber, ¿qué?
—Es decir, por qué dijiste eso de que encontré las palabras adecuadas.
El ángel soltó una ligera risita, como solía hacerlo frecuentemente.
—Luego lo resolvemos. Por el momento tienes un pecado que arreglar.
Lo había olvidado por completo. Aún no arreglaba aquello; cosa que me daba tanta pereza. Realmente me sentía mentalmente agotada como para todavía tener que resolver mi pecado. Pero no podía negarme, por supuesto. Era mejor eso que volver al agujero en el que estaba. Tenía que aprovechar el mayor tiempo posible fuera de ahí.
Y, en un abrir y cerrar de ojos, ya no estaba en aquel cuarto blanco.
•●•
Las clases iban lento para Dylan. Increíblemente lento. Observaba como el profesor articulaba palabras, pero no las escuchaba. Observaba como escribía cosas en el pizarrón, pero no las veía. Era como si fuera ciego y sordo de alguna extraña manera; como si su cerebro no lo percibiera. Su mente estaba en otro lado, y como un robot solo asentía y fingía prestar atención. Se sentía aburrido. Movía el pie con frenesí, golpeaba el lápiz, y luego le pedían que guardara silencio. Era así todas las clases. Mucho más en matemáticas, donde juraba que las ecuaciones se burlaban de él. Finalmente tocó el timbre, y Dylan salió del trance en el que estaba. Tomo sus cosas dispuesto a irse, pero entonces el profesor lo llamó.
—Dylan, ¿puedes venir un segundo, por favor?—preguntó, aunque era casi como ordenarle, porque no se podía negar.
El aula quedo vacía, y entonces el rubio caminó hacia el escritorio del profesor. Era un hombre bajo y con cabello negro, de nacionalidad asiática.
—He notado tu falta de atención en clase, y sé cómo sonará esto, pero te recomiendo que veas al psicólogo de la escuela. No me lo tomes a mal, no lo digo porque sí. Muchas veces se puede solucionar, y créeme que no es nada bueno el hecho de que no comprendas lo que se te explica.
El señor Huang se lo decía de buena manera, claro estaba. Pero al chico le ofendió, de igual manera. Sentía que le estaba diciendo ''¿qué te sucede? Eres un estúpido, no entiendes nada. Anda, ve al loquero''.
—Pero yo entiendo perfectamente lo que me explican, señor—mintió.
—Ah, ¿sí lo entiendes?
Asintió.
—Entonces explícame cómo es que dos rayos que tienen un extremo en común forman un ángulo.
Literalmente, el rubio no había entendido ni una sola palabra de esa frase. No le hacía sentido.
—Es lo que acabamos de ver en clase—señaló, dejando al chico terriblemente avergonzado—. No tienes que mentir, muchacho. Llevó diez años siendo profesor, se cuando alguien finge poner atención.
Dylan se mostró apenado, con la cabeza baja.
—Toma en cuenta lo que te digo, chico—aconsejó, haciendo una señal con su mano permitiéndole retirarse.
El rubio se levantó de la silla, para posterior caminar hacia la puerta. Obviamente, no haría caso a las indicaciones del señor Huang.
•●•
Tres horas más temprano
Era casi de mañana cuando los padres de Olivia conducían hacia la casa de los Owens, es decir, los padres de Isabella. Apenas eran las cinco AM, y los tutores de la rubia sabían que la familia aún no salía de su hogar para dirigirse a sus respectivos empleos. Estaban dispuestos a quejarse por todo el dolor que, a la que solían considerar una supuesta excelente persona, le había causado a su hija.
La chica observaba por la ventana. De alguna manera, sentía que se había quitado un peso de encima, como si recién hubiera obtenido su libertad. Pero aún se sentía ligeramente asustada. Solo un poco, debido a que no sabía lo que podría pasar. Por suerte, ahora estaba a salvo con sus padres respaldándola, o al menos era así como ella se sentía.
El auto se estacionó frente a la enorme casa de colores claros. Amelia salió por un lado, y Robert por el otro. La menor había decidido permanecer en el coche y tan sólo observar por la ventana. El señor Weaver caminó hacia la entrada principal, seguido por Amelia. Las luces estaban encendidas, y se visualizaban figuras en las ventanas. Eso quería decir que los Owens aún no salían. Olivia subió el cierre de su suéter de color azul y suspiró nerviosa.
La puerta del lugar fue abierta por una mujer alta y pelirroja de unos veintitantos años de edad, mucho más joven que el padre de Isabella. A decir verdad, era muy hermosa. Demasiado como para haberse casado con un hombre poco atractivo de aproximadamente cincuenta años de edad.
—Señor y señora Weaver, que...—habló poco entusiasmada, con su característico acento inglés, mientras se acomodaba los aretes—agradable sorpresa. ¿Qué los trae tan temprano por aquí?
—¿Esta Earl? Necesitamos hablar con ustedes de algo muy serio—dijo Robert.
Al darse cuenta la mujer de sus expresiones severas, llamó a su esposo. Éste salió casi a rastras, aun arreglándose.
La rubia no quería ser superficial, pero no podía creer que tan bella mujer estuviera casada con tan desagradable hombre. Era bajito, gordo y mitad calvo, con una enorme papada y nariz chata; sin mencionar un par de ojos oscuros y diminutos. Seguramente lo quiso por su fortuna, porque personalidad no tenía.
La chica se cubrió la cabeza rápidamente. Por algún motivo se sentía apenada de que los padres de Isabella la vieran ahí. Decidió que no quería ver nada, y volteó hacia otro lado. Y, después de unos minutos, ya estaba dormida.
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