8. Sombras
Una ligera polvareda se elevó en el aire tras la partida del taxi por la calle de tierra. Gavriel plantó los pies frente a la finca familiar, la mano derecha en el bolsillo y la otra en el equipaje.
Contempló la entrada con una sensación de angustia y temor creciendo en el pecho. Se sintió como el exiliado que retorna a su patria después de mucho tiempo separado de sus raíces. Efecto extraño, dado que hace pocos meses visitó la casona. Era un estado que no podía definir con exactitud, pero le indicaba que algo importante estaba por ocurrir. Determinó que, si cruzaba la puerta, calamidades se desatarían tras él.
Varios minutos mirando el portón, concluyó que estar ahí fue una mala idea. Giró sobre los talones, pero antes de que pudiera dar el segundo paso, la voz de Gina se oyó entre el follaje:
—¡Gavriel, hermano!
No consiguió ubicar con precisión en qué parte del jardín estaba. Se acercó al sitio de donde provenía la voz femenina, en busca del paradero exacto; al levantar la vista, la vio trepada en uno de los árboles de mango de la huerta.
—¡Bájate de ahí! —gritó preocupado—. ¡Te vas a caer!
—No pasa nada —respondió, serena—. Soy una experta escalando árboles, ¿lo olvidaste? Ten. —Le lanzó un mango maduro—. Este año la cosecha será buena, fíjate en la calidad —dijo, refiriéndose a las frutas que colgaban de la inmensa y frondosa mata.
—¿Ya vas a bajar? —insistió, agarrando la fruta en el aire.
—No sé. Tal vez me quede a vivir aquí, hay ramas muy cómodas —comentó, divertida por la expresión agobiada de él—. No soy una niña, Gavriel, sé cuidarme —aseguró, descendiendo por el tronco—. Y ya que estás aquí, tú y yo tenemos cosas que hablar.
Gavriel bufó. La idea de que se quedara a vivir en esa planta de mango ya no le resultó desagradable. En cuanto la tuviera enfrente lo asediaría con preguntas. Odiaba los interrogatorios.
—Resolver esos asuntos con tu editorial te llevó mucho tiempo — Gina le sostuvo la mirada, había un dejo de reproche en la voz—. Me dijiste que volverías pronto y han pasado tres meses. No, no te justifiques. —Lo detuvo al intuir las intenciones—. Me enteré por la prensa, y por los rumores de los vecinos, ya sabes, de tus viajes y presentaciones literarias. Sé que te ha ido muy bien con la venta de tus libros y me alegro muchísimo, solo por eso te disculpo que no hayas tenido tiempo de llamarme.
—Soy un mal hermano, lo sé —admitió apenado—. Siento no haber cumplido con mi palabra.
—Tranquilo, te conozco como eres, así que no estoy desilusionada. No obstante, aunque no guardaba esperanzas de que volvieras, verte aquí, igual me ha sorprendido. Y si a eso le añadimos que tienes un aspecto preocupante...
—Lo sé —confirmó. Por el rabillo percibió ojos indiscretos interesados en la charla—. Será mejor que entremos. Tengo algo delicado que contarte y sospecho que no te gustará —anticipó.
Gina arrugó el ceño, extrañada. Dio la vuelta, enfilando por el sendero que llevaba a la casa. Gavriel fue tras ella, arrastrando la maleta sobre el camino de tierra.
—A ver, ¿qué es eso que me tienes que decir? —preguntó Gina, sentándose en uno de los muebles del salón—. Empiezo a sospechar que tus visitas encierran algo misterioso, digo, porque ahora último te ha dado por volver al sitio que prometiste no pisar en tu vida, citando tus palabras.
—Y por lo que veo esperaste la ocasión para echármelas en cara. Bien dicen que las mujeres no olvidan. —Meneó la cabeza, en un futuro cuidaría lo que dijera—. En fin, el pasado es pasado. Te voy a confesar algo, que no sé cómo lo vayas a tomar, o siquiera me creas. Es que hasta mí me parece surrealista —Gavriel calló, evaluando el semblante de su hermana.
Minutos de silencio ocuparon el espacio, tensos, alarmantes. Como advenimiento de un mal presagio.
—¿Qué sucede? Suéltalo ya, no me tengas en ascuas —exhortó Gina.
—Hice un pacto... con el demonio. Y ha venido por mí —soltó esa verdad y, a la vez, la angustia retenida—. Pacté con él a cambio de fama como escritor.
—Espera..., ¿es una broma? La ficción se está colando en tu realidad...
—Soy un escritor que inventa mundos, personajes, situaciones, pero siempre he mantenido separadas las líneas de la realidad y la ficción. —Desestimó las fuertes visiones que había experimentado recientemente—. Lo que te acabo de decir es cierto, y considera que no creo en ese tipo de cosas.
Buen punto, pensó Gina para sí. Gavriel, como el ateo que era, no creía en nada que no se pudiera comprobar científicamente. Lo que significaba que...
