Capítulo 18
—Probablemente tienes la idea de que los pecados capitales son una clasificación de los vicios para educar a las personas sobre la moral. Esto no es del todo cierto, pero tampoco es del todo falso—explicó la rubia, mientras se levantaba—. Escucha con atención, Alexa. El pecado un acto que se considera erróneo o incorrecto, o que trae malas consecuencias a quien lo realiza. Se podría pensar que un pecado es una acción que va en contra de Dios y sus principios. Pero no es solo eso; cada uno tiene su razón de ser. Por algo es que se les llama pecados. Trae desgracias a la persona, es por el propio bien de uno.
Yo escuchaba interesada a mi acompañante sin despegarle la mirada, observando cómo se movía de un lado a otro mientras hablaba.
—Hay cuatro tipos de pecado. Los capitales, mortales, originales y veniales. Éstos últimos son pecados banales que no priva al alma de la gracia de Dios. Tus anteriores pecados son así. Los originales son aquellos inherentes a la condición humana, y los mortales son los más graves que privan al alma de la gracia de Dios. Un ejemplo de éstos, para que te des una idea, son el asesinato, secuestro, aborto, incesto, violación; entre otros. Y, por último, los capitales, los cuales son los orígenes de otros pecados. ¿Te ha quedado claro hasta el momento?
Asentí.
—Analizaremos los capitales y los mortales, pero primero, los capitales—informó—. Inicialmente existieron ocho, para después reducirse a siete. Se dividieron en dos categorías: los cuatro vicios hacia el deseo de posesión y los cuatro vicios irascibles, que no son deseos sino carencias, privaciones y frustraciones. Los primeros cuatro fueron la gula y ebriedad, la avaricia, la lujuria y la vanagloria o vanidad. Los de la segunda categoría fueron la ira, la pereza, la tristeza y el orgullo. Tiempo después estos ocho pecados se redujeron a siete: la lujuria, la pereza, la gula, la ira, la envidia, la avaricia y la soberbia; tomando en cuenta que la pereza abarcaba la tristeza. ¿Comprendes?
—Sí, comprendo. Lo que no entiendo es por qué me cuentas todo esto.
La chica se acercó a mí. Era muy alta a comparación mía, por lo que yo tenía que levantar la cabeza para poder verla directamente a los ojos.
—Porque, Alexa, has pecado—contestó con voz suave—. Has atribuido a cada uno de los pecados capitales que te mencioné, cada uno de ellos.
El corazón me dio un vuelco.
—No puedo creerlo. Supongo que debo arreglarlos, ¿no?
—Así es. Ahora, te explico—dijo, mientras se alejaba a poco menos de un metro de mí, para comenzar a hablar—. Recordarás que te dije que, inicialmente, era ocho pecados capitales. Pues de esa manera es como lo manejaremos. Desde los orígenes—declaró.
—Espera un segundo—interrumpí—, recuerdo que me dijiste que el pecado capital era aquel que iniciaba otros pecados. Entonces, supongo que ya he solucionado éstos, ¿no? Son el resultado de los mismos.
—Es una buena observación, Alexa. Pero necesitaba darte un poco de tiempo antes de adentrarte más a las profundidades de los pecados y sus orígenes, para que lo asimilaras. Y mira lo bien que lo has hecho; eso ha sido debido a ello—aclaró.
Tenía razón. Aunque me sentía nerviosa, tal vez lo hubiera estado más en otros momentos.
—Entiendo.
—Entonces, ¿comenzamos?
Asentí.
•●•
Sandra y Mark llevaban ya, aproximadamente, dos semanas juntos. Realmente le beneficiaba a la castaña tener compañía y apoyo; sobre todo en momentos como en los que se encontraba. De igual manera visitaba a la menor de sus hijas siempre que podía, aunque ya no era tan frecuente, debido a su vuelta al trabajo. Su angustia era constante, pero Kerry siempre estaba ahí para apoyarla y darle un hombro en el cual llorar. Es por eso que, esa noche de jueves, la había acompañado al hospital.
—A veces siento que soy una mala madre. Si tan sólo pudiera retroceder el tiempo...—hablaba la mujer, con tristeza.
—No digas eso, Sandra—interrumpió su pareja—. No eres una mala madre. Cometiste un error, todos nos equivocamos. Ya verás como todo saldrá bien; estoy seguro de que tu hija es tan fuerte como tú.
La señora Adams le dedicó una leve sonrisa, siendo correspondida por el hombre.
Después de casi una hora en el hospital decidieron irse, y Mark se ofreció a llevar a Sandra a su hogar. Subieron al coche, y la castaña observaba por la ventana del automóvil mientras Kerry conducía. Al cabo de unos minutos, el hombre dijo:
—Sabes, linda; creo que deberíamos... tú sabes.
La mujer lo miró con confusión.
—¿A qué te refieres?—preguntó.
—Sandra, eres la mujer más hermosa que mis ojos han tenido el placer de ver. Y, sé que no llevamos juntos mucho tiempo, pero te tengo un enorme aprecio, y te quiero. No te mentiré, me tienes loco por ti, y no desde hace poco. Y, ¿sabes? Quisiera dar el siguiente paso contigo.
Sus palabras eran de lo más romántico y tierno para la señora Adams. Sandra realmente se sentía elogiada, y ella también lo quería a él. Pero había un inconveniente. Ella no estaba lista. No, había pasado muy poco tiempo y sabía que si lo hacía se sentiría infiel ante su difunto marido. No quería traicionarlo otra vez, no tan pronto.
—Eres tan dulce, Mark. En serio, haces que mi corazón se derrita—admitió con una sonrisa—. Pero, no estoy preparada. Será algún día, eso te lo prometo, pero no ahora. Sólo espera un poco.
La adorable sonrisa de Mark se desvaneció. En su lugar apareció una sonrisa molesta, casi fingida.
—Pero, vamos, cariño. ¿Qué sucede?
—Sólo espera un poco más. Créeme que te lo compensaré en otro momento.
Kerry se limitó a manejar, con gesto enojado; dejando a la castaña terriblemente desconcertada y confundida.
—¿Es por tu marido?—cuestionó al cabo de unos minutos, tomando a la señora Adams por sorpresa.
—Pues, sí.
El hombre soltó una pequeña risa irónica.
—No puedo creerlo.
—¿Qué es lo que no puedes creer?—preguntó Sandra algo irritada.
—Sandra, tu esposo está muerto desde hace cuatro años—declaró con voz alta—. Déjalo pasar ya, por el amor de dios.
La castaña no creía lo que había escuchado. Esas palabras la habían lastimado hasta lo más profundo de todo su ser, y mucho aún más por la persona que se las decía.
Mark estacionó el auto frente a la casa de su acompañante.
—No puedo creer que confié alguna vez en ti—respondió con rabia, teniendo que soportar el deseo de llorar.
Intentó abrir la puerta para salir, pero Kerry le puso le puso el seguro automático.
—Déjame salir.
Entonces, tomándola por sorpresa, el hombre se le echó encima para besarla desesperadamente. La mujer forcejeó contra él sin éxito alguno, gritándole que se alejara.
—¡Suéltame!—gritó, al momento en que lo empujó fuertemente hacia el otro extremo. Esto hizo que Mark golpeara contra el botón que quitaba el seguro automático.
Rápidamente, la señora Adams abrió la puerta para salir y la volvió a cerrar, para después correr hasta su hogar y adentrarse en él. El corazón le latía fuertemente. Y, entonces, rompió en llanto.
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