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Gina. Se irguió impulsada por un resorte invisible. Se llevó las manos al rostro, asimilando las palabras de Gavriel.
—Me niego a creer lo que has dicho. —La lógica se impuso, como un modo de proteger la cordura—. Es que no tiene coherencia.
—¿No se te hace extraño que un novelista como yo, prácticamente en la ruina, haya subido como la espuma? —inquirió él—. Hice un pacto a cambio de fama y riquezas. Reconozco que soy un buen escritor, pero no la eminencia que todos piensan, eso lo conseguí haciendo un trato con el diablo.
—Explícame la naturaleza de ese pacto. —Gina pareció aceptar la idea de un ente luciferino—. Porque hasta donde sé, ese tipo de tratos exigen algo como pago. —Las piernas le temblaron, que necesitó sentarse de nuevo—. ¿Qué... ofreciste a cambio, Gavriel? —preguntó, temerosa de la respuesta.
—No lo sé —respondió, consciente de no haber definido lo que entregaría por el favor recibido. La ambición, el deseo de un éxito desmesurado, lo había nublado—. No sé qué quiere de mí, pero no es mi alma, eso me lo dejó claro.
Gavriel se sentó a lado de Gina. Agachó la cabeza, enterró las manos en el cabello y cerró los ojos, como cuando era niño y algo lo asustaba. Iluso al creer que así espantaba a los demonios: negándose a verlos.
Gina le acarició la espalda, en un intento de confortarlo.
—Dices que vino por ti, pero sigues aquí todavía... ¿Cómo?
—Él envió dos emisarios. Ellos me anunciaron lo que sucedería. La hora y el día, lo desconozco, pero será pronto.
—Esos pactos... pueden romperse —dijo con voz entrecortada—. Algo... alguna cosa, se podrá hacer... no sé.
—En mi caso, no. Ese demonio se aseguró de que no pudiera liberarme. Fui yo el estúpido que no estableció un pago.
Ante la cara de perplejidad de Gina, procedió a contarle los pormenores del trato que firmó, las causas que lo llevaron a hacerlo, así como lo vivido después y la razón de estar de regreso en el hogar familiar.
La mujer, a medida que él avanzaba con la historia, se le hacía más inverosímil lo que le contaba. Por un momento creyó estar en un desagradable sueño, donde la sensatez no tenía razón de ser por el hecho de ser un sueño. Mas la seriedad de Gavriel y la forma tan precisa que relataba su experiencia, no parecía producto de su imaginación.
—Cuando era niña, temía a lo sobrenatural, ya sabes, por los cuentos que nos contaba papá —confesó—. Tú debes recordarlos también, a pesar de que digas no guardar recuerdos de tu niñez, claros o difusos, sé que los tienes.
—¿A dónde quieres llegar? —Gavriel alzó la cabeza, en actitud interrogativa.
—Uno de sus cuentos mencionaba pactos infernales —comentó ella—, tenía cierta predilección por ese relato en especial, ahora que caigo en cuenta. Le encantaba contarlo.
—Sí, es cierto. ¿Piensas que de alguna forma nos trataba de enviar un mensaje?
—No lo sé, la verdad, pero después de lo que me has contado mi mente rememoró esa historia. Y si la analizamos bien, guarda similitud con la tuya, con la diferencia de que el personaje del cuento era un pintor.
—¡Y él logró anular el pacto! —Gavriel se enderezó, esperanzado—. Puedo tener una posibilidad...
—Espera..., ¿recuerdas lo que ese hombre tuvo que hacer para que el diablo no se lo cargara?
El semblante de Gavriel decayó de nuevo. Aquel hombre para poder salvarse tuvo que pagar un alto precio.
—Yo no poseo lo que él sacrificó, y aunque lo tuviera, no haría tal cosa.
—¿Lo dices por lo que le sucedió después? El que pacta con la oscuridad nunca sale bien librado... La existencia puede ser un castigo terrible.
—Lo que a él le tocó vivir es el resultado del crimen que cometió. Yo me refiero al acto en sí.
—¿Insinúas acaso que, de no haber tenido relación alguna, el acto no hubiera sido execrable? Vida es vida, Gavriel.
—Lo sé.
Los hermanos se miraron sin decir nada, relegaron la conversación a través de los ojos. A veces los silencios decían más que las palabras.
El sonido del televisor, que se encendió solo, les provocó un sobresalto. El artefacto estaba programado, mas dadas las circunstancias, fue lo último en lo que pensaron, porque toda la atención se volcó en los sobrecogedores informes de violencia, caos y desastres naturales ocurridos en distintas partes del globo.
—Es como si fuera el fin del mundo —dijo Gavriel, conmocionado.
La expresión de Gina era de espanto, las imágenes mostraban terribles escenas. Y como si no fuera suficiente para terminar de crispar los nervios, un alarido, impregnado del más lacerante dolor, atravesó las paredes de la casa.
—¿¡Qué fue ese grito!? —Gavriel salió en precipitada carrera al exterior de la vivienda.
Gina fue tras él, con el miedo instalado en los huesos.
Más gritos se oyeron, un coro funesto de muerte y horror. Clamores femeninos de llanto y desesperación, que solo la pérdida de algo que se ama, puede generar.
Vientres sangrando, inocencia negada. Lo que fue creado para albergar vida, ya no lo haría más.
—¡Mi hijo, noooo! —sollozó una mujer desde el corredor de una de las casas. La sangre que impregnaba sus piernas y manos fue la señal de la tragedia acaecida.
—Esas mujeres estaban en cinta —dijo Gina, consternada—. Esto... es perturbador.
—Tranquila, todo estará bien —Gavriel abrazó a su hermana en gesto protector, mas ella se apartó de él, irritada por el roce.
—Esto no es una coincidencia —señaló alrededor—. ¡Trajiste el mal al pueblo por tu ambición desmedida! —gritó con rabia—. ¡Nunca piensas antes de actuar! Mira a dónde te llevó el camino fácil.
—¡Yo le pedí al diablo lo que Dios no me quiso dar! —respondió Gavriel a la defensiva—. ¡Fue mi elección! Y asumo las consecuencias.
—Pues me temo que tu elección nos ha condenado, ahora no solo te involucra a ti. —El enfado en los ojos de Gina fue reemplazado por decepción, miedo e incertidumbre.
Los lloriqueos femeninos continuaron en baja intensidad hasta convertirse en susurros, síntoma de que la pérdida dejó de expresarse en lágrimas para convertirse en una doliente marca en el corazón.
El cielo se hizo eco de ese dolor, cubriéndose de nubes negras, guardando luto por los inocentes cuyas vidas fueron extinguidas. Truenos en la lejanía anunciaron una intensa lluvia. La oscuridad descendió sobre el pueblo, sumiéndolo en una negrura de ultratumba.
La gente tomó aquel fenómeno como un mal augurio. Se resguardaron en casa, temerosos de lo que esas sombras ocultaran. Las dos mujeres y sus esposos fueron los únicos que se atrevieron a dejar la villa, en busca de asistencia médica. Puede que haya sido una buena decisión o tal vez algo terrible los esperaría al cruzar las lindes del pueblo...
Los hermanos se disponían a hacer lo mismo cuando una voz cavernosa habló entre las tinieblas:
—Gavriel... ¿a dónde crees que vas?
Gavriel se quedó tieso a medio andar. Gina a lado de él, contuvo el aliento. Parecían dos maniquíes congelados, con el terror perfilando sus rostros.
—Tu tiempo se cumplió, tienes una deuda que pagar.
El escritor dio la vuelta, con la respiración acelerada a causa del miedo. Trató de infundirse valor para enfrentarse a lo que sea que sus ojos le mostraran.
Dos siluetas destacaban entre las sombras: el siniestro hombre de blanco y junto a él, Aleth, que lo contemplaba amenazante.
Gavriel comprendió que era su fin.
Gina, haciendo a un lado sus miedos, volteó la mirada e igual que su hermano, supo lo que iba a suceder. No obstante, aun sabiendo aquello, se atrevió a hacer una oferta al maligno ser:
—¡Llévame en su lugar!
—¡No! —exclamó Gavriel, aterrado por las palabras de su hermana—. ¡De ningún modo!
—Esto no es un trueque, mujer —contestó el adalid, riendo malévolo—. Pero consideraré tu ofrecimiento en un futuro.
—¡Tú no vas a considerar nada! —refutó el escritor—. El trato lo hiciste conmigo no con ella.
—Entiende algo, Gavriel: tú no me dices lo que tengo que hacer —advirtió el príncipe infernal—. Tomaré el alma de todo aquel que la ofrezca sin coacción alguna. Pero despreocúpate, he venido solo por ti. Vamos —demandó—. No me hagas esperar.
Gina lanzó un grito agónico por el inminente fin de su hermano.
Gavriel, al verla en ese estado, intentó tranquilizarla diciéndole que todo iría bien, algo que ni él mismo creía, mas no se le ocurrió otra cosa para darle sosiego. Sin embargo, en medio del caos, un rayo de claridad se hizo presente. Le susurró con premura frases inconexas:
—Lo que te conté. Los cuentos de papá. Ve al mirador de los suicidios. Salva mi alma...
Ella lo abrazó con fuerza y le dijo al oído que haría lo que le pidió y más. Lo agarró de la mano, en un deseo de prolongar el contacto, pero las palmas, inevitablemente, se soltaron sin remedio.
Observó a Gavriel recorrer el espacio que lo separaba de esas tétricas figuras. El demonio de traje blanco intimidaba con su imponente estatura, y la mujer de negro le produjo una honda turbación.
Los tres desaparecieron en un velo grisáceo. Observó con impotencia cómo su hermano fue llevado al infierno en cuerpo y alma.
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